Ya en 1996, aunque desde una perspectiva muy distinta a la que voy a
utilizar en este artículo, el filósofo Daniel Innenarity
reflexionaba sobre la omnipresencia del espíritu hortera en la
sociedad actual. Y lo hacía en las páginas de esta misma revista.
En el número de julio-agosto de ese año publicó un artículo que
tituló “El territorio de lo hortera”. Para Innenarity, el
espíritu hortera es, sobre todo, una actitud ante la vida que se
manifiesta en su convencido simplismo y en su carácter insistente,
ostentoso y repetitivo. Esta mentalidad acaba por despreciar los
cánones estéticos establecidos para subrayar su preferencia por lo
grotesco (especialmente en los elementos decorativos y ornamentales,
porque debajo, en la sustancia, lo más seguro es que no haya nada).
Yo rebajo un poco los inteligentes argumentos que utilizaba
Innenarity y me quedo en un nivel más cutre-sociológico; lo que
pretendo en este artículo es abordar la pervivencia del espíritu
hortera en una de sus manifestaciones más sublimes: la canción del
verano, para mí el mejor ejemplo hortera donde el éxito
socio-comercial sociológico se impone a
los valores de la creación artística y musical.
En este sentido, estoy más cerca de un mediocre libro, de sugerente
título, que publicó el periodista Javier Lorenzo en 1997, La
España hortera (Temas de Hoy). Javier Lorenzo es consciente de
que no está escribiendo un ensayo filosófico sobre el ser profundo
de los españoles; lo que busca es atrapar esa inequívoca
pervivencia y transformación de lo hortera en múltiples y
diferentes manifestaciones costumbristas. Como escribe Javier Lorenzo
refiriéndose a lo hortera, “las fronteras del buen gusto se han
difuminado hasta desaparecer, lo accesorio ha pasado a un primer
plano en detrimento de lo fundamental y cualquier novedad es
asimilada como si procediera de la más rancia de las tradiciones”.
En el arte y la decoración, lo hortera guarda parentesco con lo
kitsch, otro territorio, aunque lo hortera es un término más
amplio y, por tanto, bastante más profundo (digo yo).
AMBIENTES
HORTERAS
Es
evidente que lo hortera se mueve con soltura en unos ambientes mejor
que en otros. Está claro que la horterada brilla con un inusitado
esplendor en el repetitivo atrezzo, por ejemplo, de los
domingueros tradicionales y en los momentos más emblemáticos de las
bodas y primeras comuniones. Los
domingueros participan de una misma obsesión: la conquista de la
felicidad mediante unos hábitos matemáticamente establecidos. En
las bodas, también la repetición de una serie de clichés (la
estética de las invitaciones, la sesión hortera de fotos de los
novios en un parque bonito, los trajes de los invitados –sobre
todo el de la madrina-, el destino del ramo de la novia, etc.) impone
unos actos de los que es imposible escaparse, como he podido
comprobar en recientes bodas de algunos amigos: los pobres eran
conscientes de su inevitable y desesperada caída en la horterada (la
alegre y chisposa aparición en el banquete de los camareros, el
juego de luces a la entrada del cordero, el patético y emblemático
primer vals con la novia, la apoteósica aparición de la tarta, el
ampuloso obsequio de los puros...), pero sus miradas de compasión
durante todos los actos de la boda reflejaban, grandiosamente, la
aceptación de su rol, su increíble sacrificio para que las
relaciones familiares transiten por el territorio de lo obvio, su
abnegada entrega en beneficio de una humanidad que se tranquiliza con
lo previsible, su heroico estoicismo para aparcar el deseo de huida y
quedarse, llorando de emoción, como si fuese un instante preparado
graciosamente por los dioses, a cantar con los de la tuna, que acaban
de empezar a entonar el obligatorio y simbólico “Clavelitos”. ¿Y
qué decir de las primeras comuniones?
La fotografía de la niña/o con el rosario entre las manos y su
misalito nacarado que se impone en los recordatorios es todo un
homenaje hortera a la posteridad. Así, con estos pequeños actos
horteras, se forjan las tradiciones.
Lo
hortera es un elemento proteico de nuestra cultura, que tiene la
habilidad, nada prepotente, sutil, de estar presente en casi todos
los sitios, en unos asumiendo su papel de protagonista y en otros
dejando unos cuantos, pero significativos, detalles. Por ejemplo, en
la moda la mentalidad hortera ha contribuido a la explosión del
chándal como indumentaria cómoda para hacer la compra, pasear al
perro y hasta para ir a misa de doce. Lo suelen llevar los jubilados
(o sea, los que no hacen deporte), y los modelitos más modernos
incorporan decoraciones aerodinámicas y psicodélicas, a juego
muchas veces con unas zapatillas que poco tienen que ver con la
sobriedad de las tórtolas de la posguerra (con esta idea Freud haría
maravillas).
UNA
RADIOGRAFÍA SOCIAL
Estas
mínimas reflexiones sobre el concepto hortera vienen a cuento porque
si hay algo hortera en el mundo, como decía antes, es la compulsiva
obsesión por fabricar la canción del verano, fenómeno musical que
está por encima de todo tipo de explicaciones e interpretaciones,
aunque aquí intentemos dar algunas. Sé que me meto en un terreno
pantanoso, pero, quizás, reflexionar sobre la canción del verano
puede servir para sacar a la luz aspectos ocultos de nuestra reciente
historia colectiva y personal y de nuestro caótico imaginario
cultural, donde se dan la mano, sin traumas, los ensayos de Ortega y
Gasset con los éxitos de Georgie Dann, el fenómeno del arte
socialrealista con las letras de las canciones de Tamara Seidesdos.
Del entusiasmo democrático de la transición con los toques
de poesía romántica de Luis Aguilé. Todo esto es historia
(intrahistoria lo llamaría Unamuno). Solemos dejar de lado a este
tipo de personajes cuando recurrimos a las generalizaciones políticas
y sociales. Y la verdad es que este fenómeno musical explica mejor
que otros muchos más serios nuestros temores y anhelos, nuestros
deseos y fracasos, nuestros éxitos y frustraciones.
Es fácil, muy fácil, ridiculizar estas cosas, reírnos de la
pobreza de sus mensajes intelectuales, como si eso fuese lo más
importante. Es muy cómodo también eliminar, tachar de la lista a
unos protagonistas que se han ganado, a pulso, un sitio en la
historia de la música (como si sólo les estuviera permitido
triunfar a los héroes del rock, de la música latina y de la canción
protesta) y también de la poesía. ¿Qué son, si no, las letras de
las canciones de Georgie Dann, uno de esos iconos incombustibles que
simbolizan, en su ser y en las campanas de sus pantalones, toda una
época, mucho más que los discursos de Arias Navarro,
Suárez, Felipe González o Aznar? Decimos Georgie Dann y se
nos vienen a la cabeza tipos de peinados, frases, expresiones,
bailes, movimientos corporales, estribillos, risas. No pasa lo mismo
con otros nombres relacionados con la vida política, judicial y
administrativa, seres que han pasado por la historia dejando un
rastro sombrío y gris, aunque luego quieran decirnos que han sido
muy importantes para el destino del resto de la humanidad.
La realidad, sin embargo, camina por otro lado. Atravesamos hoy día
una fase ciertamente nostálgica; hay un interés sentimental por
recuperar los elementos consuetudinarios del pasado con el fin,
quizás, de reivindicar con orgullo el espacio de la memoria. En esta
fiebre podemos situar también la pasión por mantener encendida la
causa de la canción del verano, aupando a cantantes y
recuperando a estrellas del ayer que, de alguna manera, están
vinculadas con el boom musical de los años sesenta y setenta,
cuando nace la canción del verano como una manera de explotar
hasta turísticamente los modos de vida netamente hispánicos.
Exitosas series de televisión, como Cuéntame, recuperan la
historia costumbrista de los años sesenta y setenta; algunos
programas se han especializado en entrevistar a personajes famosos
que dejaron huella en aquellos años; especial atención ha tenido en
este revival el destino de los cantantes más de moda, cuyas
canciones han vuelto a sonar y se han vuelto a reeditar (tengo en mis
manos, ahora mismo, un recopilatorio de Luis Aguilé). Como siempre
pasa con estas cosas, primero vienen los famosos-famosos y luego
aparecen los actores secundarios, que también han aportado su
grano de arena a la formación de un espíritu nacional. Ahí están,
por ejemplo, Massiel, la cantante que ganó el festival de Eurovisión
con el “La, la, la”, pieza clave de todo este proceso de
regeneración de la memoria. O Karina, incombustible también por su
grotesca presencia en algunos programas y revistas del corazón. Las
dos cantantes representan una España que ya no es, pero que no
quiere morir, después de años pululando en el baúl de los
recuerdos. Karina, Massiel, Camilo Sesto (su imagen, casi de museo de
cera, es un agónico intento por detener el paso del tiempo) , Peret,
Manolo Escobar, Fórmula V, Los Brincos, Raffaella Carrá, los
incombustibles Dúo Dinámico, María Jesús y su acordeón
(“Pajaritos por aquí, pajaritos por allá...”). Una España en
blanco y negro que mantiene su público, como bien han visto los de
Cine de barrio. Por ahí pululan los actores simbólicos de
aquella España. Hace unos meses vi en un programa de televisión
juntas a Massiel, Conchita Bautista, Salomé; en otro programa estaba
Lina Morgan; Carmen Sevilla se ha convertido en el estandarte de una
España-inserso que tiene su lado más cómico, y desmitificador, en
la vida íntima de Sara Montiel. José Luis López Vázquez sale en
una película con Alfredo Landa, gran icono de la Transición, con
Pajares, menos icono, y Fernando Esteso, icono caído. (La Transición
es, sin lugar a dudas, el periodo de esplendor de lo hortera, con
mucha diferencia). Todavía se siguen viendo las películas de Paco
Martínez Soria.
UN
GÉNERO LITERARIO
La
canción del verano es todo un género literario. Muchas
aspiran a ser la canción del verano, pero pocas son las
escogidas. Es el pueblo quien, democráticamente, con su instinto
secular, acierta a seleccionar aquellas que sirven para fijar su
espacio y un tiempo. Un somero análisis de la historia de la canción
del verano demuestra que este fenómeno es, antes que nada,
eminentemente estático. No existe el paso del tiempo, no existe
evolución. Las canciones, en su esquema, en su estructura, en su
filosofía, son siempre las mismas. La canción del verano se
levanta por encima de las coordinadas temporales y de la historia
para fijar un único momento lleno de plenitud: que el mundo se
detenga mientras suenan los acordes de una canción esperada,
querida, anhelada, tarareada por todos. Dos, tres, cuatro minutos de
dicha, de felicidad, de olvidarse de la tiranía de la actualidad, de
los valores impuestos, de las ideas predominantes, de los debates que
mueven o paralizan el mundo. La canción del verano es un
paréntesis existencial. Nunca es huida definitiva de la realidad, no
es rechazo, no denuncia un hastío, no define ningún tipo de asco.
Cuando se acaba la canción, se regresa sin traumas a lo de siempre,
conscientes de haber vivido unos pocos pero intensísimos minutos de
una experiencia que podemos calificar de sideral.
Sin
embargo, hay algunos rasgos que indefectiblemente se repiten y que de
alguna manera diferencian la canción del verano de otros
éxitos musicales protagonizados por otro tipo de cantantes: Nino
Bravo, Cecilia, Paloma San Basilio, Juan Pardo, Pablo Abraira, Los
Pecos, Lorenzo Santamaría, Bertín Osborne, Francisco, Sergio Dalma,
Miguel Gallardo y hasta Jaime Morey. La canción del verano
debe tener, sobre todo, ritmo, mucho ritmo, que combine diferentes
tendencias, aunque siempre se abuse de la música más hispánica (en
esto Luis Aguilé era un maestro, como se puede apreciar en su
sobresaliente canción “El tío Calambres” o en “El Frescales”,
de mucha menos calidad). Otra nota repetitiva es el estribillo
pegadizo, tenga o no sentido, venga o no a cuento, tenga o no tenga
que ver con el resto de la canción (ejemplo emblemático, el de
“Aserejé”). El estribillo debe quedarse prendido en la memoria
de los veraneantes y tiene que saltar en cuanto se oiga la primera
nota. Hay canciones que sólo son estribillo (como en algunas de
Georgie Dann). También deben tener un mensaje sensual, que
identifica placer con felicidad (típica mentalidad cutre de verano
playero). Los cantantes siempre tienen que transmitir alegría, tanto
en la puesta en escena como en la ropa, peinado, etc.. Viene bien,
aunque no siempre es fácil de conseguir, que la canción incorpore
también un baile mecánico, que requiera un aprendizaje y que
obligue, por ejemplo en una discoteca, a participar todos de esa
canción (su acusado sentido tribal y grupal). Como suelen cantarse
sobre todo durante el verano, conviene añadir un tono refrescante,
con dosis de exotismo, y también incorporar lo tópicos que todos
manejamos a la hora de afrontar un verano:
felicidad, playa, sol, música, y todo lo que estos tópicos
representan en el imaginario hortera.
EL
ANÁLISIS DEL CUPONAZO
Habría
que levantar un monumento a los responsables de la agencia de
publicidad Tandem DDB, los que diseñaron la campaña del cuponazo de
la ONCE durante el verano del 2003. He ahí, en pocos segundos, todo
un tratado de sabiduría popular, con el que rápidamente se han
identificado millones de espectadores. Nada de estridencias –en los
anuncios se subrayaban las justas, las que rodean nuestras vidas-,
nada de modelos espectaculares, nada de ilusionismo, nada de fabricar
otra realidad (que es lo que casi siempre hace la publicidad). No. En
sus anuncios estábamos todos nosotros al desnudo, como somos en
realidad (al lado de esto, los espejos deformantes del callejón del
Gato, que utiliza Valle-Inclán para explicar su teoría del
esperpento, son un simple juego de niños). Las letras de las
canciones de “Cremita”, “Tapitas” y “Medusa” captan,
mejor que ningún ensayo antropológico, quién es el hombre de hoy
y, como diría Rubén Darío, hacia dónde va. Algunos de sus versos
provocan, por lo menos es mi caso, una sacudida existencial, un
estremecimiento casi metafísico: “Tengo gambas, tengo chopitos,
tengo croquetas, tengo jamón,/ tengo morcilla...” (ahí están,
sin falsificaciones ni adulteraciones, unos concretos anhelos de
felicidad). O esos otros, donde se escenifica la añoranza amorosa
veraniega: “me pica la pierna, me pica el ombligo, me pica la
cabeza, quiero estar contigo/ (...) me pica el corazón, me pica la
medusa/ medusa del amor” (la metáfora del amor ausente está a la
altura de los versos doloridos de Garcilaso).
Pero
la canción del verano está formada por un todo: no hay
partes. La misma importancia tiene la música que la letra, las
patillas del cantante que el bailoteo, el decorado hortera que la
vestimenta. En este caso, los de Tandem DDB no eligieron para sus
anuncios seres especiales, distintos, sobrehumanos; no buscaron
escenarios exóticos, idílicos; no basaron sus mensajes en el éxito
de los trucos de la retórica. Como suele hacer la canción del
verano, todos sus ingredientes encierran una meteórica y ansiada
ilusión.
UN
PRECURSOR: LUIS AGUILÉ
Sin
lugar a dudas, uno de los precursores del boom de la canción
del verano es el argentino Luis Aguilé (Buenos Aires, 1936).
Tras un espectacular éxito en Hispanoamérica, donde recibió
diferentes premios y varios discos de Oro, llegó a España en 1963.
Rápidamente se hizo con el control de la canción festiva,
divertida, veraniega, que más adelante concretará sus propuestas
estéticas en la canción del verano. Todo el mundo, como se
recoge en el texto de la carátula de sus “40 grandes éxitos”,
reconoce que Luis Aguilé “ha sembrado de alegría y reflexiones
literarias muchos momentos felices de nuestras vidas”. Está claro
lo de la alegría; lo que me cuesta más reconocer es lo de las
“reflexiones literarias” (aquí vuelve a haber tema). Ha
compuesto más de 500 canciones, donde combina el tono desenfadado y
la facilidad de sus melodías (lo que más nos interesa) con la
“pintura imaginativa de su letras”, donde algunos incluso han
querido ver proyectadas sus inquietudes sociales y hasta
existenciales. Hay un puñado de canciones que ya forman parte de la
historia musical, sentimental y hortera de este país: “Cuando salí
de Cuba”, “Juanita Banana”, “Ven a mi casa esta Navidad”
(ésta no fue canción del verano), “Es el sol español”, “El
tío Calambres”, “Con amor o sin amor”, “Camarero Champagne”,
“Soy currante”, “Es una lata el trabajar” –donde mezcla
sabiamente la cara y cruz de esta vida-. Cuando desapareció de los
escenarios, se dedicó a la producción de espectáculos musicales y
a la literatura (es autor de novelas y cuentos infantiles, no sabemos
si escritos con la misma técnica e ingredientes que sus canciones).
No se
puede estudiar la canción del verano sin la sacudida que
provocaron las canciones de Luis Aguilé, habitualmente presentes en
nuestro imaginario cultural, en las canciones de “atrás” de los
autocares (otra modalidad hispánica) y en los chiringuitos
veraniegos. Por él no pasa el tiempo, ni mucho menos por sus
canciones.
CÓMO
SE HACE
Técnicamente,
parece fácil construir la canción del verano, como se cuenta
en estos brillantes anuncios, pero la aparente facilidad esconde un
entramado de complicadas elaboraciones acústicas y emotivas. No todo
vale como canción del verano. Más aún, nadie compone una
canción del verano sino que, de entre todas las que aspiran a
serlo, el jurado popular elige una. En 1997 triunfó “La flaca”
de Jarabe de Palo, que tuvo que competir con un sinnúmero de
canciones que aspiraban a ese preciado galardón. En 1989 triunfó la
sensual “Lambada” (otra interesante reflexión: cuando han tenido
lugar importantísimos acontecimientos históricos, la canción
del verano ha permanecido fiel a sí misma y no ha entrado al
trapo del fácil y cómodo compromiso social). La “Lambada” se
siguió bailando con la misma superficial intensidad que si no
hubiese caído el Muro de Berlín; en España, después de la muerte
de Franco, en 1976, la gente se entusiasmó en el verano con “El
bimbó” de Georgie Dann, en vez de elegir como canción del
verano, como quizás hubiera sido lo suyo, alguna canción social
de Paco Ibáñez: aquí hay tema). En 1970, Los Diablos se apoderaron
de la canción del verano con “Un rayo de sol” y en 1971
Peret convirtió en mítico su “Borriquito”. En 1996 triunfó un
jovencísimo Ricky Martin; y en 1999, el éxito recayó en la canción
“Mayonesa”, del grupo Chocolate. Antes, la internacional
“Macarena”; y luego la “Booooomba”, del hinchable King
África; “Yo quiero bailar”, de Sonia & Selena; “Me pongo
colorá”, de Papá Levante; el “Aserejé”, de las Ketuchup
(número uno en muchísimos países); los calculados éxitos de David
Cibera y las canciones de la manada de Operación Triunfo, y el gran
“Papi chulo”, con otra de esas letras surrealistas que mezclan
absurdo con topicazos. El verano del 2003 contiene un ingrediente
especial, pues a los cantantes habituales se incorporaron los
famosos/sobras del superhortera programa “Hotel Glamour”, que
convirtió en cantantes de la noche a la mañana al cubano Dinio y a
la vedette Malena Gracia (más interesante es la recuperación en
este programa de una emblemática canción de Luis Aguilé, “Es una
lata el trabajar”). Han conseguido parciales éxitos, pero
significativos, la esperpéntica Tamara y su simplón “No cambié”,
de tema sobadamente amoroso (la pena es que nunca se ha decidido a
montar un dúo musical con ese monstruo de la canción que es
Leonardo Dantés).
Algunos
mal pensados, que entienden muy poco de cómo funciona el arte, han
intentado concretar una receta para hacer este tipo de canciones.
Fase primera: tómese una frase de un grupo de música al azar y
terminar esa frase con una palabra de un grupo distinto. Segunda
fase: añadir de vez en cuando gritos repetitivos. Tercera Fase:
incluir una base rítmica de salsa interpretada por cualquier
organillo eléctrico. No estoy de acuerdo. Esto es como intentar dar
una receta par componer poesías tipo Miguel Hernández o Rafael
Alberti. Nunca el arte se puede someter a unas reglas concretas (más
adelante se analizará detenidamente el caso Georgie Dann y se podrá
apreciar cómo el arte fluye de manera natural, no de una forma
impostada o calculada).
PRODUCTO
DE LA POSMODERNIDAD
Nada
mejor que la canción del verano refleja esa mentalidad tan
posmoderna que Gianni Vattimo ha definido como “pensamiento débil”
(seguro que lo hizo después de escuchar un compacto con las mejores
canciones veraniegas de los últimos años). En estas canciones no se
puede buscar un sistema de pensamiento similar al de la filosofía.
Hay un estilo de vida, hay reflexiones sociales, políticas,
históricas, religiosas, pero todo sin avasallar, sin querer imponer
ninguna tesis cerrada. “Pensamiento débil”, sí. Y se reconoce
sin complejos. Para dar la vara con otros pensamientos más
profundos, ya están otros cantantes y estilos, otras manifestaciones
musicales. El que escucha la canción del verano no quiere que
le expliquen el sentido del universo ni las teorías cuánticas. En
el momento de explosión de una canción del verano, las
neuronas van por libre, aspiran a dar el do de pecho de la
frivolidad. Insisto en su ausencia del componente referencial: el
significado de la canción se agota en sí misma, sin trampas ni
cartón. ¿Qué se quería decir con “Aserejé”: todo y nada a la
vez. No es un mensaje cifrado, diabólico, infernal. Es, como el
aleph borgiano, una expresión que contiene todas las
expresiones, una copia reducida de todo el universo. Cuando se
entonaba el estribillo del "Aserejé", todos los que la
cantábamos formábamos parte de un mismo planeta mental: desde la
nada fonética y gramatical hasta la plenitud. Lo mismo sentía
cuando el ya mítico King África sacó en el 2000 la canción de “La
bomba”, con ese grito gutural, bamboleante, inocente,
“Boooooommmmmmbbbbbbaaaa”. ¿Significaba algo? No. ¿Había
deseos incendiarios y violentos? No. Sin embargo, ¡cuántas
gratificantes y profundas sensaciones están contenidas en ese inane
vocablo y en tantas y tantas canciones del verano!
* * *
¡QUE
VUELVA YA GEORGIE DANN!
El
verano de 2003, una canción se levantó por encima de todas, aunque
no consiguiese galardones ni el título honorífico de la canción
del verano. Me refiero a la de La Banda del Capitán Canalla,
“Que vuelva ya Georgie Dann”. Estos músicos se han atrevido a
decir lo que tantos y tantos sentíamos y callábamos: que Georgie
Dann sólo hay uno, porque es el único que ha sabido hacer de la
horterada una sublime broma. La canción de la banda sintetiza lo
que Georgie Dann ha significado para nuestras vidas y, por qué no,
para la historia de España. Comienza la canción diciendo que un
verano sin Georgie Dann es como una Navidad sin los Reyes Magos o
Papá Noel (cierto). Luego lo comparan con otros éxitos del verano,
fugaces, muy fugaces: las Ketchup, Amaral, Ricky Martin, Chayanne
(bastante cierto). A continuación destacan su valor como precursor
en tantas cosas, también en la picante estética del acompañamiento
y la representación: “Él fue el primer nota que salía a actuar
con go-gós medio en pelotas bailando detrás (...) Él fue el
primero que se inventó los bailecitos del verano”. Más adelante,
hay una referencia a los éxitos más importantes de su discografía:
“el chiringuito, la barbacoa, el negro no puede, bailemos el
bimbó”. Es cierto que, como dice este grupo, Georgie Dann no es ni
Julio Iglesias, ni Raphael, ni Massiel, pero ¿alguna vez lo ha
buscado? Además, era mucho más fácil ser uno de estos artistas que
llegar a donde él ha llegado. He dejado para el final unos versos
que me han emocionado: para hablar de cómo las canciones de Georgie
Dann penetraron hasta el tuétano de nuestras vidas, se dice: “lo
tocaban las orquestas en la fiesta patronal”. Con esto Dann pasa
por encima de la canción, sin suprimirla, y la convierte en himno.
Verdaderamente grandioso. ¿Quién ha conseguido esto? Nadie,
absolutamente nadie.
Desde aquí, además, aprovecho la ocasión para tributar un
merecido, sentido y emocionado homenaje tanto a las orquestas
oficiales de todas las ciudades y pueblos de España como a esas
orquestas populares (de donde han salido tantas estrellas del
firmamento musical, como los triunfitos David Bisbal, Manolo
Carrasco, Vicente, etc.) que pueblan la geografía española y que,
con su labor callada, sacrificada, ambulante y oculta, contribuyen
año tras año a la democratización de la horterada como elemento
genuino español. La historia de estas orquestas es la historia de un
anonimato heroico. Mientras escribo esto tengo delante las
espléndidas fotografías de algunos grupos que nunca pasarán a la
historia (no lo persiguen), pero que saben que con su labor están
prestando un servicio público a la humanidad en las salas de fiesta,
bodas, bautizos y comuniones y en esa uniformización del gusto que
son las fiestas de los pueblos. Un brindis, pues, lleno de cariño y
nostalgia, por la Orquesta 10, Reino, Brillo de Estrellas, Hollywood,
Sonora Real, Alborán y Acrópolis Show, Arco Iris, la Orquesta
Internacional Libertad, la Agrupación Musical Los Marchosos,
Fusansc, el grupo Chalay, la orquesta Manhattan, Élite, Volcán
Orquesta, La Habana, Frontera, Eclipse, Clasics, Nova Sinfonía,
Carrusel, Sladam, Nancy, Guaycan, Los Dan, Glamour, Marsella,
Melodías, Solana, Costa, Zahira, Angora, Madison, Níquel Pershing,
Florida Show, Primera Plana, Samoa, Luna, San Francisco, Los Dos
Españoles (tengo una cinta suya y lloro cada vez que cantan su
sentido homenaje al camionero)... Todos estos grupos y orquestas,
además de interpretar sus propias composiciones, engordan sus
repertorios con los mejores éxitos de todos los tiempos, sobre todo
con canciones veraniegas. Ellos representan la estabilidad y la
continuidad. Son el valle sin el cual no hay cimas.
No he
sido capaz de encontrar la fecha del nacimiento de Georgie Dann, pero
eso, en un mito, ¿qué importa? Sé que nació en París, un 14 de
enero. Estudió música y se dedicó a la docencia. Impartiendo clase
descubrió su vocación como cantante. Creó un grupo con sus
alumnos, donde fue dando forma a esa personalísima manera de
concebir la música. Le encanta la música clásica (Bach), el jazz y
la poesía (uno de sus poetas preferidos es Miguel Hernández).
Gratis, sugiero desde aquí algunos temas de posibles tesis
doctorales: “La influencia de Miguel Hernández en las letras de
las canciones de Georgie Dann” o “El eco de J. S. Bach en los
ritmos veraniegos de Georgie Dann”. Yo me he dedicado en cuerpo y
alma durante unas semanas a rastrear en las letras de sus canciones
versos e ideas de Miguel Hernández, y el resultado es espectacular,
pero no quiero desvelar ninguna conclusión por si acaso me lanzo yo
a hacer la tesis.
Vino
a España de la mano del Festival del Mediterráneo, en la década de
los setenta. Está felizmente casado y ha confesado que uno de sus
primeros peluqueros fue Llongueras. Ya en 1976 era un ídolo de masas
con “El bimbó”, canción que todavía hoy compite con “La
konga” para cerrar como se merece una boda. Desde el principio,
George Dann, icono de la transición española, tenía claro que lo
suyo es ser una ong andante: “yo intentaba hacer música
para divertir a la gente”. En unos momentos políticamente duros e
intensos en España, hacía falta alguien que se empeñase en
transmitir a la humanidad cosas felices y duraderas, esquivando con
sagacidad el peso de la censura, con la que, son palabras suyas,
nunca tuvo problemas (aunque todavía puede aparecer algún documento
secreto que considere a Georgie Dann enemigo del régimen, nunca se
sabe).. Cuando se le pregunta sobre los contenidos de las canciones,
con una sorprendente sinceridad, Georgie Dann da en el clavo: “ Una
canción es una cosa con la que la gente se puede divertir”. Toda
su poética y su sabiduría encerrada en estas sencillas palabras.
“Lo
fácil es lo difícil”. No es una cita de Gracián sino de Georgie
Dann. “Yo soy músico y también estudié en el conservatorio.
Intenté este tipo de canción veraniega, acompañada de baile, y he
sido muy imitado”. Confiesa que cuando va de viaje le gusta
escuchar chistes del humorista Arévalo (con esto se podría hacer
otra tesis).
¿Quién
hace las letras de su increíbles canciones? Él, sólo él. De
entrada, intenta ser original, imprevisible (“siempre he procurado
ir contracorriente. Si se lleva un estilo determinado, disco por
ejemplo, yo salgo por donde la gente no espera”. ¿Tienen sus
canciones un sentido, un mensaje oculto? Aquí, el muy cuco, no
quiere desvelar el misterio. A veces, para despistar, se muestra
tajante: “Nunca acabo de decir nada”; pero en otro momento deja
caer que quizás haya algo más (apuesto por esto): “Mis canciones
tienen un doble sentido, sin acabar de desvelarlo”. Prefiere que
sean los receptores los que concreten el oculto mensaje de sus
canciones. ¿Alguna finalidad oculta?: “Si la gente, cuando escucha
tu canción, echa una sonrisa, ya está todo medio ganado” (y
pensar que a otros artistas, por mucho menos, les han dado el Premio
Príncipe de Asturias de la Concordia).
Gracias
al apoyo de un divertido anuncio televisivo, uno de sus más
espectaculares éxitos musicales es la canción “La barbacoa”,
con la que intenta atrapar la mentalidad de otro espécimen muy
hispánico: el dominguero. Merece la pena reflexionar un poco sobre
el ser dominguero para entender mejor la complicada y sinuosa letra
de esta canción. Tras años de pausada contemplación, éstas son
algunas de sus notas distintivas: rechazo de la improvisación (todo
se lleva preparado, como se aprecia en la canción); huida de la
originalidad; aprecio por la masificación y el plan familiar;
perseverancia y constancia; nunca se debe tener miedo al ridículo;
obediente a la tradición; gustos decimonónicos (es carne de cañón
de la canción del verano); apasionado por los tópicos.
La
canción, pues, comienza con una definición del dominguero: “Este
domingo con todos los amigos/ nos vamos para el campo a comer la
barbacoa”. Ya aparecen, como decíamos, algunos de los rasgos del
dominguero: la obligada periodicidad (este domingo), el acusado
sentido familiar y de la amistad (amigos) y la finalidad gastronómica
(comer la barbacoa). Los siguientes versos insisten en algunas de
estas características: “Nos llevamos muchas cosas, /las bebidas,
las gaseosas”. El dominguero no improvisa sino que amarra todo lo
que puede, sin lugar para las ocurrencias de última hora. Comentaba
Georgie Dann que “lo fácil es lo más difícil”; por eso opta en
toda la canción por rimas aparentemente fáciles pero que son el
resultado de un esforzado trabajo poético: cosas/gaseosas, con la
famosa rima en o-a, que tanta importancia tienen en su poética, lo
mismo que la rima en illa-illa: “La salsita, las costillas/
buena carne a la parrilla”. Francamente genial. Luego
viene el enigma del significativo barbekiú, fruto, quizás,
de su plurilingüismo, su apertura hacia el mercado internacional y,
por qué no, su sentido del humor.
La
siguiente estrofa es un dechado de excelente utilización de los
paralelismos sintácticos y emotivos, apoyados por el magistral uso
de la exclamación con una finalidad enumerativa: “Qué ricos (los
chorizos)/ Qué ricas (las salchichas)/ ¡Qué buenas –obsérvese
el giro- (las chuletas). El ritmo está basado en la repetición de
las mismas estructuras gramaticales, con las que refuerza el mensaje
sentimental que desea transmitir.
Le he
estado dando muchas vueltas al significado de este verso: “¡qué
bueno es este vino de garrafa!”. ¿Qué querrá decir? Lo fácil es
pensar que, irónicamente, Georgie Dann está lanzando una velada
protesta social: tenemos que conformarnos con el vino de garrafa
porque no tenemos dinero, de lo explotados que estamos, para poder
comprar un vino mejor. Pero hay que rechazar esta interpretación en
clave marxista (qué haría Luckács con estas canciones) porque ya
sabemos que Georgie Dann lo único que desea es transmitir felicidad,
sin más vueltas de hoja. Le podemos dar entonces un giro la vuelta
al argumento: qué suerte poder tomar un vino de garrafa, un producto
barato que acepta el paladar exigente de un buen dominguero. El justo
uso otra vez de las exclamaciones pone las cosas en su sitio. Y el
final de la canción es, abiertamente, una defensa de su optimismo
vital, subrayado en todas sus facetas: sonrisa suya, de las
bailarinas, los colores, los bailes, etc. La letra dice: “disfrutan
como locos chupándose los dedos”. Imagen visual con la que fija,
como una fotografía, el apoteósico espectáculo de la alegría.
“La
barbacoa” es un excelente ejemplo de cómo Georgie Dann maneja
todos los ingredientes de una canción, siempre pensando en el
hortera/receptor, que asimila de manera subliminal los mensajes
porque comparte la misma vitalidad (o por lo menos el deseo de
vitalidad). Este sabio trabajo compositor se manifiesta también en
otras canciones suyas, como en “El Chiringuito”, canción que
guarda muchos puntos en común con “La barbacoa”. Aquí, entre
nosotros, me he emocionado hasta las lágrimas con “Macumba”. No
sé por qué, pensaba que se trataba de una letra insustancial, y no
es así. “Macumba” describe el drama de una joven (¿Macumba?,
¿nombre real o seudónimo? ¿relato de una historia verídica?) que
“vive igual que una estrella/ con sus aires de telenovela” (otra
vez su inseparable rima e-a). Macumba ansía, como sus estrellas
televisivas, una vida llena de otros encantos. Aunque no se dice
abiertamente, se refugia en el mundo de la peligrosa noche, donde el
baile es parte consustancial a su manera de vivir. Gracias a su
habilidad, se convierte en “la reina del lugar”, ya que “no
puede vivir sin dejar de bailar” (lugar/bailar). Pero
esa aparente felicidad (tema obsesivo en las letras del francés)
esconde la tragedia: ella, Macumba, gastó su vida entre “copas y
risas”, metonimia que designa una vida mal vivida. Y peor todavía,
perdió su ilusión “con políticos duques y artistas”. La verdad
es que la tal Macumba iba un poco descaminada.
Otra
canción estrella de Georgie Dann es “Una paloma blanca”. El
punto de partida se me ocurre que puede ser la poesía que Rafael
Alberti dedica a la paloma (“se equivocó la paloma”). Con
pericia, el cantante convierte su paloma blanca en un símbolo
del amor perdido. Entre el yo (enamorado sufrido en una playa)
y el tú (amante lejano) se sitúa la paloma, que hace de
mensajera/intermediaria/confidente del mal de amor. La paloma está
entre los dos: “Una paloma blanca/ a los ojos me miró./ Una paloma
blanca/ al verte triste lloró”. Traslación y personificación en
un mismo verso, hábil amontonamiento de sugerencias. La paloma ve
llorar a los dos. ¿Quién tiene la culpa? El protagonista, que fue
quien la abandonó: “porque me marché/ muy lejos de ti”. Dolor,
sufrimiento. Y todo en el contexto antitético de una playa alegre y
exótica, escenario de mil felices batallas de amor. Acaba la canción
con unos versos que superan ampliamente la capacidad evocadora de las
golondrinas en el famoso poema de Bécquer. La paloma (que aquí sólo
es una) se convierte en la íntima confidente de las cuitas de amor
del enamorado: “Si todavía sientes niña/ aquel amor que te juré./
Busca en el cielo y la paloma/ te contará lo que lloré”.
Emocionante. La misma fuerza trágica está presente en otro de sus
conocidos éxitos: “La colegiala”.
A lo
largo de su trayectoria, Georgie Dann ha dado muestras suficientes de
su sutileza poética y de su capacidad para, con las palabras, con el
cuerpo, con la música, contagiar a los receptores de sus profundos
sentimientos, a veces camuflados en frivolidad. Los títulos de sus
elepés son, a estos efectos, significativos: “Bota-va”,
Casatshock” (con esa valiente reivindicación aperturista en
tiempos de guerra fría del folklore ruso: aquí hay tema),
“La cremallera”, “El soltero”.
La
ligereza (repetimos, “lo fácil es lo difícil”) se puede
apreciar en tres canciones quizás no tan conocidas: “La duchita”,
“El pulpo” y ese sensacional ejemplo de didáctica narratividad
como es “La gallina cha-cha-cha”. “El pulpo” es la más
obvia, y el explícito mensaje sensual arrastra y rebaja el contenido
lírico de la canción. “La duchita” es un prodigio de sencillez.
La canción comienza de la siguiente manera: “Agua, agua, agua/ una
duchita, una duchita, una duchita” (el efecto de la repetición,
que hace las veces de balbuceo, convierte en innecesario el discurso
gramatical). Más adelante, vuelve a aparecer el Georgie Dann
picarón, aunque si hacemos caso a sus declaraciones, lo suyo es la
sutil ambigüedad: “Me ducho por arriba, me ducho por abajo/
también con mi vecina, si me pilla de paso”. Algunos, en aquellos
años, le consideraron un adelantado de la revolución sexual.
Pero
vayamos a “La gallina cha-cha-ha”, canción que pudo inspirar
años después (es una teoría mía) la letra de la canción de “La
gallina Turureta”, uno de los grandes éxitos de Gaby, Fofó y
Miliki. Inspirándose en los debates de amor tardomedievales, Georgie
Dann se plantea la canción como un debate entre una tal María
(nombre que será emblemático a partir de entonces en las canciones
del verano, aunque ya antes, como era de esperar, Luis Aguilé había
dedicado a este nombre toda una canción: “María no más”) y un
anónimo narrador (¿el propio autor?). Comienza la canción: “María,
dónde está la gallina”, Responde la tal María: “en el
gallinero, en el gallinero” (obsérvese el ingenioso recurso
dramático a la consabida repetición). Vuelve a preguntar el
narrador: “¿Y qué hace la gallina?”. En ese momento, estamos
como en suspenso: eso, ¿qué está haciendo la gallina? Con
habilidad, ha introducido en el diálogo una dosis de intriga que
deja al receptor con una sospechosa incertidumbre. Menos mal que
María lo arregla todo en el siguiente verso: “La gallina pone
huevos/ la gallina pone huevos”. Pero no acaba ahí la cosa, porque
María posee tal sentido de lo didáctico que aprovecha la pregunta
del ignorante narrador para dar una lección de ecología: “Por el
día pone uno, por la noche pone dos”. Entran ganas de recomendar
este texto en alguna asignatura de la ESO. Sin embargo, cuando
pensábamos que la canción transcurría por senderos pedagógicos,
viene la sorpresa, ese forzar el quiebro que tanto gusta a Georgie
Dann. La tal María no es lo que parecía. Vuelve el diálogo, ahora
con un tono más preocupado: “María, qué pasó en el gallinero”.
Y la trágica respuesta, después de unos interminables segundos de
espera: “Que he pelado al gallo para hacer puchero”. A simple
vista, parece como si el cantante estuviera jugando con nosotros, los
receptores. Pero no es así porque Georgie Dann vuelve a envolver
toda la canción con sus inequívocos ritmos juguetones, dándonos a
entender que no es ninguna tragedia sino que la lucha por la vida
(del gallo sale el puchero que nos acabamos de comer) hay que
tomársela así, con agradable filosofía, como todo lo que hace
Georgie Dann, el verdadero motor, ídolo, gurú, vate y profeta de la
canción del verano.
Georgie
Dann es, en definitiva, un producto y a la vez un animador de la
mayoría, de millones de gente común, que en él han visto el
trasmisor de esa cultura tan tenue, pero tan persistente, que sin
ella no habría historia.