En 1990, Andrés Trapiello publicó El gato encerrado, el primer volumen de
su diario, que lleva como título genérico Salón
de pasos perdidos. Seré duda es
ya el volumen diecinueve. Sin lugar a dudas, el trabajo y la perseverancia de
Trapiello (1953) han dado forma a una de las aventuras literarias más
ambiciosas de la literatura española contemporánea.
Es
cierto que esta obra es un diario, género que puede echar para atrás a aquellos
lectores que busquen libros de acción o piensen que estamos ante el recuento
anodino y metódico de una vida. En el caso de Trapiello –y también en el de
otros escritores contemporáneos que lo utilizan como su vehículo literario
preferido: Iñaki Uriarte, José Luis García Martín…-, el diario es un género flexible,
moldeable, dinámico, elástico, nada rígido, donde tienen cabida los múltiples
ingredientes novelísticos de una vida. Por eso abre todos los volúmenes de Salón de pasos perdidos con una cita de
Galdós tomada de su novela Fortunata y
Jacinta: “Por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela”.
El
argumento, pues, de esta novela-diario (también los ha llamado vidario) es la vida de un único
protagonista y personaje llamado “Andrés Trapiello”. En todos los volúmenes se
repiten las situaciones y escenarios de su vida, pero siempre actualizados y
con sabores y matices nuevos. “Tal y como yo los entiendo, esta novela y mi
vida en ella son la misma cosa”, escribe en uno de los prólogos de esta novela.
Y el extenso volumen –recupera el tamaño habitual de otras entregas, disminuido
en las dos últimas, Miseria y compañía y
Apenas sensitivo- es, una vez más,
“una sucesión de hechos, impresiones y confidencias”.
En
esta ocasión, el diario, publicado en 2015, recoge la vida del autor en el año 2005,
cuando se celebró el IV Centenario de la publicación de la primera parte de El Quijote. A finales de 2004, Trapiello
había publicado su novela Al morir don
Quijote, en la que se contaba la vida de los principales personajes de la
obra de Cervantes en los meses siguientes a la muerte de su protagonista (en
2014 ha publicado otra más sobre lo mismo: El final de Sancho Panza y otras suertes). Esta novela, más los ensayos del
autor sobre El Quijote y su biografía
Las vidas de Miguel de Cervantes, propiciaron
que Trapiello fuese invitado a impartir conferencias y charlas en numerosas
localidades de nuestro país. Más que en otros volúmenes, este es, como escribe
el autor, “el más accidental y accidentado de todos”, en el que lleva “una vida
ambulante bastante anómala” que, alejándole de su radical soledad, le
proporciona el encuentro con “historias disparatadas y absurdas” y con una
serie de personajes “descoyuntados, infelices y atónitos”, que Trapiello
describe con tonos grotescos y mucho sentido del humor.
Sobresale
en este diario un suceso íntimo por encima de todos: la muerte del pintor Ramón
Gaya (1910-2005), de la que Trapiello se entera en el aeropuerto de La Coruña.
Gaya ha tenido una presencia constante en estos diarios, y ya en los últimos se
hablaba del progresivo deterioro de su salud. Incluso en este tomo se relata
una vista que Trapiello le hace con un grupo de amigos meses antes de su
fallecimiento, tras la que comenta: “sentimos todos que acabábamos de decir
adiós a uno de los hombres más grandes que hayamos conocido y al artista más
puro”. En el relato de su entierro, Trapiello reconoce que “por pocas personas
sentirá uno mayor gratitud y admiración, a pocas hemos querido tanto, pocos
habían dejado en nuestras vidas una huella tan honda, ninguno un magisterio tan
silencioso y benéfico”. Otro hecho que destaca en este tomo es la posible grave
enfermedad de M, su mujer, que quedó al final en un fuerte susto.
Y
asistimos, entretenidos, a las vicisitudes de Trapiello en el Rastro madrileño,
a la caza de libros viejos. A los viajes a Tetuán, Tánger y Bucarest, a los que
dedica una atención especial en descripciones y páginas. Y a las impresiones
del rodaje de un documental para la televisión en el que Trapiello se
reencuentra con los lugares esenciales de su vida. También vuelven a aparecer
pequeños sucesos domésticos, la visita a sus familiares, las periódicas estancias
en Las Viñas, la relación con sus hijos, sus lecturas, encuentros con los
amigos… Y no podían faltar las rencillas y encontronazos que mantiene con otros
autores, los cotilleos, los dardos envenenados, las suspicacias, los
malentendidos, las malas lenguas… Soy de los que piensan que algunos de estos
comentarios rebajan algo la calidad de estos diarios, aunque le añaden un morbo
que, curiosamente, algunos lectores echarían de menos si desapareciesen, lo que
Trapiello sabe muy bien. “Si la literatura se ocupa de la vida –escribe- y en
la vida procuramos pasar el mayor tiempo posible con los amigos y no con los
enemigos, la literatura debería ocuparse menos de los enemigos que de los
amigos. Pero es más difícil hablar bien de algo que hablar mal, aunque hablar
mal, no se sabe por qué, suele ser más agradecido”.
Los asiduos lectores de estos diarios ya conocen sus manías y
cómo respira, y están habituados a su acidez y mordacidad cuando se refiere a
la Iglesia católica (este año 2005 es el de la muerte de Juan Pablo II y sus juicios sobre él son muy negativos), a ciertos ambientes de la vida literaria y a valoraciones
artísticas (en especial, cuando salen el arte moderno y alguno de sus
gurús).
Literariamente,
hay de todo en estas páginas. Aparecen felices aforismos: “El dinero no da la
felicidad, de acuerdo; pero la felicidad tampoco”, “Yo sé que el infierno se
parecerá a una tienda de suvenires”. Momentos poéticos, como cuando escribe que
“la muerte de alguien a quienes hemos amado tanto hace posible la eternidad”,
refiriéndose a Ramón Gaya. Jugosas valoraciones literarias, como las que hace
de El libro de Sigüenza, de Gabriel
Miró, o Koba el Temible, del
novelista inglés Martin Amis, entre otros.
También hay sobresalientes
descripciones de lugares, como ésta del Ateneo de Madrid: “Es un casón
increíble. Sigue como si por él no hubiesen pasado, qué digo los años, siglos,
y la ciencia de tantas generaciones se ha fosilizado de tal manera, que le da a
todo un cierto aire de cenotafio. Las paredes, color suicidio, y los ateneístas
todos con un aspecto de haber sido rebozados por un lutero, a la espera de que
alguien los arroje a la sartén de las oposiciones”. O esta otra descripción de una librería de
viejo en Tánger: “Si se algún agujero se puede decir que era un mechinal
libresco, era de aquel. No he visto más porquería, libros rotos, papeles
sucios, polvorientos y pringosos que allí. Ni en la librería que llamábamos
hace treinta años “del Guarro”, cerca de la Escalinata de Madrid, a la sombra
del Viaducto, había tanta mierda como en aquella. El librero estaba en la
puerta, sentado en una silla, para no mancharse. Era un hombre de unos setenta
años, con fez rojo, gafas de cristal ámbar y chilaba azul, yo creo que la usaba
como guadapolvo, porque le asomaban por debajo los pantalones y por arriba las
mangas de una chaqueta. De no saberle dueño de aquella pocilga, podría
habérsele tomado por uno de los pulcros orives de la medina”.
Por último, hay
que destacar cómo la calidad literaria y los objetivos estilísticos de estos
diarios exceden los a menudo estrechos límites de la literatura memorialística.
En la época que vivimos de permeabilidad de los géneros y de apertura de las
fronteras literarias, este Salón de pasos
perdidos –para el autor, “una novela en marcha”- es una obra insólita,
novedosa, imprescindible, fundamental, que merece todo nuestro reconocimiento.
Lástima que estos diarios, muy amenos, no sean más conocidos por los lectores
que huyen de la literatura más comercial y buscan caminos nuevos y de calidad. Se
lo pierden, y es una pena porque estos diarios son un excelente muestrario de todo
lo que puede dar de sí la literatura.
Seré duda
Andrés
Trapiello
Pre-Textos.
Valencia (2015)
720
págs. 35 €.