El hotel estaba a unos 50 metros de mi casa. Pegado a la M-30. Al final, fue el destino elegido. Y no porque no hubiera otras posibilidades, que las había, todas ellas sugerentes y exóticas, sino porque precisamente estaba harto de todo eso. Quería unas vacaciones distintas. No soportaba a Bea relatarme su enésimo viaje por los fiordos noruegos; ni a Agustín su ruta por castillos italianos; ni a Esther contarme su descubrimiento de los pueblos indígenas de Guatemala. Estaba sencillamente hasta las narices de tanta pedantería, de tanta pose turística, de tantas fotografías sobre lugares increíbles que siempre venían acompañadas de un florido relato literario que a mí ya me provocaba náuseas: “Esta foto es en el atardecer de Estambul, muy cerca de la mezquita, cuando el salat del ocaso”. Y era la primera de una ristra interminable de fotografías digitales, con sus correspondientes pies de página. Para vomitar.
Metí pocas cosas en la mochila, las justas para pasar una semana. Siete días para recorrer el Puente de Vallecas como un turista holandés o normando. Iría bien disfrazado para la ocasión. No me faltaría el mapa en la mano, ni la cámara de fotos colgada del cuello, ni un sombrero de turista, ni las gafas de sol. En una pequeña mochila llevaría la documentación, una botella de agua, un bote de nívea, un diccionario de español-holandés y una manzana.
El primer día, de camino para el Mercado del Puente de Vallecas, pasé por la puerta de casa. Hice una fotografía para destacar el momento. Me gustó el portal, y las farolas de la calle, y el contraste entre edificios modernos y casas casi destartaladas con la fachada de ladrillos. Molaría vivir aquí, me dije, como si estuviese paseando por el barrio de Alfama, en Lisboa. Vi el Mercado con ojos de interés y de expectación. Fotografié a José, el charcutero, que no me reconoció, despachando mortadela a una señora muy mayor. Estuve donde Pablo, haciendo fotografías del minúsculo bar, como si se tratase de una bodega milenaria; me entretuve bastante en la tienda de encurtidos de Paco, preguntando con un medio acento holandés y con la ayuda del diccionario sobre los tipos de aceitunas y pepinillos. Perdí el sentido en la casquería de la entrada de arriba, fotografiando a los dependientes al lado de la lengua de vaca, de sesos, zarajos, gallinejas, entresijos y de unas mantas de callos.
Comí a la altura de Nueva Numancia, en uno de los restaurantes de la calle Nuestra Señora de las Mercedes, en Los Mariscos, el menú del día, pero preguntando los ingredientes de todo, como si estuviese comiendo los platos típicos de Rabat. Comí de primero ensaladilla rusa y de segundo un filete con patatas. De postre, flan de la casa. Café y un chupito de licor de hierbas que el camarero, Luis, describió con todo lujo de detalles, explicándome la receta tal y como se la había enseñado su abuelo gallego, con la mezcla del agua, las hierbas seleccionadas, la piel de limón y el orujo blanco. Contra mi costumbre, dejé una buena propina.
Fui a descansar un rato al hotel, como buen turista. Y por la tarde, pasé dos horas en el Bulevar y en la Plaza Vieja, haciendo fotografías de todo lo que se movía. Uno de los porteros del centro de mayores del Bulevar me contó la historia de la abuela rockera (de la que hice una foto muy chula), Ángeles Rodríguez Hidalgo, todo un personaje. La historia, por su exotismo, seguro que va a causar sensación en Normandía o en Holanda, donde pienso publicar –me hago la idea- un reportaje sobre mi visita turística al Puente de Vallecas. Cené en un bar chino de la calle Monte Igueldo, cerca del hotel y de mi casa. Me pasé dos horas escuchando historias del barrio en la puerta de entrada, donde volví a tomarme otro licor de hierbas. Qué interesante es Vallecas, cuánta mitología a su alrededor. Me acordé de Goyo, con el que tantas veces hemos deambulado por Vallecas. Por supuesto que invité a una ronda a mis cicerones.
Y así todos los días. Recorrí palmo a palmo la Avenida de la Albufera hasta Buenos Aires. Conté veintitrés tiendas de las que arreglan las uñas y más de veinte peluquerías. Visité como un turista asombrado las tiendas de los soportales de Portazgo, un lugar siempre emblemático. Hice una fotografía de la entrada del bar Los Asturianos, toda una reliquia. Visité la iglesia de San Francisco de Asís como si estuviese contemplando la Capilla Sixtina: me atendió un fraile ya mayor, fray Damián, muy amable y simpático, con un acento cerrado de Mallorca, a pesar de llevar casi cincuenta años en Vallecas. Quedé abducido por las vistas del Parque Azorín. Pasé una mañana en la piscina que está al lado del campo del Rayo Vallecano. Conseguí visitar la sala de trofeos del Rayo y recorrí las gradas donde está el Bar Cota como si estuviese en el mítico Anfield. Estuve un par de horas en los locales de entrenamiento de boxeo y de ajedrez, en los bajos del campo. Se me hizo tarde y cogí el metro para ir de Portazgo al Puente de Vallecas porque quería ver el atardecer desde la terraza que hay en Melquíades Biencinto, pegada a la M-30. Impresionante. Unas vistas alucinantes. Se me cayeron algunas lágrimas de emoción.
Agotado y feliz, a la semana volví a casa con la sensación de haber sido un turista ejemplar y de haber hecho lo mismo que si hubiese viajado a Bolivia, por ejemplo. Por eso, el año que viene lo pienso repetir. Nada de fiordos. Estoy deseando conocer Entrevías.