viernes, 24 de julio de 2020

Un verano sin fiordos

El hotel estaba a unos 50 metros de mi casa. Pegado a la M-30. Al final, fue el destino elegido. Y no porque no hubiera otras posibilidades, que las había, todas ellas sugerentes y exóticas, sino porque precisamente estaba harto de todo eso. Quería unas vacaciones distintas. No soportaba a Bea relatarme su enésimo viaje por los fiordos noruegos; ni a Agustín su ruta por castillos italianos; ni a Esther contarme su descubrimiento de los pueblos indígenas de Guatemala. Estaba sencillamente hasta las narices de tanta pedantería, de tanta pose turística, de tantas fotografías sobre lugares increíbles que siempre venían acompañadas de un florido relato literario que a mí ya me provocaba náuseas: “Esta foto es en el atardecer de Estambul, muy cerca de la mezquita, cuando el salat del ocaso”. Y era la primera de una ristra interminable de fotografías digitales, con sus correspondientes pies de página. Para vomitar. 
            Metí pocas cosas en la mochila, las justas para pasar una semana. Siete días para recorrer el Puente de Vallecas como un turista holandés o normando. Iría bien disfrazado para la ocasión. No me faltaría el mapa en la mano, ni la cámara de fotos colgada del cuello, ni un sombrero de turista, ni las gafas de sol. En una pequeña mochila llevaría la documentación, una botella de agua, un bote de nívea, un diccionario de español-holandés y una manzana. 



            El primer día, de camino para el Mercado del Puente de Vallecas, pasé por la puerta de casa. Hice una fotografía para destacar el momento. Me gustó el portal, y las farolas de la calle, y el contraste entre edificios modernos y casas casi destartaladas con la fachada de ladrillos. Molaría vivir aquí, me dije, como si estuviese paseando por el barrio de Alfama, en Lisboa. Vi el Mercado con ojos de interés y de expectación. Fotografié a José, el charcutero, que no me reconoció, despachando mortadela a una señora muy mayor. Estuve donde Pablo, haciendo fotografías del minúsculo bar, como si se tratase de una bodega milenaria; me entretuve bastante en la tienda de encurtidos de Paco, preguntando con un medio acento holandés y con la ayuda del diccionario sobre los tipos de aceitunas y pepinillos. Perdí el sentido en la casquería de la entrada de arriba, fotografiando a los dependientes al lado de la lengua de vaca, de sesos, zarajos, gallinejas, entresijos y de unas mantas de callos.



           Comí a la altura de Nueva Numancia, en uno de los restaurantes de la calle Nuestra Señora de las Mercedes, en Los Mariscos, el menú del día, pero preguntando los ingredientes de todo, como si estuviese comiendo los platos típicos de Rabat. Comí de primero ensaladilla rusa y de segundo un filete con patatas. De postre, flan de la casa. Café y un chupito de licor de hierbas que el camarero, Luis, describió con todo lujo de detalles, explicándome la receta tal y como se la había enseñado su abuelo gallego, con la mezcla del agua, las hierbas seleccionadas, la piel de limón y el orujo blanco. Contra mi costumbre, dejé una buena propina.


            
           
Fui a descansar un rato al hotel, como buen turista. Y por la tarde, pasé dos horas en el Bulevar y en la Plaza Vieja, haciendo fotografías de todo lo que se movía. Uno de los porteros del centro de mayores del Bulevar me contó la historia de la abuela rockera (de la que hice una foto muy chula), Ángeles Rodríguez Hidalgo, todo un personaje. La historia, por su exotismo, seguro que va a causar sensación en Normandía o en Holanda, donde pienso publicar –me hago la idea- un reportaje sobre mi visita turística al Puente de Vallecas. Cené en un bar chino de la calle Monte Igueldo, cerca del hotel y de mi casa. Me pasé dos horas escuchando historias del barrio en la puerta de entrada, donde volví a tomarme otro licor de hierbas. Qué interesante es Vallecas, cuánta mitología a su alrededor. Me acordé de Goyo, con el que tantas veces hemos deambulado por Vallecas. Por supuesto que invité a una ronda a mis cicerones.



            Y así todos los días. Recorrí palmo a palmo la Avenida de la Albufera hasta Buenos Aires. Conté veintitrés tiendas de las que arreglan las uñas y más de veinte peluquerías. Visité como un turista asombrado las tiendas de los soportales de Portazgo, un lugar siempre emblemático. Hice una fotografía de la entrada del bar Los Asturianos, toda una reliquia. Visité la iglesia de San Francisco de Asís como si estuviese contemplando la Capilla Sixtina: me atendió un fraile ya mayor, fray Damián, muy amable y simpático, con un acento cerrado de Mallorca, a pesar de llevar casi cincuenta años en Vallecas. Quedé abducido por las vistas del Parque Azorín. Pasé una mañana en la piscina que está al lado del campo del Rayo Vallecano. Conseguí visitar la sala de trofeos del Rayo y recorrí las gradas donde está el Bar Cota como si estuviese en el mítico Anfield. Estuve un par de horas en los locales de entrenamiento de boxeo y de ajedrez, en los bajos del campo. Se me hizo tarde y cogí el metro para ir de Portazgo al Puente de Vallecas porque quería ver el atardecer desde la terraza que hay en Melquíades Biencinto, pegada a la M-30. Impresionante. Unas vistas alucinantes. Se me cayeron algunas lágrimas de emoción.
            Agotado y feliz, a la semana volví a casa con la sensación de haber sido un turista ejemplar y de haber hecho lo mismo que si hubiese viajado a Bolivia, por ejemplo. Por eso, el año que viene lo pienso repetir. Nada de fiordos. Estoy deseando conocer Entrevías.  

domingo, 19 de julio de 2020

"Apuntes para un naufragio", de Davide Enia


Nacido en Palermo, Italia, en 1974, Davide Enia es un prestigioso novelista y dramaturgo italiano que ha obtenido destacados premios por algunas de sus obras. Apuntes para un naufragio es una novela autobiográfica y testimonial en la que el autor mezcla diferentes géneros. 
El tema central es el viaje que realiza el autor con su padre a la isla de Lampedusa para conocer de cerca las cicatrices de los numerosos naufragios de inmigrantes que han tenido lugar en el mar. Lampedusa es un enclave estratégico para la llegada de inmigrantes, pues se encuentra a 205 km de Sicilia y a apenas 113 km de las cosas africanas. Es, sin lugar a dudas, el lugar preferido por aquellos que se dedican al tráfico de personas. 
            En Lampedusa muchas personas se han dedicado a dar de sí lo mejor que tienen para ayudar a la gente. Por un lado, los miembros de la vigilancia costera y los servicios de auxilio en el mar, que han puesto en peligro numerosas veces sus vidas para salvar al mayor número posible de inmigrantes. También en tierra se ha desatado una corriente de solidaridad que, sin embargo, no da abasto para acoger al elevado número de personas que en determinados momentos arriban a sus costas. 
Davide Enea se entrevista con estos personajes, quienes le cuentan su experiencia personal. Y aunque son personas que han hecho muchísimo para salvar a muchas personas, no olvidan las experiencias trágicas más traumáticas, como el naufragio del 3 de octubre de 2013 en el que murieron más de 350 inmigrantes, que se recuerda todos los años en Lampedusa y que es uno de los motivos de uno de los viajes que Davide Enea realiza acompañado de su padre.


            En esta parte, el libro tiene mucho de testimonial, pues las personas que entrevista, que desempeñan diferentes puestos y trabajos, ofrecen sus puntos de vista sobre el drama del que son testigos directos. En todo momento, el autor ofrece una imagen muy solidaria y su narración tiene como objetivo ayudar a los lectores a ponerse en el lugar de las personas que han emprendido esos arriesgados y peligrosos viajes, miles de personas con sus sueños, frustraciones y anhelos. 
Enia subraya que no estamos ante titulares de periódicos ni ante estadísticas más o menos dramáticas sino ante el triste destino de personas concretas de Nigeria, Camerún, Siria, Eritrea, Sudán, Somalia, Marruecos, Túnez… Este punto de vista engrandece el texto, que se convierte en una poderosa llamada de atención sobre un drama que ocupa de manera puntual e intermitente las portadas de los medios de comunicación, pero que se olvida pronto.
            Pero Apuntes para un naufragio es algo más. El autor viaja a Lampedusa con su padre, cardiólogo ya retirado y aficionado a la fotografía. Los días que pasan en la isla en los viajes que realizan sirven para repasar y reforzar su relación, basada más en hechos que en palabras y plagada de recuerdos. También merece mencionarse al tío Beppe, hermano de su padre, también médico y ahora gravemente enfermo. La enfermedad ha servido para unir más todavía a su tío con su sobrino y a Beppe con su hermano. Esta parte está imbricada en el desarrollo de la narración y sirve para subrayar la necesidad de preocuparse por las personas concretas que uno conoce, el mayor tesoro que se tiene entre manos. 


Apuntes para un naufragio
Davide Enia
Minúscula. Barcelona (2020)
240 págs. 18 €. 
T.o.: Appunti per un naufragio
Traducción: Miguel Izquierdo.

viernes, 10 de julio de 2020

"Sombras chinescas", de Simon Leys


Simon Leys es el seudónimo del belga Pierre Ryckmans (1935-2014), intelectual que desarrolló una importante labor ensayística y que fue, además, sinólogo, historiador, crítico,  literario  y  traductor. Estuvo  por  vez  primera  en China  en  1955.  Viajó  por segunda  vez  en  1972,  cuando  estaban  dado  los  últimos  coletazos  la  “Revolución Cultural Proletaria” que promovió Mao  a  partir  de  1966  para  eliminar,  en  teoría,  los restos de elementos capitalistas que quedaban en la sociedad china pero que se tradujo en un ajuste de cuentas contra dirigentes del Partido Comunista que habían criticado a Mao por las consecuencias trágicas del "Gran Salto Adelante" y en una constante y calculada purga de escritores y de todos aquellos que en ese momento tanto Mao como la Guardia Roja consideraron de manera arbitraria enemigos del pueblo. 
Sobre  la  Revolución  Cultural, Leys  escribió  un  importante  libro  en 1971, El  traje nuevo del presidente Mao (El Salmón, 2017), en el que criticó la actitud complaciente de la izquierda francesa con el régimen maoísta, lo que le llevó a que fuera tachado incluso por el diario Le Monde de ser agente de la CIA. La  izquierda  francesa, que nunca  quiso reconocer los crímenes cometidos por el estalinismo y que negó sistemáticamente  la existencia de los  Gulag  (solo a partir de la  publicación de Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn viraron hacia el maoísmo), convirtió al presidente Mao en un líder idealista y hasta poético y juzgaron la Revolución Cultural como un ejemplo de genuina vuelta a las esencias del comunismo. 


En su libro, Leys arremete contra la visión utópica que escritores y filósofos de la  talla  de  Roland  Barthes,  Jean-Paul  Sartre y Philip  Sollers,  director de la revista Tel Quel, de filiación maoísta, propagaban en sus escritos y reportajes, ocultando los miles y miles de muertos que provocó la Revolución. Sobre este asunto, las cifras varían, pues las fuentes son casi siempre oficiales, pero se habla de que pudieron llegar a los veinte millones de muertos, a los que habría que sumar los más de 40 millones que  provocó “El Gran Salto Adelante”, años de terror que están perfectamente descritos en La gran hambruna de China, del historiador holandés Frank Dikotter, autor también de  una documentada historia de la revolución china que lleva por título La tragedia de la liberación. En estas dos obras, Dikötter maneja fuentes nuevas, muchas de ellas chinas, que alteran sustancialmente la imagen que la propaganda oficial ha transmitido siempre de la historia del comunismo chino. La editorial Acantilado, donde se han publicado los libros de Dikötter, ha anunciado la publicación de un tercer volumen que abordará los sucesos de la Revolución  Cultural (los que quieran conocer de una manera historiográfica estos hechos, pueden consultar el libro de los historiadores Roderick MacFarquar y Michael Schoenhals, La revolución cultural china, Crítica, 2009).
Tras el viaje que realizó en 1972, Leys escribió sus impresiones en otro libro, el que  ahora  se publica, dedicado  por  entero  a  las  consecuencias  de  la  Revolución Cultural en China. Lo publicó en 1974 y también provocó mucha polémica, pues Leys desmontaba muchos de los tópicos que corresponsales de prensa occidentales sembraron  sobre estos hechos. En concreto, Leys acusa de turiferarios los libros del norteamericano Edgar Snow, que acompañó a Mao en “La Larga Marcha”, y de K.S. Karol, periodista ruso exiliado en Francia pero de tendencias izquierdistas; también, con mucho sarcasmo, reseña en el epílogo de este libro una entrevista hagiográfica que la periodista norteamericana Roxane Wike hizo a Jian Qing, la esposa de Mao, y que se publicó antes de la caída en desgracia de la "Banda de los Cuatro".
El libro se abre con una introducción de Jean-François Revelen la que critica la “maolatría”  extendida  en  Occidente  y  que  Simon  Leys,  un  experto  en  la  cultura  y política chinas, desmonta con rigor. Como escribe, “Leys nos hizo llegar un día el mensaje de la lucidez y de la moralidad”. A continuación, Leys aborda desde diferentes  perspectivas la actualidad de la China que  él vio en  su  viaje de 1972. Comienza con  un  capítulo  en  el  que  aborda  la situación de los extranjeros en la China popular, que recuerda a lo que pasó en Europa en la década de los  veinte y treinta, cuando muchos escritores y políticos europeos participaron en las “giras turísticas” organizadas por el Partido Comunista de la URSS para alabar los logros de la Revolución a su vuelta a sus respectivos países. Por ejemplo, el historiador Andreu Navarra ha publicado un estudio, El  espejo  blancoViajeros españoles en la URSS (Fórcola),  en el que puede verse el atractivo que la URSS tuvo para  muchos  políticos y escritores españoles, que publicaron vergonzosos libros de viajes que ocultaban la realidad de la represión estalinista. También el libro Viajeros en el país de los soviets sirve para mostrar esta fascinación turística. Uno de  esos libros fue El viaje a Rusia de 1934 (reeditado  recientemente  por  Renacimiento) en  el  que María Teresa  León  cuenta  sus  peripecias  en  la  URSS –con  entrevista  incluida  a  Stalin- acompañada de su marido Rafael Alberti.


Al  igual que en esos viajes, en la China comunista todo estaba absolutamente programado. Más todavía, “las autoridades maoístas han obrado un extraño prodigio: para uso de extranjeros, han conseguido reducir China –ese mundo  inmenso y diverso que una vida entera no bastaría para explorar siquiera superficialmente- a las estrechas y rutinarias dimensiones de un pequeño circuito invariable”. Los extranjeros que acuden a visitar China recorren siempre las mismas  fábricas,  ciudades,  hoteles, universidades  y charlan siempre con los mismos burócratas, que salpican sus conversaciones de datos y cifras  estadísticas que  engrandecen los logros de la Revolución (lo mismo que  sucede con los viajes que ahora mismo se permiten a  Corea  del  Norte  y que algunos de  estos turistas  han  relatado de manera esperpéntica, de los que muestro algunos ejemplos en mi libro Cien años de literatura a la sombra del Gulag). A los extranjeros, sistemáticamente, se les aísla e  inmoviliza, y si uno lleva ya meses en China descubre un ritmo cíclico en los actos y cenas de gala que se organizan para ellos. Leys cuenta de manera divertida que en las cenas de gala a las que asistía era normal escuchar  a  una  orquesta  hasta  seis  veces  consecutivas interpretar “La minoría Zhuang  ama  al  presidente  Mao  con  un  amor  ferviente” y “La brigada de producción celebra la llegada a la montaña de los acarreadores de estiércol”.
En otro capítulo, que lleva por título “Seguid al guía”, Leys describe los viajes oficiales  que  realizó  por diferentes ciudades chinas y los problemas que tuvo cuando intentaba salirse de los   circuitos programados. A pesar de todo, esos viajes le permitieron vislumbrar el alcance de los  ultrajes cometidos por el maoísmo contra el patrimonio urbanístico y cultural y conocer también las   depuraciones y purgas cometidas contra la clase política e intelectual. Y comprobar el desmesurado “culto a la personalidad” de Mao que se desarrolló durante esos años, que se tradujo, por ejemplo, y es una anécdota curiosa pero significativa de los niveles de adoctrinamiento, en los concursos  escolares de  rapidez en la recitación  de  citas  del presidente Mao que se hacían en las escuelas, junto con los espectáculos de danza que convertían en lenguaje corporal los pensamientos del Gran Timonel. Especialmente crítico se muestra Leys cuando describe el clima intelectual que han impuesto los nuevos mandatarios comunistas. Por ejemplo, desaparecieron las óperas tradicionales, el gran espectáculo de masas de la cultura china, que se sustituyeron por óperas revolucionarias elaboradas por Madame Mao. 


Cuando  Leys viajó a China en 1971 ya se encontró algunas librería abiertas, y lo que allí vio le sirvió de  termómetro  del nivel “intelectual” de  la  Revolución Cultural.  Por  ejemplo, en un ejemplar titulado Compendio de historia de la filosofía europea figuraban estas perlas “revolucionarias”: Nietzsche “se erigió en el defensor público de las empresas de opresión cruel y de agresión llevadas a cabo por la clase revolucionaria  burguesa”; y sobre los existencialistas: “en su mayoría han adoptado  abiertamente  posiciones reaccionarias. Se erigen en defensores de la política de la clase burguesa monopolista de Estados Unidos”. Otro ejemplo de la cultura que surge tras la  devastación de la Revolución Cultural lo toma Leys de un anuncio que vio en una  revista  literaria  en  la  que  sólo aceptarían “las novelas, ensayos, reportajes, obras de arte que presenten un contenido revolucionario y una forma sana (...). Deben celebrar, con sentimientos proletarios hondos y calurosos, el grandioso  presidente Mao; celebrar la grandiosa victoria  de  la línea revolucionaria proletaria del presidente Mao”. 
El  ambiente universitario que se encuentra le resulta pobre y adulterado, sobre todo después de que “Grupos de obreros-soldados de Propaganda del presidente Mao” se  hiciesen con el control de muchas de ellas, sembrando la desconfianza y el menosprecio hacia los intelectuales, muchos de ellos enviados a campos de reeducación o  a  ejercer  tareas  agrícolas,  lo  mismo  que  les  sucedió  a  muchos  universitarios (experiencia que cuenta, por ejemplo, el novelista Dai Sijie en una novela, Balzac y la joven costurera china). 
La actividad de la Revolución Cultural fue especialmente intensa en la organización  de  manifestaciones  de masas,  en la  transformación  del  lenguaje  y  en  la apoteosis  de  la propaganda  oficial,  donde  se  “recalienta  y  rumia el  mismo  caldo ideológico a todas horas del día y en todo lugar”. A diferencia de tantos periodistas y escritores que escribieron sobre China, que fueron víctimas –consentidas   o   no- de un plan premeditado de adoctrinamiento ideológico, Leys, experto en la cultura china, sabe de lo que está hablando y no cae en la  trampa  propagandística. Por  eso  no  acepta los  mensajes  prefabricados  de  los burócratas  chinos  ni la  imagen  edulcorada y patética que se ofrece de Mao y de la Revolución china en los medios de comunicación franceses. 
Este  libro,  inteligente  y  repleto de  ironía, ofrece  una radiografía  veraz  de  la China  de  los  inicios de la década de los setenta del siglo pasado en  la  que  son  muy evidentes los efectos devastadores de la legitimación de la violencia y del odio por parte de  la  Guardia  Roja,  el  brazo  armado  de  Mao  para  aplicar  el  terror  y  eliminar  a contrincantes  políticos que habían manifestado su oposición a los delirantes métodos maoístas desarrollados durante el “Gran Salto Adelante”. 
Acantilado  ha  publicado otras  obras  de  Simon  Leys que  abarcan su  intensa actividad  histórica  e intelectual,  como La  felicidad  de  los  pececillosBreviario  de saberes inútilesLos náufragos del “Batavia”Con Sthendhal y la novela La muerte de Napoleón.


Sombras chinescas
Simon Leys
Acantilado. Barcelona (2020)
344 págs. 22 €.
T.o.: Ombres chinoises.


Traducción: José Ramón Monreal.

sábado, 4 de julio de 2020

Selección de novelas para un verano atípico




Un año más, en Aceprensa hemos preparado una selección de novelas para este verano atípico y distinto por culpa del COVID'19. Aunque la actividad editorial ha estado parada durante meses, y todavía no se ha recuperado del todo, hay que reconocer que, desde mi punto de vista, la cosecha ha sido sensacional, con títulos muy recomendables y de gran altura literaria. La selección incluye sobre todo novelas, pero también hay varios reportajes periodísticos de calidad y libros de memorias. 
                 VER SELECCIÓN.

miércoles, 1 de julio de 2020

"Cartas desde el Gulag", de Luiza Iordache Cârstea


Politóloga e historiadora, la rumana Luiza Iordache es en la actualidad una de las principales investigadoras sobre el exilio republicano español en la URSS al final de la Guerra Civil española. A este tema dedicó su tesis doctoral, que luego publicó con el título En el Gulag. Españoles republicanos en los campos de concentración de Stalin. Conocí este libro cuando estaba escribiendo Cien años de literatura a la sombra del Gulag. Iordache es también profesora en el departamento de Historia Contemporánea de la UNED. El prólogo del libro está escrito por Alicia Alted Vigil, catedrática de Historia Contemporánea de la UNED, quien afirma del estudio de Iordache que se trata de “un libro imprescindible en el ámbito de la historiografía sobre el exilio republicano español de 1939”.
            El origen de Cartas desde el Gulag está en la entrevista que la autora mantuvo en 2007 con Rafael Fuster, el hijo del protagonista de la investigación, Julián Fuster Ribó. Su hijo Rafael le proporcionó a la autora una serie de documentos, escritos, fotografías que resumen la agitada vida de este médico, que nació en Barcelona en 1911, se licenció en Medicina por la Universidad de Barcelona y ejerció de médico militar durante la Guerra Civil como Jefe de Sanidad del XVIII Cuerpo del Ejército. Antes de la guerra, Julián Fuster se había afiliado al PSUC. Al acabar la guerra, fue uno de los exiliados que se trasladó a Francia. Estuvo primero en el campo de Saint-Cyprien y luego en la Fortaleza de los Templarios de Collioure, de donde salió para embarcarse rumo a la Unión Soviética. Fuster fue uno de los elegidos por el PCE para esa expedición, de la que formaban parte un millar de personas, la gran mayoría dirigentes políticos del Partido y militares. 
Además de este contingente, los españoles que residían en la Unión Soviética en 1939 eran 3.000 “niños de la guerra” y los maestros y el personal auxiliar que les acompañaron, a los que hay que sumar unos pilotos que se encontraban realizando un curso de aviones de caza y los tripulantes de barcos españoles que se encontraban en la URSS en ese momento. 


Julián Fuster fue destinado al sanatorio de Agudzer, próximo a Sujumi, la capital de Abjasia, y cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial se incorporó al Ejército Rojo como Jefe de Cirugía del Hospital de Evacuación 1647 de Uliánovsk. Al acabar la guerra, comenzó a trabajar en Moscú en el Instituto Burdenko.
Ya en esos años, comenzó su desafección con la vida en la URSS. Como otros tantos españoles, hizo gestiones para abandonar el país en diferentes embajadas, pero los dirigentes del Partido Comunista Español (de manera especial José Antonio Uribes, Fernando Claudín y la Pasionaria), negaban de manera sistemática estos permisos. Más aún, consideraban como potenciales “enemigos soviéticos” a todos aquellos que solicitaban salir del país. A partir de ahí, comenzaron los problemas de Fuster con el PCE y con el régimen soviético. 


Fue expulsado del Partido Comunista y despedido de su trabajo en el prestigioso Instituto Burdenko. Para ganarse la vida, pidió trabajo como traductor en la embajada de Argentina, donde coincidió con otros españoles en situaciones parecidas a la suya: Francisco Ramos, José Tuñón Albertos y Pedro Cepeda. Los dos últimos, fueron detenidos después de participar en una surrealista fuga en un baúl de la valija diplomática de la embajada de Argentina. Su detención provocó también la de Julián Fuster a principios del mes de enero de 1948. Tras ocho meses en la Lubianka, interrogado y torturado, fue condenado a 20 años en virtud del famoso artículo 58 del Código Penal soviético. De Moscú fue trasladado al campo de trabajo de Kengir, en la República de Kazajstán. Fuster ejerció de médico y fue testigo de la rebelión de los prisioneros de este campo, que acabó con una masacre provocada por el Ejército Rojo. Solzhenitsyn cita al médico Fuster en su obra Archipiélago Gulag.
Tras la muerte de Stalin en 1953, abandonaron los campos muchos presos comunes, pero no así los presos políticos, como Fuster. De todas maneras, consiguió que su caso se revisase y pudo abandonar el campo el 10 de marzo de 1955. Le trasladaron a la localidad de Lothosino, próxima a Moscú, donde permaneció hasta 1956, cuando fue completamente liberado. Hasta 1959 no fue autorizado a abandonar la URSS. Tras una corta estancia en Cádiz y Barcelona, se trasladó a Cuba justo cuando los comunistas se hicieron con el poder. Permaneció solo seis meses y regresó de nuevo a España. Ante la imposibilidad de reintegrarse a su actividad profesional, decidió trasladarse al Congo en un programa de la OMS. Estuvo más de tres año y entonces sí pudo ya volver a ejercer la medicina en España.
Esta es a grandes rasgos la biografía de Julián Fuster, una persona que durante la Guerra Civil luchó por unos ideales republicanos y que luego en la URSS, comprobando la vida en directo, fue desencantándose completamente del “paraíso comunista”. Su actitud crítica chocó con la intransigencia de los dirigentes del Partico Comunista en el exilio, que controlaban el destino de sus vidas. Fuster fue testigo de las coacciones y de la pasión por la represión que mostraron contra aquellos que no acataban sumisamente sus directrices. Fue tachado de “enemigo” del Partido y facilitaron que el KGB investigase sobre su vida para condenarle a un campo de reeducación.
La autora reproduce al final de su investigación dos textos del propio Julián Fuster. El primero es una “Carta sin sobre a Nikita Jruschov”, en la que proporciona muchos detalles sobre la virulenta represión que se llevó a cabo contra los prisioneros del campo de Kangir que se rebelaron contra las autoridades. El segundo texto es mucho más personal: Testimonio del “Paraíso Comunista”. Yo ya estoy de vuelta, donde denuncia el régimen represivo que se vive en la URSS y el papel que la propaganda ha desempeñado en Occidente para mostrar los “logros” comunistas, cuando la realidad es todo lo contrario.

Como escribe Alicia Alted, este libro no solo es importante por el testimonio que cuenta, muy interesante y en la línea de otros exiliados comunistas que renegaron de sus ideas en la propia URSS, buscando desesperadamente salir de allí, sino que además la biografía de Fuster proporciona una jugosa información para conocer las vidas de otros biografiados que padecieron las mismas represalias.
Además, Iordache proporciona muchos documentos y mucha bibliografía sobre aspectos colaterales del estudio, como, por ejemplo, los campos de concentración soviéticos y el régimen del Gulag y las actuaciones de los dirigentes del Partido Comunista español en la Unión Soviética, con Dolores Ibárruri a la cabeza, en todo momento al servicio de los métodos represivos del estalinismo más férreo. 

Cartas desde el Gulag
Luiza Iordache Cârstea
Alianza. Madrid (2020)
262 págs. 18 €.