domingo, 18 de octubre de 2020

Al final, adoptamos un pueblo

Hoy se han ido mi hermana L. y J. a pasar el día cerca de Salamanca, a los Arribes del Duero, y al llegar a la altura de Peñaranda de Bracamonte, que está a unos 30 kilómetros de Salamanca, me ha enviado una foto del letrero del pueblo en la carretera. Una vez más, me he vuelto a emocionar. Y es que no lo puedo remediar, le hemos tomado un cariño muy especial a este pueblo salmantino desde que en un acto democrático y de sabiduría popular decidimos adoptarlo. En mi familia, no somos de pueblo, ni tenemos un miserable pueblo para irnos de vacaciones en el verano, ni en Semana Santa, ni en un puente, ni para poder decir que vamos a pasar unos días en el pueblo porque tenemos matanza o porque es la época de recoger las habas, son las fiestas de San Antón, estamos solucionando unos problemas con las tierras o haciendo obras en la cocina por una cuestión de humedades, ni para visitar a la abuela que ha estado enferma. Solemos decir que somos tan pobres que no tenemos ni pueblo. Durante toda la vida esto ha sido una desgracia, que nos ha marginado entre nuestros amigos y vecinos. 



Por eso, desde hace años pensamos que algo había que hacer. Y fue cuando decidimos adoptar un pueblo. Unos propusieron nombres muy evidentes de pueblo, para subrayar que éramos de pueblo de verdad, no unos advenedizos. Los nombres que barajamos fueron Villagordo, Poyales del Hoyo, Alcantarilla, Humilladero, Pozal de las Gallinas, Cabeza de Buey, Villacorta, Torrijas, Cogollos. A la final llegó Cabeza de Buey: nos gustaba su rotunda sonoridad, su aroma a establo y sus resonancias ancestrales. Además, su gentilicio era un dechado de esnobismo: caputbovense. Lo estuvimos ensayando: “soy caputbovense”, “es que los caputbovenses somos así”, “cuando se nos mete una cosa en la cabeza a los caputbovenses, date por jodido”. Sí, estaba bien. Sin embargo, en el último momento, alguien lanzó la propuesta de Peñaranda de Bracamonte, que también llegó a la final. El nuevo nombre supuso dar un giro radical a nuestras pretensiones: ya no era un nombre que, con solo mencionarlo, te empapabas de pueblo hasta la médula, como el otro; ahora destacaba la hidalguía, el señorío, el estilo, la armonía de su nombre… Sí, somos de pueblo, qué pasa, pero somos nada más y nada menos que de Peñaranda de Bracamonte, nombre cervantino, quijotesco, aristocrático, de resonancias nobles. 



Al final, por mayoría, ganó Peñaranda de Bracamonte. Y, desde entonces, nos sentimos peñarandinos hasta las cachas. Y si en mi familia tomamos una decisión, lo hacemos con todas las consecuencias. Desde entonces, en mis viajes de trabajo, he parado varias veces en Peñaranda para disfrutar de sus calles, sus monumentos (la Ermita de San Luis y la plaza de Toros de La Florida), sus tiendas, su buena comida, sus alrededores (como el entorno del Río Lobos). He comprado postales (de la iglesia de San Miguel, de los pórticos de la plaza de España, del Palacio de los Condes), que suelo enviar cuando me voy de vacaciones a Galicia, como si estuviera pasando una temporada en Peñaranda dedicado a ver cómo va el terruño, los problemas con los trillos, jugando al tute con los amigos de la infancia, visitando a los parientes ya lejanos (tías segundas perdidas, tías abuelas lejanas, primos recónditos…) y poniéndome al día de las noticias de familiares fallecidos, enfermos, nacimientos, traslados... Y preparando la procesión del Cristo del Humilladero, de la que estoy a punto de ser cofrade. 



Ya no decimos que somos de Madrid y que no tenemos pueblo. Con sutileza, hemos dado forma a una doble vida con la que tapamos una enorme carencia que se ha ido agrandando con el paso de los años. Ahora, de verdad, sin imposturas, me siento de pueblo, inundado de una nostalgia que me lleva a añorar las auténticas raíces de mi vida pasada en los campos de Peñaranda. Por eso, en medio del ajetreo de mi barrio y mi ciudad, añoro volver al sosiego y la tranquilidad de los caminos polvorientos hasta las sosegadas huertas, las pozas silvestres donde nos bañábamos, la tranquilidad de la laguna del Cerro Ávila, el bebedero de los animales, la fuente de agua fresca y cristalina, la cuesta de las encinas, la solana, la solidez del puente romano... Y los cuentos de la Tía María a la luz de la lumbre, los bailes de los pastores en los nevados inviernos, la figura enlutada de la abuela y la boina siempre calada del abuelo, el inconfundible y lejano sonido del chiflo del afilador, el aroma del hornazo de las fiestas de las Águedas, los villancicos con las zambombas y los almireces, el monótono zumbar de la chicharra en los calurosos veranos, la fiesta anual de la matanza donde el Tío Lorenzo, ya medio curda, acababa siempre cantando esa copla que nunca olvidaré: “Tuerta, retuerta, / puñetera tuerta / ábreme la puerta /que te vengo a ver”. 



 Todos, pero yo especialmente, recordamos esa vida de paz, amor y bucolismo concentrado. Y ahora, con total naturalidad, contamos a nuestros amigos y vecinos los días pasados en Peñaranda en Semana Santa, y en el verano, y en el pasado puente del Pilar. Este año no sabemos si pasaremos allí las fiestas de Navidad: la abuela no estaba muy bien y el Tío Lorenzo tenía mucho lío con los animales del cortijo. Si no, iremos en febrero para traer los rábanos y el perejil, y si ya es posible, la carne de membrillo. Y a ver cómo va la cosecha de patatas, maíz y remolacha.

Incluso mi sobrina ha hecho unas camisetas que nos ponemos en las celebraciones familiares como si fuésemos una peña del pueblo, donde incluimos por un lado su nobiliario escudo (que procede de los condes de Bracamonte) y esta poesía que resume nuestra idílica vinculación con lo que para nosotros es el paraíso perdido de la infancia y la adolescencia y el lugar siempre soñado para nuestra jubilación: “Siento tu suave susurro. / Y seguro voy hacia ti. / Es una llamada. Una luz. / Tú eres mi único destino. /El alegre final de mi incierto camino”.

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