Me da tanta pereza comprarme ropa que la mayoría de las veces le encargó a mi sobrina Andrea, que tiene buen gusto, que me la compre ella. Lo mejor de todo es que siempre acierta. Sabe que no me gustan los colores chillones ni las modas estrambóticas. Prefiero ropa lo más normal posible, con un tono medio juvenil, pero sin pasarse. Uno debe asimilar quién es y la edad que tiene (la real, no la que le gustaría). Me resultan patéticas las personas ya maduras que juegan a aparentar ser todavía joviales y juveniles, con un resultado a todas luces estremecedor.
Y eso que hoy día, más que nunca, la gente pasa olímpicamente de todo. Basta con quedarse un día parado a la salida del Metro del Puente de Vallecas, en pleno verano, para comprobar que la gente se pone cualquier cosa encima para llamar o no la atención, sin ningún sentido del ridículo: ni ellas, con sus culos absolutos; ni ellos, con sus barrigas concluyentes. Las mezclas son cósmicas, fuera de cualquier tipo de catalogación. Todos orgullosos, satisfechos y pletóricos.
Una de las últimas camisas que me compró me gustaba especialmente. No tiene ningún adorno, solo un ligerísimo bordado a la altura del corazón que apenas se ve y que pasa por ser la marca de la camisa. El resto, plana, con un color algo así como mar tormentoso, un azul fuerte muy lejos del azul celeste, que odio y que me parece muy cursi. Me suelo poner esta camisa en aquellas situaciones en las que hay que dar una imagen entre arreglada y desarreglada. No es precisamente una camisa de vestir (no le pega la corbata), ni tampoco es una camisa de sport, nada informal. Con ella voy, en el verano, a las reuniones más o menos oficiales. Ni qué decir tiene que cuando me la pongo me creo que voy hecho un pincel, que llamo la atención por mi estilo, que sobresalgo por mi buen gusto.
Pero el otro día se me cayeron todos los palos del sombrajo. A la salida de la Pastelería Guadalajara, donde suelo perder el sentido, casi me tropiezo con un señor muy mayor que llevaba una camisa idéntica de la que estoy hablando. Menos mal que ese día yo no la llevaba puesta, sino seguro que la depresión aguda y traumática hubiese sido instantánea.
Tendría unos ochenta años y estaba bastante descuajeringado. No se había afeitado. Se había puesto unos pantalones cortos de vestir, marrones, que, para mi gusto, no pegaban nada con el conjunto. Pero ahí no acababa la cosa. Iba con zapatillas de deporte, marca Alcampo, verdes fosforito, y con unos calcetines negros que habían perdido la fijeza de la goma y que lucían mediocaídos mostrando unas canillas blanquecinas con aspecto cadavérico. Las rodillas mostraban en carne viva el paso del tiempo y la degeneración rotuliana, con unos cartílagos desgastados y sin apenas fuelle. Como había ido recientemente al médico precisamente para que me mirara las rodillas, que me dolían un montón, vi que tenían una forma parecida a las mías, machacadas por mis años de futbolero. El médico me dijo que podía ser condromalacia o condropatía. Me lo explicó, pero se me ha olvidado. Que me harían unas pruebas. Y no sabía si tendría grado 2 o grado 4. El viejo tendría, seguro, grado 4, porque las rodillas mostraban un acusado desgaste antiestético. Llevaba gafas de sol, de las de antes, grandes y reflectantes. Cargaba con una bolsa verde de los chinos en la que sobresalía unas lechugas y en el fondo unos tomates y unas patatas. Y una barra de pan, también del chino. Y, como remate, una gorra roja de Ferreterías Manolo. Sin embargo, su camisa era como la que yo tengo, con ese inconfundible y tan querido color azul de mar un tanto agitado.
De pronto, como un espejo, me vi retratado. El impacto me dejó casi sin respiración, pero acepté la lección existencial y decidí seguirle unos minutos, hasta casi el final de Puerto de Canfranc cuando se cruza con la Avenida de la Albufera. Fueron unos instantes angustiosos porque me atravesó el fluir del tiempo, el devenir de los minutos, el paso de las horas, el taladro de la conciencia. Yo y él éramos en ese momento la misma persona. Y yo debía aceptar que me estaba viendo a mí mismo dentro de unos años, todavía luciendo orgullosamente mi querida camisa azul de color mar tormentoso que me había comprado mi sobrina Andrea.
Humillado, con el orgullo por los suelos, zarandeado psicológicamente por la experiencia, llegué a casa. Fui a mi habitación, abrí el armario, busqué y cogí la camisa azul de color ahora atormentado (en ese momento, para mí ya era de un azul desvaído, cerúleo, pálido, comatoso…, el color de la antesala de la muerte) y con unas tijeras de la cocina, despacito, la hice trizas, como los trocitos de un espejo roto.

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