sábado, 25 de octubre de 2025

Notas para un diario: "Camisa acusadora"

 


Me da tanta pereza comprarme ropa que la mayoría de las veces le encargó a mi sobrina Andrea, que tiene buen gusto, que me la compre ella. Lo mejor de todo es que siempre acierta. Sabe que no me gustan los colores chillones ni las modas estrambóticas. Prefiero ropa lo más normal posible, con un tono medio juvenil, pero sin pasarse. Uno debe asimilar quién es y la edad que tiene (la real, no la que le gustaría). Me resultan patéticas las personas ya maduras que juegan a aparentar ser todavía joviales y juveniles, con un resultado a todas luces estremecedor.  

Y eso que hoy día, más que nunca, la gente pasa olímpicamente de todo. Basta con quedarse un día parado a la salida del Metro del Puente de Vallecas, en pleno verano, para comprobar que la gente se pone cualquier cosa encima para llamar o no la atención, sin ningún sentido del ridículo: ni ellas, con sus culos absolutos; ni ellos, con sus barrigas concluyentes. Las mezclas son cósmicas, fuera de cualquier tipo de catalogación. Todos orgullosos, satisfechos y pletóricos.

Una de las últimas camisas que me compró me gustaba especialmente. No tiene ningún adorno, solo un ligerísimo bordado a la altura del corazón que apenas se ve y que pasa por ser la marca de la camisa. El resto, plana, con un color algo así como mar tormentoso, un azul fuerte muy lejos del azul celeste, que odio y que me parece muy cursi. Me suelo poner esta camisa en aquellas situaciones en las que hay que dar una imagen entre arreglada y desarreglada. No es precisamente una camisa de vestir (no le pega la corbata), ni tampoco es una camisa de sport, nada informal. Con ella voy, en el verano, a las reuniones más o menos oficiales. Ni qué decir tiene que cuando me la pongo me creo que voy hecho un pincel, que llamo la atención por mi estilo, que sobresalgo por mi buen gusto.

Pero el otro día se me cayeron todos los palos del sombrajo. A la salida de la Pastelería Guadalajara, donde suelo perder el sentido, casi me tropiezo con un señor muy mayor que llevaba una camisa idéntica de la que estoy hablando. Menos mal que ese día yo no la llevaba puesta, sino seguro que la depresión aguda y traumática hubiese sido instantánea. 

Tendría unos ochenta años y estaba bastante descuajeringado. No se había afeitado. Se había puesto unos pantalones cortos de vestir, marrones, que, para mi gusto, no pegaban nada con el conjunto. Pero ahí no acababa la cosa. Iba con zapatillas de deporte, marca Alcampo, verdes fosforito, y con unos calcetines negros que habían perdido la fijeza de la goma y que lucían mediocaídos mostrando unas canillas blanquecinas con aspecto cadavérico. Las rodillas mostraban en carne viva el paso del tiempo y la degeneración rotuliana, con unos cartílagos desgastados y sin apenas fuelle. Como había ido recientemente al médico precisamente para que me mirara las rodillas, que me dolían un montón, vi que tenían una forma parecida a las mías, machacadas por mis años de futbolero. El médico me dijo que podía ser condromalacia o condropatía. Me lo explicó, pero se me ha olvidado. Que me harían unas pruebas. Y no sabía si tendría grado 2 o grado 4. El viejo tendría, seguro, grado 4, porque las rodillas mostraban un acusado desgaste antiestético. Llevaba gafas de sol, de las de antes, grandes y reflectantes. Cargaba con una bolsa verde de los chinos en la que sobresalía unas lechugas y en el fondo unos tomates y unas patatas. Y una barra de pan, también del chino. Y, como remate, una gorra roja de Ferreterías Manolo. Sin embargo, su camisa era como la que yo tengo, con ese inconfundible y tan querido color azul de mar un tanto agitado.

De pronto, como un espejo, me vi retratado. El impacto me dejó casi sin respiración, pero acepté la lección existencial y decidí seguirle unos minutos, hasta casi el final de Puerto de Canfranc cuando se cruza con la Avenida de la Albufera. Fueron unos instantes angustiosos porque me atravesó el fluir del tiempo, el devenir de los minutos, el paso de las horas, el taladro de la conciencia. Yo y él éramos en ese momento la misma persona. Y yo debía aceptar que me estaba viendo a mí mismo dentro de unos años, todavía luciendo orgullosamente mi querida camisa azul de color mar tormentoso que me había comprado mi sobrina Andrea. 

Humillado, con el orgullo por los suelos, zarandeado psicológicamente por la experiencia, llegué a casa. Fui a mi habitación, abrí el armario, busqué y cogí la camisa azul de color ahora atormentado (en ese momento, para mí ya era de un azul desvaído, cerúleo, pálido, comatoso…, el color de la antesala de la muerte) y con unas tijeras de la cocina, despacito, la hice trizas, como los trocitos de un espejo roto.  

 

martes, 14 de octubre de 2025

"Un miliciano de Vallecas", de Ángel Rodríguez de Bodas

 

La Guerra Civil española sigue siendo motivo de inspiración para muchos libros que incluyen investigaciones históricas cada vez más minimalistas y locales y libros donde se cuentan las trayectorias de muchas de las víctimas y de los soldados que, en ambos frentes, vivieron y padecieron la Guerra. Recientemente, me he leído El viaje de mi padre (Alfaguara), de Julio Llamazares, en el que el autor leonés realizó el mismo recorrido que su padre, voluntario en el bando nacional, desde su pueblo de León, La Mata de la Bárbula, hasta la Sierra de Espadán, en Castellón. Se trata de un libro de viajes muy literario en el que las descripciones de los lugares y paisajes se combinan con las referencias a los acontecimientos más significativos que vive su padre. Pero la Guerra Civil casi aparece como telón de fondo, como un lejano escenario.

            Todo lo contrario de Un miliciano de Vallecas, que ha escrito Ángel Rodríguez de Bodas tras muchos años de una minuciosa investigación sobre la Guerra Civil. No hay más que ver la profusa bibliografía que ha usado el autor, y los anexos que figuran al final del libro, para ver que estamos ante un libro que va mucho más allá de la simple narración de las penalidades que pasó su padre desde que se alistó en el ejército republicano hasta su definitivo regreso a la capital de España en 1942. Al pormenorizado relato de cómo su padre, Paco, vivió la Guerra Civil, con muchas anécdotas familiares y personales, se suma el equilibrado y profundo análisis que el autor hace del transcurso de la Guerra, dando una primordial importancia al contexto militar, político y social, recurriendo a informes técnicos y militares, a diarios de soldados y a multitud de referencias históricas y periodísticas. 

            El libro se convierte así en un completísimo resumen de algunas de las más determinantes batallas (como la del Jarama, Brunete, Aragón…), del exilio de miles de militares y ciudadanos a Francia, de cómo vivieron en los campos de concentración franceses y del regreso de muchos militares republicanos de nuevo a España cuando Franco anunció una engañosa amnistía para ellos.

            A la vez, el autor describe la peripecia personal de su padre, una persona que vivió todos aquellos sucesos de una manera intensa pero no exaltada, consciente de que estaba en todo momento cumpliendo con su deber, pero sin dejarse llevar por el odio y la violencia que se instalaron en los dos bandos, provocando muertes innecesarias y un sinfín de ajustes de cuentas por motivos ideológicos. 



            Escribe el autor que su padre “nunca hizo un intento de contarnos de forma continuada sus recuerdos de la Guerra Civil. Sin embargo, aquí y allá, cuando venía a cuento, nos relataba alguna anécdota o acontecimiento que le había tocado vivir”. A medida que la investigación sobre su padre iba creciendo, su admiración por él iba en aumento, pues fue descubriendo aspectos insólitos de su carácter y personalidad, como el que “no hablara mal de nadie”, la cantidad de amigos que tenía y el espíritu de sacrificio, la integridad y el sentido de la justicia que puso en práctica toda su vida, de manera especial durante los años de la Guerra. 

            Los padres de Paco habían llegado a Madrid procedentes de Lugo y de Guadalajara. Se casaron en 1909 y en un principio vivieron en el barrio de la Arganzuela, en la calle Mira el Río Baja. Posteriormente se trasladaron al barrio de Pacífico y al comienzo de la Guerra Civil se fueron a vivir al Callejón de los Ruices, en el Puente de Vallecas, donde había una conocida vaquería. Paco dejó pronto de estudiar y empezó primero a trabajar repartiendo leche por el barrio. En 1930, con 15 años, entra en una empresa como ayudante de montaje de estructuras metálicas. En esa empresa, se afilia a la UGT. 

            A la vez que el autor cuenta los primeros años de la vida de su padre, habla también de la convulsa situación política que vive España, con la crisis de la monarquía, las elecciones de 1931, la proclamación de la República, la radicalización de los partidos políticos y el incremento de hechos violentos que se desatarán desde muy pronto del comienzo de la II República, como la quema de iglesias, los asaltos a centros y colegios católicos y el aumento de atentados. Paco y su familia rechazaban este tipo de actos extremistas y se mostraban más cercanos al socialismo que propugnaba Indalecio Prieto que al más incendiario de Largo Caballero.



            Pero el inicio de la Guerra Civil puso todo patas arriba. Paco acabó por alistarse voluntario en el Batallón Pablo Iglesias, formado por milicianos de la UGT. Ante el asedio de Madrid por parte de las tropas franquistas, este Batallón se dedicó a labores de defensa en los alrededores de la carretera de Valencia. El Batallón de Paco participó en las Batallas del Jarama, Guadalajara y Brunete. Paco fue ascendido primero a cabo y después a sargento. Víctima de un bombardeo aéreo de los muchos que recibió la capital, se rompió una pierna y estuvo unos meses convaleciente en su domicilio de Vallecas. Cuando recibió el alta, fue destinado al Bajo Aragón. Meses después fue ascendido a sargento y a teniente y asistió al desplome del frente de Aragón y a las sucesivas derrotas del ejército republicano hasta la casi definitiva del Ebro. 



            El autor describe el periplo de su padre y lo que queda de su batallón por diferentes localidades de Cataluña hasta que llegan a tierras francesas, a Prats-de-Mollo, donde entregan las armas. Después recorrería diferentes y penosos campos de concentración (Le Sendreu, Saint Cyprien, Le Barcarès) hasta que decide, como otros muchos miles de soldados, regresar a España al acabar la Guerra. Ya en España, primero es encerrado en el campo de concentración de Reus, luego en el de Horta y posteriormente, para realizar trabajos forzados, es trasladado a la Alcazaba de Zeluán, en Melilla, donde realiza reparaciones en las vías de los trenes. Estando en Melilla, por fin es licenciado y regresa a Vallecas, aunque a los pocos meses, cuando ya estaba de nuevo trabajando, fue llamado otra vez a filas para realizar el servicio militar franquista en Santiago de Compostela. Fue licenciado el 21 de mayo de 1942. 




            De nuevo en Madrid reanuda su noviazgo con Isabel, se casan en 1944 y en 1947 nace el autor en la vallecana calle de Arroyo del Olivar. Posteriormente, Ángel Rodríguez de Bodas estudió Químicas en la Universidad Complutense y desarrolló su actividad profesional y académica en las universidades de McGill y Ottawa, en Canadá, donde reside en la actualidad y donde, además, se ha dedicado a investigar sobre la Guerra Civil y Vallecas para conocer mejor la vida de sus padres.

            Muchos son los aciertos de este ambicioso libro, que merece la pena leer para tener una imagen cabal y equilibrada de la Guerra Civil. La vida tan anónima de su padre, como la de tantos y tantos milicianos, le da pie a reflejar de manera muy verosímil y desideologizada el devenir de la Guerra desde la perspectiva de los vencidos, de los soldados y ciudadanos republicanos que fueron víctimas, al finalizar la Guerra, de infinidad de tropelías, abusos y engaños, como se comprueba con la vida del propio Paco, que fue tratado como un prisionero de guerra, sin apenas derechos y en unas condiciones humanas e higiénicas miserables. 

            Excelente libro, muy trabajado, muy bien escrito, con información contrastada y muy detallada que ofrece una visión viva, directa, amena, sosegada, a ras de suelo de unos hechos siempre controvertidos que contrasta con otros testimonios sobre los mismos sucesos en los que impera el sectarismo, el odio y el revanchismo. Ojalá que este libro, un merecido homenaje a la vida de su padre, fallecido en 1991, lleno de pasión por Vallecas y respeto a la dignidad de todos los que combatieron en la Guerra Civil, llegue a muchos lectores.



Un miliciano de Vallecas

Ángel Rodríguez de Bodas

Círculo Rojo. Madrid (2025). 

420 págs. 24 €

miércoles, 8 de octubre de 2025

"Cisnes salvajes", de Jung Chang


    He estado leyendo estos días "Próspero viento", las memorias políticas del escritor Andrés Trapiello. El libro rescata algunos episodios biográficos que, de manera directa o indirecta, estuvieron salpicados de política. Como experto en la Guerra Civil, sobre la que ha publicado "Las armas y las letras", dedicado a la actuación de los escritores durante esta contienda fratricida, le sorprende que a día de hoy, en la literatura y en los libros de historia, sigan imperando visiones maniqueístas que dividen a las víctimas en buenas o malas según el color político. A pesar de lo mucho publicado desde entonces, libros que cuestionan el relato inmovilista que proponen algunos escritores de izquierda, Trapiello anima a conocer más en profundidad los crímenes que se cometieron en países dictatoriales y comunistas como la URSS o China, por poner dos ejemplos (se pueden poner muchos más). En "Próspero viento" anima en concreto a leer "Cisnes salvajes", de la historiadora china Jung Chang. También las memorias de Nadiezhda Mandelstam, la viuda del poeta Ósip Mandelstam, "Contra toda esperanza", y las de Eugenia Ginzburg, "El vértigo". En esta entrada rescato una reseña del libro "Cisnes salvajes", que se publicó en España en 1991 y que todavía se sigue leyendo.

 Jung Chang es una escritora china que también ha publicado, entre otros, Mao. La historia desconocida (Taurus), una monumental, exhaustiva y demoledora biografía, escrita con su marido Jon Halliday, sobre la vida del dictador más sangriento de la historia (ahí están los datos de los más de sesenta millones de víctimas para confirmarlo). Pero antes de este libro dedicado a Mao publicó en 1991 Cisnes salvajes, libro testimonial que supuso para mí un verdadero descubrimiento literario e histórico. Chang, que abandonó China en 1978 a la edad de 26 años para continuar sus estudios de Lingüística en Gran Bretaña, consigue en este libro acercar a los lectores occidentales la realidad de lo que había acontecido en China a lo largo del pasado siglo. 

El libro fue un inmenso mazazo, pues todavía muchos tenían una visión idílica de la China de Mao, imagen adulterada a la que habían contribuido con testimonios propagandísticos y panfletarios muchos intelectuales de izquierdas, especialmente franceses (como denuncia el gran escritor Simon Leys), que ocultaron los asesinatos, los crímenes, la tortura y la obsesiva censura que se vivía en China. Mientras estos intelectuales, cuando se trasladaban a China, vivían en lujosos hoteles visitaban los escenarios preparados por los organizadores y ligaban paladeando las poesías y las consignas políticas de El libro rojo de Mao, la población china moría de hambre por culpa de los delirios de grandeza de un dictador que siempre manifestó un desprecio absoluto por el ser humano, como la reciente biografía y Cisnes salvajes ponen tristemente de manifiesto. Al que le gusten más los libros históricos, le recomiendo la reciente trilogía publicada en Acantilado de los espléndidos libros del historiador holandés Frank Dikötter.

            Cisnes salvajes no es una novela sino el relato de las vidas de tres mujeres que resumen las vicisitudes de la historia de China a lo largo del siglo XX. Primero se cuenta la vida de Yu fang, la abuela de Jung; después la de su madre, Bao Qin/De-Hong (cisne salvaje, en chino); por último, la vida de la propia narradora hasta que consigue trasladarse a Gran Bretaña.

            La vida de Yu fang explica bastante bien qué pasó en China antes de la llegada de Mao al poder. La abuela fue concubina de uno de los generales de los señores de la guerra, durante el periodo de decadencia del imperio manchú. Toda esta parte tiene un innegable sabor tradicional, y recuerda algunos de los episodios que revive también el escritor norteamericano David Kidd en su libro Historias de Pekín (Libros del Asteroide), que describe los años en los que el comunismo destrozó de manera deliberada la cultura tradicional. Pero la vida de Yu fang sufre continuos cataclismos políticos. Primero es la caída del Imperio de Manchuria; luego, la invasión de los japoneses en 1931; poco cambiaron las cosas con la llegada al poder del emperador Pu Yin, un títere de los japoneses. Con su segundo marido, el doctor Xia, Yu fang asiste también a la alianza entre el Kuomintang y los comunistas para derrotar a los japoneses.

            A partir de ese momento, el testigo pasa a la madre de Jung Chang, Bao Qin/De-Hong, quien, como tantos millones de chinos, se ilusionó con la victoria de los comunistas durante la guerra civil con el Kuomintang. Bao Qin se casó con un revolucionario comunista, uno de los personajes más entrañables del libro, una persona que mantuvo hasta el final su fe en los ideales comunistas. Sin embargo, poco a poco el matrimonio empieza a descubrir cómo el comunismo deriva en la justificación de la represión y la violencia. Durante los años de la Revolución Cultural, los padres de Jung son denunciados y sufrieron en sus carnes la política de la sinrazón. 

            Los testimonios que cuenta Jung Chang son reales y estremecedores. Y aunque resulta en ocasiones durísimo de leer, estos hechos sirven para explicar la historia colectiva del sufrido pueblo chino. Como escribe la autora, “rodeada de sufrimiento, muerte y desolación, había contemplado la indestructible capacidad humana para sobrevivir y buscar la felicidad”.




Cisnes salvajes

Jung Chang

Circe. Barcelona

540 págs. 25 €.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Notas para un diario: "Sorprendente pintada"

 

        Durante años coleccioné frases de las pintadas que veía por Vallecas. Tenía un buen archivo con expresiones que abarcaban muchos temas y modalidades, aunque por mayoría absoluta ganaban las pintadas de temas efímeros y sobre todo políticos. En muchas había una gran creatividad y mucha coña marinera. En la mayoría, simples y primitivos y obvios exabruptos políticos que subrayaban lemas y tópicos muy elementales y radicales. 

        El otro día, de camino a la comisaría de Sierra Carbonera para renovar el DNI, cerca de Martínez de la Riva, he visto una pintada de esas que va a ser difícil que se me olviden . Claramente, en Vallecas, hay un antes y un después de esa pintada. En ella ponía, en grande, con las habituales letras negras potentes y redundantes, “La poesía va más allá del poema”. A ver quién supera esto. Y en Vallecas.




domingo, 21 de septiembre de 2025

"Los extraños", de Vicente Valero

 


Diez años después de su publicación en 2014, la editorial Periférica vuelve a lanzar una nueva edición de esta gran novela de Vicente Valero (Ibiza, 1963), uno de los narradores españoles más interesantes de los últimos años. Su literatura, erudita, de gran calidad literaria, aborda temas poco usuales en la literatura actual, como ha hecho en Breviario provenzal y El arte de la fuga, entre otras obras que tienen un carácter unitario por sus parecidos objetivos estéticos. Los extraños es uno de esos libros que se seguirán leyendo por su originalidad, su verosimilitud, su punto de vista y unas historias repletas de vida.

El punto de partida es provocador: todas las familias tienen sus “extraños”. Familiares que, por diferentes circunstancias, se han alejado del devenir corriente de la familia. Unos lo han hecho definitivamente; otros, durante una larguísima temporada, motivada por oscuros desencuentros que puede que nunca sean descifrados. Con el paso del tiempo, esos personajes que aparecen como personajes secundarios en alguna fotografía en blanco y negro, se convierten en temas habituales de conversación. Y sobre ellos comienza la leyenda, pues los datos reales sobre su vida han desaparecido o forman parte del olvido.

            Este es el tema de este libro formado por cuatro narraciones en las que el autor recuerda a cuatro familiares de hace ya muchos años. La mayoría nacen con el siglo XX y viven a su manera, de manera directa o tangencial, los hechos más importantes del siglo XX español: las desventuras del África colonia, la agitada Segunda República, el hachazo de la Guerra Civil, la dura posguerra en España o en el exilio, la Ibiza rural de los años 70... 

            El autor ha oído hablar de ellos a sus padres, abuelos y familiares durante su infancia; a algunos, los ha conocido, aunque apenas recuerda nada. Todos han dejado algunas huellas, pocas: cartas, postales, fotografías. “Cuando de lo que se trata es de reconstruir la vida de un extraño –escribe el autor- (...) esta búsqueda debiera comenzar no en los recuerdos (...) sino en las huellas, es decir, en las heridas y en las cicatrices que sí han permanecido”. Esas heridas y cicatrices siguen presentes y forman parte, con sus desdibujados datos, de la leyenda familiar. El autor se propuso investigar sobre sus vidas y ofrecer un rastro coherente de lo que hicieron desde que, voluntariamente o por determinadas circunstancias, se alejaron del tronco común. El resultado es este libro, muy ameno, que es también un ejercicio literario sobre la familia y los misterios familiares.

            La primera narración está dedicada al teniente Marí Juan, que había nacido en Morna (Ibiza) en 1900, y a quien su padre preparó desde muy joven para que fuese abogado, escapando así de la tradición rural familiar. Sin embargo, Marí Juan eligió la aventurera vida militar como ingeniero, desempeñando labores en el África colonial, donde incluso el autor piensa que por su afición a los aviones pudo tener algún contacto con el escritor francés Saint-Exupéry, contemporáneo suyo. El teniente Marí Juan, casado con una joven de Ibiza, regresó sin embargo muy joven a la isla enfermo de gravedad. 

El tío Alberto era un hermanastro del padre del autor. El posterior divorcio de los padres provocó la separación de los hermanos hasta que vuelven a encontrarse muchos años después. El tío Alberto ha llevado una vida viajera, casi de película, dedicado en cuerpo y alma a su gran pasión: el ajedrez. 

Carlos Cervera abandonó a los 16 años su vida en el seminario para dedicarse al mundo de la farándula. Se escapó en un barco rumbo a Barcelona, donde empezó un estilo de vida totalmente alejado de la vida rural y cerrada de su localidad natal. De su vida son testigos las numerosas postales que todavía se conservan. La última historia que rescata el autor está protagonizada por el comandante Chico, teósofo, vegetariano y practicante del yoga, que tuvo que exiliarse en Francia al acabar la Guerra Civil, donde murió años después con el sueño de regresar a una España republicana. 

            Cuatro historias amenas y muy bien desarrolladas en sus aspectos más insólitos. Como escribe Valero, “una biografía, como la salida de un laberinto, es también, en primer lugar, el inicio de una búsqueda”. Las búsquedas del autor han dado su fruto con el relato de unas vidas que puede que fueran como él las ha imaginado.



Los extraños

Vicente Valero

Periférica. Cáceres (2024)

176 págs. 21 € (papel) / 8,99 € (digital).

jueves, 11 de septiembre de 2025

Notas para un diario: "Vanidad de vanidades en el estanco"

     A principios de septiembre de 2025, he vuelto a pasar por el inicio de la calle Príncipe de Vergara, donde está, desde que empecé a trabajar en esa zona, un estanco que me tenía absolutamente alucinado. El palo ha sido tremendo: el estanco ha cerrado, me imagino que por jubilación. Como homenaje a este local tan emblemático y especial, rescato un texto que escribí hace unos años dedicado a un lugar que, con su decoración y señas de identidad, nunca debería haber cerrado. Nunca.



Mi trabajo está en una buena zona comercial de Madrid. En el inicio de la calle Príncipe de Vergara, entre las calles de Jorge Juan y Goya. Es una zona de muchas oficinas, negocios y tiendas que está repleta de bares y restaurantes de diferentes niveles, según por donde te muevas. Por ejemplo, la calle Jorge Juan, a partir de Velázquez en dirección a Serrano, tiene un buen número de restaurantes de alto nivel que se han puesto muy de moda en los últimos años. Más arriba, por la zona más cercana a mi trabajo, hay también buenos sitios exclusivos y otros dirigidos a bolsillos más populares. Al ser un barrio tan activo, los negocios abren y cierran a toda velocidad, y más todavía en los años de la crisis y también ahora en plena pandemia, que está pasando factura a muchas tiendas. Pero no paran de surgir nuevas iniciativas de negocio, pues estamos hablando de un barrio que mueve a miles de personas, supuestamente con un nivel adquisitivo alto.

            Como la aldea de Astérix, rodeada por todas partes del poderío del ejército romano, hay un negocio al inicio de la calle Príncipe de Vergara que resiste los vaivenes del paso del tiempo. Su sola presencia es un antídoto contra el exuberante poderío del neocapitalismo salvaje y la avasalladora fuerza del marketing. Desde que llevo trabajando por la zona, hace más de veinticinco años, la tienda, un estanco, sigue completamente igual: no ha hecho ninguna reforma, ningún cambio, ninguna adaptación a los nuevos aires comerciales. Tampoco ha actualizado sus pequeños escaparates, que lucen productos muy antiguos, orgullosamente pasados de moda pero sin que se les pueda aplicar el calificativo de vintage. La misma sensación de progresivo envejecimiento y, a la vez, de retroceder al paso del tiempo tiene uno si entra dentro. A la derecha hay uno de esos muebles giratorios con postales de un Madrid antiguo y sin brillo. Otro mueble para los libros de una antigua colección de libros, Alianza Cien (al precio de 150 pesetas) completamente vacío. A la izquierda, unos bolígrafos ya jubilados y unas casposas tarjetas de regalos para celebrar fiestas, aniversarios y onomásticas Enfrente, un decadente y sucio cristal. Detrás del mostrador, la dependienta, atemporal. Y como fondo, lo único que vende: tabaco y algunos sellos. Nada más. El único signo de modernidad es un extintor antiincendios rojo.



            Me admira el proverbial y perseverante realismo de la dependienta, que tiene pinta de ser también la propietaria. Ha decidido, quizás con un admirable sentido común, no invertir ni un mísero euro en la imagen del negocio. En los tiempos actuales de un poderoso y omnipresente marketing, espumoso y en muchos casos ridículo, este negocio supone un corte de mangas a los tópicos de la modernidad. De hecho, prefiere que todo siga igual antes que introducir el más mínimo cambio en el escaparate de la derecha, donde hay amontonados juegos de llaveros llenos de polvo del Real Madrid, Atlético de Madrid y Barcelona. O en el escaparate de la izquierda, repleto de mecheros antediluvianos, carpetas de plástico ya derrotadas por el sol, barajas de cartas de la época de Marcial Lafuente Estefanía y libros para niños que hoy ya están en el Imserso.



            Para ella está claro que lo importante, lo único importante, es el tabaco. Tampoco lo es la atención al cliente, que a veces tiene que esperar más de la cuenta porque la dependienta pasa olímpicamente de todo, mimetizada como está con el alma pasajera del negocio. No la verás estresarse, ni correr más de la cuenta, ni agobiarse. Por supuesto, no está pensando en renovar lo accesorio, un lujo innecesario. El que entra en el estanco no se va a entretener en las postales, ni en los llaveros, ni en los mecheros, ni en las barajas de cartas. Y ella lo sabe. 

            El estanco es, por eso, un símbolo de resistencia, una metáfora de unos valores permanentes, un testigo de la levedad y fugacidad del paso del tiempo. Los años pasan y pasan. Las modas se suceden. La imaginación publicitaria se dispara. En su obstinación existencial, este estanco y su dueña son un grito dirigido al vanidoso hombre contemporáneo. Al igual que el experimentado profeta del Eclesiastés, la dependienta parece decir que todo es “vanidad de vanidades, todo es vanidad ¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol? (…) Lo que pasó, eso pasará; lo que sucedió, eso sucederá: nada hay nuevo bajo el sol”. 

-“Por favor, un paquete de Fortuna”. 

-“Ya voy”.




 

lunes, 1 de septiembre de 2025

"Donde las Hurdes se llaman Cabrera", de Ramón Carnicer

 


He estado este verano en Ponferrada en los días en que los incendios asediaban El Bierzo y todo León. Y he recordado un libro de viajes que leí hace años de Ramón Carniver que recorre los pueblos olvidados de León, más entonces que ahora, integrados ahora al ritmo normal de la vida de tantos pueblos. También visita las Médulas, que ha padecido los incendios de este verano (2025). 


En 1962, el escritor Ramón Carnicer (1912-2007) recorrió el valle del río Cabrera, en los confines de la provincia de León con las de Zamora y Orense. En 1964, publicó este libro, en el que cuenta ese viaje, los lugares que recorrió y las gentes con las que se encontró en una zona muy cercana a su localidad natal, Villafranca del Bierzo, donde pasó la infancia hasta trasladarse a Barcelona, donde fue profesor, ensayista y autor también de otros libros de viajes como Gracias y desgracias de Castilla la Vieja

El título, Donde las Hurdes se llaman Cabrera, ya es bastante significativo de su intención: la Cabrera, aunque menos conocida que las Hurdes (que el rey Alfonso XIII recorrió en un famoso viaje) es otra zona olvidada y marcada por la pobreza. Cuando el libro se publicó, como escribe el autor en la “Advertencia” que abre la edición de 1985 (y que se reproduce en este libro), “supuso para quien esto escribe una serie de insultos, amenazas y reproches cuyas notas comunes eran la injusticia y la zafiedad, cuando no el sórdido interés de quienes se aprovechaban de una situación humana en muchos aspectos bochornosa”. En muchos sentidos, ya en 1985, gracias a la explotación minera de la pizarra, habían cambiado mucho las cosas y la Cabrera se había incorporado, muy lentamente, a los avances del progreso y la modernidad, aunque la pobreza secular ha llevado al despoblamiento de muchos de estos pueblos.

            Pero en 1962, esa zona alejada de casi todo, sin carreteras, pobre, sin recursos, parecía como si el tiempo se hubiese detenido. Los pueblos viven al día, con una pobreza que transite dignidad. Carnicer recorre los pueblos de la Cabrera Baja, bañados todos ellos por el río Cabrera o sus riachuelos y arroyos afluentes. Componen esta zona unos veinticinco pueblos con, a principios de los sesenta, unos 6.000 habitantes. La zona es muy montañosa. 



El viaje comienza en el pueblo de Puente de Domingos Flórez. El primer pueblo importante es Pombriego, al que presta una especial atención por lo que representa para esa zona. Luego recorre Santalavilla, Llamas, Odollo, Castrillo de Cabrera, Noceda, Saceda, Nogar, Robledo, Quintanilla, La Baña... En la Cabrera se encuentran Las Médulas, aquellas minas de oro explotadas por los romanos, lo mismo que otras minas cercanas. Hablando del pueblo de Odollo, escribe el autor: “Visto desde su cumbre, la nota dominante del pueblo es el negro ruinoso de los tejados, bajo los cuales se adivinan miserias, conciencias embotadas por la fatalidad de la costumbre, personas que oirían sin comprenderlo –porque “siempre ha sido así, y así seguirá siendo”- al reformador teorizante que puesto en pie en esta peña donde estoy sentado perorara colérico en nombre de la igualdad de derechos, el progreso y el nivel de vida”.

El viajero, bastante más humano que esos teóricos, observa las costumbres, los modos de vida, las ilusiones de sus gentes. Come con ellos, asiste a sus fiestas, visita las cantinas, charla con unos y con otros, aunque las conversaciones de más contenido las suele tener con los curas que atienden estos pueblos y con los maestros y maestras que hacen aquí lo que pueden, pues el atraso es endémico, lo mismo que la ignorancia y el analfabetismo. Las tierras son duras, secas, y para sacarles algo de rendimiento exigen ímprobos trabajos de toda la familia. El viajero, con un estilo sobrio, explica lo indispensable para entender lo que pasa en la Cabrera.



En su recorrido, resultan muy entrañables algunos de los personajes con los que se encuentra: el cura don Manuel, de Odollo, que atiende también varios pueblos, un derroche de sentido común y hospitalidad; la maestra Virginia, que habla con cariño de las gentes de su pueblo, reconociendo que las duras condiciones de vida de la zona determinan su falta de interés por la educación y la cultura; el indiano de Maracaibo, que tiene la solución para salir del atraso; Ceferino, el guía, entusiasta conocedor de todos los caminos... Con todos, el autor tiene conversaciones sencillas, interesantes, nada prepotentes. El sentido crítico del libro, que lo tiene, no está precisamente en los discursos ni en la moraleja, sino en la llana y realista descripción de la vida en esos pueblos y su secular falta de medios.

            “El origen de todo –resume el médico de La Baña al hablar de la Cabrera y sus habitantes- está en la alimentación escasa y en la miseria general, cuyas derivaciones más comunes son el bocio y el cretinismo”. ¿Y la solución? “La receta más segura (Marañón lo decía) es ésta: civilización. Pero este producto no se despacha en la farmacia del Puente ni en la de Truchas. Ha de venir de más lejos y de más arriba y tiene poco que ver con los últimos descubrimientos. El bocio disminuye cuando se eleva el nivel de vida de las regiones afectadas, cuando la alimentación es abundante y variada, cuando los caminos acercan a la gente y la liberan de la consanguinidad”.



            A pesar de este negro balance, el recorrido que hace Carnicer por estas tierras resulta entrañable y humano y permite adentrarse en un mundo desconocido, en una España olvidada de los Planes de Desarrollo; y en este recorrido uno comparte conversaciones y reflexiones con unos habitantes que, como la maestra Virginia y el cura Manuel, trabajan en serio para aportar a sus vecinos otras expectativas vitales. 

Esta edición contiene las fotografías que hizo el mismo autor de este viaje, un excepcional testimonio gráfico de aquel recorrido y de aquella España.




Donde las Hurdes se llaman Cabrera

Ramón Carnicer

Gadir. Madrid (2012)

216 págs. 17,50 €. 

sábado, 30 de agosto de 2025

Notas para un diario: "Sonríe, ruso, sonríe"

 


Recupero un texto que escribí en el verano de 2021.

Ayer pasé por los alrededores del campo del Rayo Vallecano en el preciso momento en el que tenía lugar la presentación del fichaje estrella del Rayo para la temporada 2021-2022: Radamel Falcao, el colombiano que tantos goles marcó con el Atlético de Madrid, una estrella internacional (aunque ya de capa caída). Como han resaltado después los medios de comunicación, nunca había acudido tanta gente al campo del Rayo para una presentación. 

Pero yo fui testigo de otra que fue todo lo contrario.

Cuando escribía en la revista del Rayo Vallecano que llevaba Juan L., surgió la oportunidad de asistir a la presentación de un sonado fichaje que había hecho el Rayo para la temporada 1996-1997. Se trataba del ruso Dmitri Radchenko, un delantero centro alto, espigado, que iba muy bien de cabeza, con una potente zancada, aunque lento de reflejos. Radchenko tenía cara de ruso: estirada, seria, de rasgos contundentes. Viendo algunas fotos suyas, alegría no transmitía, por lo menos ese año.

            Radchenko despuntó como futbolista en el Zenit de San Petersburgo y luego en el Spartak de Moscú. En una eliminatoria contra el Real Madrid, consiguieron eliminar a los madridistas y su nombre se hizo famoso. En el año 1993 fichó por el Racing de Santander, donde estuvo dos temporadas. Luego fichó por el Deportivo, pero allí tuvo mala suerte: resultó un año complicado para los deportivistas, con muchos cambios de entrenador. Radchenko no cuajó. Al año siguiente le fichó el Rayo Vallecano. Tampoco duró mucho, una mísera temporada. Luego pasó por el Mérida, el Compostela y se retiró en un equipo gallego, el Bergantiños (esto da para un documental). En Galicia nació una de sus hijas. Ahora, Radchenko entrena a las categorías inferiores del Zenit, vive en San Petersburgo y trabaja también en una granja familiar donde vive su madre, a 55 kilómetros de San Petersburgo. 

            El día de su presentación estábamos tres medios de comunicación y un fotógrafo en la minúscula sala de prensa de la calle Payaso Fofó. Duró menos de cinco minutos. El secretario técnico dijo unas palabras sobre las virtudes futbolísticas de Radchenko que no se las creía ni él y el ruso comentó, en un castellano brusco y primitivo, que venía al equipo de Vallecas con toda la ilusión. Como ninguno de los asistentes le preguntábamos nada, acabada la primera parte de la obra de teatro, se levantaron y Radchenko se dirigió a los vestuarios. 



    A los cinco minutos, saltó al campo del Rayo con un balón para la sesión de fotos. Solo estábamos un fotógrafo y yo, que aproveché para vivir ese “histórico” momento en el césped. Como público, solo había un aficionado rayista, vestido totalmente de aficionado rayista: gorra, bufanda y camiseta del Rayo. Llevaba un bigotazo que le llegaba hasta la barbilla y unas reflectantes gafas de sol. Un puro producto de la hinchada vallecana. Radchenko cogió el balón, dio unos desganados toques con la cabeza, luego con los pies, disparó a la portería y se dirigió a los vestuarios para poner punto final a lo que seguro él estaba viviendo como un ridículo mayúsculo, vista la expectación que su fichaje había levantado en Vallecas. Cuando iba a entrar a los vestuarios, el hincha del Rayo, con una potente voz, y viendo la lánguida tristeza y el supino aburrimiento que desprendía todo Radchenko, incluso vestido de corto, le dijo: “Sonríe, ruso, sonríe… Que has fichado por el mejor equipo del mundo”. 

sábado, 26 de julio de 2025

"Cien libros, una vida", de Antonio Martínez Asensio

 


Antonio Martínez Asensio (Madrid, 1964) presenta el programa Un libro una hora de la Cadena Ser. Además, también en la Cadena Ser, es el responsable de “La biblioteca”, la sección de libros del programa Hoy por Hoy. Escribe en Zenda y, sin lugar a dudas, es un referente en el periodismo cultural de nuestro país. 

            No estamos ante un libro académico sino ante el resultado de una radical y personal pasión por la lectura y los libros. Como él mismo explica, “no es un libro de crítica, sino un recorrido por los libros que han sido importantes para mí, y que son importantes en general”. Martínez Asensio lleva toda la vida leyendo y ha orientado su actividad profesional a algo que se le da muy bien: hablar de libros y compartir lecturas. 

            Late en todo este libro un afán por dar a conocer lecturas que le han impactado. Libros que le han conformado como persona, como lector y como crítico. La selección refleja muy bien sus intereses culturales y el dominio que tiene de un mundo en constante movimiento y con múltiples ramificaciones. Personalmente, me han resultado muy útiles las dos últimas partes, las que se refieren a lecturas más contemporáneas. Y aquí es donde se aprecia que Martínez Asensio no vive de las rentas sino que está en continua agitación, atento a las muchísimas novedades que cada año ingresan en las librerías y que alguien -él es uno de ellos- tiene que hacer una criba, separando los productos comerciales de temporada de aquellos libros que han acertado a comunicar una verdad insustituible y profunda al hombre contemporáneo.

            Para Martínez Asensio, leer “ha sido mi pasión, mi diversión y también mi terapia, mi educación y mi refugio”: excelente manera de condensar la importancia de la lectura en su vida. En el prólogo destaca la suerte que ha tenido de poder dedicarse profesionalmente a esta afición de “compartir lecturas, compartir la pasión por leer y por los libros”.

            El libro está dividido en cuatro partes, cada una con veinticinco libros. En muchos casos, lo que más le ha contado ha sido elegir un libro concreto de autores de los que se ha leído todo, pero que, con sentido común, se ha impuesto que solo aparezca un libro. Y el punto de partida es siempre su propia experiencia: por qué han sido importantes para él y en qué momento de su vida lo ha leído. Los comentarios a cada libro resaltan los aspectos más significativos con un lenguaje bastante cercano y divulgativo, lo que merece la pena destacarse, pues no estamos ante un libro para especialistas sino para que el público en general que, ante tantos libros como se publican en nuestro país, necesita alguna orientación y guía por parte de críticos autorizados, y Martínez Asensio lo es.  

            Los veinticinco libros de la primera parte están formados por títulos publicados antes del año 1900. Todos son cásicos indiscutibles, y la selección que ofrece es válida y contrastada, combinando autores extranjeros con españoles. Quien quiera acercarse a lo más granado de la literatura clásica, aquí hay autores para dar y tomar, todos excepcionales, como Melville, Conrad, Stevenson, Víctor Hugo, Dostoievski, Kipling, Wilde, Homero, Cervantes, Clarín, Pardo Bazán, Galdós… La segunda parte contiene una selección de “clásicos modernos”, libros que gozan ya de mucho prestigio y popularidad y que nadie duda que en el futuro serán clásicos. La lista es sugerente: García Márquez, Hemingway, Virginia Woolf, Lampedusa, Truman Capote, Nabokov, Herman Hesse, Jack London, Thomas Mann, George Orwell. Vuelven a aparecer en este apartado autores españoles muy importantes, como Cela, Miguel Delibes, Laforet...

           La tercera parte lleva por título “Serán clásicos”. Ofrece lecturas que ya son indispensables, pues se trata de autores que gozan de un merecido prestigio y que se siguen leyendo, como es el caso de John Williams, Javier Marías, Javier Cercas, Saramago, Juan Marsé, Cormac McCarthy, Vargas Llosa, Tabucchi, Kundera, Italo Calvino, William Golding, Carmen Martín Gaite, Manuel Chaves Nogales, Dino Buzzati…

            La cuarta parte es la más personal. Como pasa con todas las listas de libros, esta puede ser la parte más polémica. Se trata de libros fundamentales en su vida, “libros -como escribe- que me han marcado, que me han abrigado, que me han cambiado”. Esta parte puede proporcionar a los lectores muchas sugerencias para descubrir títulos y autores muy cercanos a la sensibilidad actual.

       Estamos ante un libro que hay que leer con lápiz y papel para apuntar títulos y excelentes comentarios. Uno de los problemas que tiene la literatura contemporánea es la dificultad para moverse y aclararse entre la avalancha de títulos. Martínez Asensio facilita la tarea de desbrozar. Y sus gustos y opiniones están contrastadas por su dilatada experiencia y su amor por los libros, algo que es muy difícil de improvisar. 



Cien libros, una vida

Antonio Martínez Asensio

Aguilar. Barcelona (2025)

384 págs. 22,90 € (papel) / 9,99 € (digital).

Notas para un diario. "Sedientos de apariencia"

 


            No se me va de la cabeza uno de los artículos, geniales y divertidos, que leí en La gente corriente de Irlanda, del escritor Flann O`Brien, al que descubrí hace años tras la lectura de su sorprendente novela El tercer policía. O’Brien tiene buen colmillo para reírse de algunas manías de sus compatriotas; pero en este libro es especialmente ingenioso a la hora de burlarse de la sociedad literaria irlandesa y de algunas cuestiones que tienen que ver con rarezas que siguen siendo muy visibles en la cultura actual. Por ejemplo, las ansias de aparentar que somos rabiosamente cultos. Esta obsesión se manifiesta muchas veces en ridículos detalles. 

            Dedica el genial O’Brien un capítulo a explicar una posible empresa que quiere lanzar al mercado y que se va a especializar en trabajar las bibliotecas domésticas para que reflejen un esmerado retrato culturalista de sus propietarios. La idea es muy buena. Cuando vamos de visita a alguna casa y nos enseñan una biblioteca con muchos libros, nos solemos quedar pasmados y hasta sobrecogidos por la avalancha de cultura que, en principio, derrocha. Tal es así que nos imaginamos a sus dueños leyendo por las noches a la luz de la lumbre, escuchando a Chopin, lanzando interjecciones en inglés y francés y saboreando un licor cosmopolita o terruñero. 

Esta idílica imagen se puede ir al traste si, en un arrebato, nos lanzamos a abrir uno de los libros de la biblioteca y comprobamos que ni siquiera lo han abierto ni una miserable vez. Y la sensación puede ser todavía peor si el libro que hemos elegido tiene las páginas pegadas, señal de que ni se ha leído ni se ha abierto. Si nos pasa esto o algo parecido, lógicamente no diremos nada (somos muy educados), pero pensaremos que estamos ante una mala obra de teatro, pues para estas personas la biblioteca y los libros tienen un papel más decorativo que cultural. 

Pero podemos dar completamente la vuelta a esta impresión. Es lo que propone O’Brien.

       Para conseguir esto, su empresa emprendería un concienzudo trabajo para convertir una cateta biblioteca en un dechado de erudición. La empresa de O’Brien se encargaría de abrir y manosear todos los libros para que parezca que se han leído y trabajado, de subrayar algunos pasajes en diferentes colores, de introducir en los márgenes sabias y amenas anotaciones filosóficas (multiculturales y en diferentes idiomas) que ejemplificasen el diálogo de los propietarios del libro con lo que afirman los autores. 



Más todavía: trabajarían de manera especial los marcapáginas. Un anti-ejemplo personal: el otro día abrí un libro que había comprado hace décadas y me encontré con un billete de Metro de los de antes. No me dio ningún arrebato de nostalgia; al contrario, lo primero que pensé es que ya hay que ser cutre para utilizar como marcapáginas un billete de Metro; luego, pensé también que si ese libro cayese en otras manos y se encontrasen con el billete de Metro, no pensarían mal de mí, seguro, pero tampoco me aportaría mucho glamour cultural. 

La ocurrencia de O’Brien es muy original. Y creo que en esta línea se puede hacer un gran trabajo. De hecho, ahora mismo me ofrezco para transformar eruditamente, a un módico precio, la biblioteca de quien lo desee. Puedo introducir, por ejemplo, como sin querer, pasajes de viajes exóticos en avión, estancias en cruceros nórdicos, abonos de ópera, asistencias a estrenos de cine en París, el libreto de una ópera en Berlín, un folleto de una obra de teatro en Londres, la inauguración de una exposición en Nueva York, una fotografía antigua del propietario de la biblioteca con un escritor famoso al lado, siempre en La Habana. En mi caso, tengo que reconocer que si en vez del billete de Metro hubiese encontrado una entrada al Gran Teatre del Liceu, incluso hasta yo hubiese tenido una imagen más positiva de mí mismo, aunque nunca haya ido a un concierto al Liceu. Imaginaros cómo juzgaríamos a los propietarios de esa magnífica biblioteca si en vez de encontrarte el libro inédito, con las páginas sin abrir, hubiese aparecido un billete de primera clase del Transiberiano, una tarjeta de visitas del agregado cultural inglés en Nueva Delhi, la publicidad de una Sala de Subastas de Alabama y dos entradas para el palco del Santiago Bernabéu para una final de la Champions.

            La idea no se me ha ido de la cabeza, más aún, me está obsesionando. He habilitado en mi despacho un cajón en el que voy metiendo todo tipo de recursos culturales para fabricarme con los libros de mi biblioteca una imagen más erudita: en las últimas semanas he añadido una fotocopia de una reseña de una novela de Javier Marías en la edición berlinesa del Frankfurter Allgemeine Zeitung, una pegatina de una botella de Dom Perignom que me dio un amigo que colecciona estas etiquetas, la factura de una comida en el Ritz que me encontré en el suelo, una fotografía de Pío Baroja en el parque del Retiro… 



Ahora, cuando acabo de leer un libro, retiro el marcapáginas de turno, que suele ser anodino –por ejemplo, utilizo unos que hicimos en mi sindicato hace la tira de años-, y dedico el tiempo que sea necesario a subrayar caprichosamente algunos pasajes del libro en azul y rojo, pongo exclamaciones en los laterales, incluyo algunas citas en latín, señalo concomitancias con obras clásicas latinas y griegas que han dicho cosas semejantes, meto algunas postales de diferentes museos del mundo (en el Rastro me encontré el otro día un juego de postales del Museo Hermitage de San Petersburgo que me he autoenviado como si me hubiesen llegado directamente de Rusia). También he ampliado la perspectiva y me he hecho con varias ediciones de clásicos en su idioma original. Las dos últimas adquisiciones son la Divina Comedia en una edición buenísima que he subrayado hasta la extenuación y Guerra y paz, de Tolstói, en la que he incluido una postal de la casa natal del autor, Yasnia Polyana, convertida ahora en Museo, y un plano de los mejores museos de Moscú.

Me he embarcado en un trabajo de chinos, metódico, pensado y calculado, que no admite improvisaciones y que me está exigiendo una entrega absoluta. Pero funciona, ya lo he comprobado. Hace unos días dejé un libro, en el que había preparado de manera concienzuda lo que llevaba dentro; cuando me lo devolvieron, me comentaron: “Había un par de cosas tuyas personales muy interesantes; aquí las tienes, no las hemos perdido” y me entregaron la entrada del Museo Thyseen a la Exposición “Pintura italiana de los siglos XIV al XVIII”, a la que por supuesto no fui; o la propaganda de la muestra en el Museo Guggenheim de Bilbao dedicada a “Alex Reynold. Hay una ley, hay una mano, hay una canción” que, aquí entre nosotros, sería lo último que hiciese en mi vida. También una octavilla en la que apunté un poema de Goethe en alemán (jajaja, ni puta idea de alemán), con comentarios en castellano al lado de algunos versos y una postal de un concierto de jazz en un tugurio de Nueva York de Bill Evans. Y ya tengo preparado lo que voy a meter en el siguiente: una invitación personal al Palacio de la Zarzuela que he conseguido falsificar, el menú de la boda de dos pijos que la celebraron en el Casino de Madrid, un christma más falso que Judas que me llegó del Ministerio de Cultura y el recordatorio del funeral de Miguel Delibes en Valladolid.