miércoles, 16 de julio de 2025

Notas para un diario. "El sushi como penitencia"

 



Desayunando los domingos por la mañana en el Gregory, en Puerto de Canfranc, estoy viviendo algunas escenas que merecerían ser filmadas. La peor de las que he sido testigo hasta ahora es la de la señora Verborreica, una mujer no muy mayor, bajita, pizpireta, ágil, con una voz musical, que está más para allá que para acá. Esta señora entra en el bar como si entrase al salón de su casa, contando de corrido y en voz alta, muy alta, cosas cotidianas de su vida como si los que estamos en ese momento en el bar fuésemos sus vecinos o familiares. 

Ya he comprobado que el peor error que se puede cometer con ella es fijar su mirada, coincidir con sus ojos, dar por sentado -aunque sea mentira- que te está interesando lo que está contando. Si eso ocurre, ella, de pronto, capta a la primera que ha cazado un interlocutor y a partir de ese momento se dirigirá única y específicamente a ti. Y vete preparando. A veces, por la calle, me la he encontrado por casualidad y siempre la he visto parada recitando cosas de su vida, siempre las mismas, al pringado que ha conseguido atrapar, sea este un señor mayor, un joven en chándal o una señora que viene de la compra. Ni que decir tiene que antes de entrar en el Gregory miro con cautela para ver si está o no; si está ya perorando, con disimulo me doy la vuelta y voy a tomar café a otro sitio; si no está, paso y desayuno, en principio tranquilamente, aunque sé que en cualquier momento puede entrar en tromba. Me da pena, la verdad, porque se ve que la pobre no está muy bien de la cabeza; pero después de haberla oído en el bar unas cuantas veces contar siempre lo mismo, no estoy dispuesto a caer bajo su embrujo. Si la veo entrar, me pongo a mirar al techo.

            La otra escena tuvo lugar el pasado domingo. Yo estaba tomando mi café y una porra cuando entró un señor alto, delgado, próximo a los ochenta, con cara de mala leche. Mari, la del bar, le saludó efusivamente y le dijo que qué raro verle por allí tan pronto. Se notaba que había mucha confianza y que era cliente habitual del bar, más a la hora del aperitivo que a la del desayuno. 

-Vaya jeta que traes esta mañana, Miguel. ¿Has dormido mal?

Miguel se situó al final de la barra y se sentó en un taburete. Tenía pinta de ser su sitio habitual.

            -Me voy a comer con mis hijos a Navalcarnero, donde vive el mayor.

            -¡Qué suerte! Eso es que vas a comer bien. Por allí seguro que hay buenos restaurantes.

            -¡Y una mierda voy a comer bien! Me han dicho que me van a llevar a un sitio que a ellos les gusta mucho, sobre todo a mi nuera. Es un sitio que se ha puesto de moda donde se come el sushi ese japonés.

            -¿Tú sushi? No te pega nada. Llévate unos zarajos por si acaso.

            -Sí, sushi. No me jodas. A mis años. Sushi. Qué asco. Y encima, lo estoy viendo, para no tener problemas tendré que decir que me gusta y hasta repetir, para quedar bien con mi nuera, que le ha dado por estas cosas exóticas desde que se apuntó al yoga de los cojones.

            -Pues yo que tú me tomaba algo ya. Vete ya comido, por si acaso. Me parece que vas a pasar hambre.

            -Sushi. Puto sushi.

            -No me extraña que tengas esa cara, Miguel. Pues yo, para darte envidia, voy a comer unas carrilladas que está preparando Antonio en la cocina.

            -Carrillada. Sushi. No me jodas.

            Desolado, me fui del bar. Pobre Miguel. Pienso lo mismo que él. Yo también estaría así.

sábado, 12 de julio de 2025

"Mis días en la librería Morisaki", de Satoshi Yagisawa

 


Takako es una joven japonesa, residente en Tokio, que sufre una profunda crisis: “perdí el trabajo y a mi novio de un plumazo; me sentía como si me hubiesen arrojado al vacío”. Un día, recibe una invitación de su tío Satoru para que pase una temporada en una habitación en la librería que su tío tiene en el famoso barrio de Jinbôchô, “el barrio de librerías más grande del mundo”. Takako decide aceptar para tomarse unos días de respiro y pensar sobre su futuro.

            No es que le entusiasme la idea. Primero, los recuerdos que tiene de su tío no son muy buenos, pues le recuerda como alguien caótico y raro que, por su permanente contacto con los libros, parece vivir en otro mundo. En segundo lugar, Takako no tiene ni la más mínima afición por la lectura, ni entiende nada ni de autores ni de libros. Tras unos días bastante aburridos atendiendo en la librería y acompañando a su tío, un día decide leer algo para probar. Y tiene suerte. Da con el libro apropiado. De pronto, “era como si la sed de lectura, adormecida desde hacía tiempo, hubiese explotado de improviso”. A partir de ese momento, la vida de Takako da un brusco cambio y gracias a los libros y al carácter y la personalidad de su tío, a quien también empieza a ver de otra manera, Takako puede enfrentarse a la vida.

            Tras una temporada en la librería Morisaki, decide cambiar de domicilio para volver a buscar un trabajo. Eso sí, ahora echa de menos las horas en la librería, las conversaciones con su tío y los clientes, y los momentos que pasa en la cercana cafetería Subouru, donde se hace amigo de varios empleados.

            Ya en su nuevo trabajo, vuelve de vez en cuando al barrio de Jinbôchô, pues ha habido novedades en la vida de su tío. Momoko, su mujer, que se había ido de casa hacía unos años, ha decidido regresar. Se instala en la habitación de la librería y la vida de su tío Satoru también cambia de manera drástica, lo mismo que la relación de Takako con su tía.

            Con el telón de fondo del amor a los libros y la vida de una librería, se entretejen varias historias: la de Momoko, que parece haber superado una crisis personal; la de su tío Satoru, siempre dispuesto a acoger y perdonar; y la de Takako, que descubre que tiene que seguir adelante superando los duros reveses que ha padecido en los últimos meses. La novela, sencilla en su estructura y literatura, contiene amables y positivos sentimientos. Takako es consciente de la importancia de los meses que pasó en la librería Morisaki, del inicio del verano hasta la siguiente primavera: “fue justo ahí -escribe- donde mi vida, mi verdadera vida, empezó. Sin esa experiencia todo habría sido insustancial, banal, insulso”. Esos meses sirven a Takako para descubrir aspectos ocultos de su carácter y para encontrar en los libros lo que más necesitaba en ese momento: “calor y serenidad”.

            Mis días en la librería Morisaki, la primera novela de Satoshi Yagisawa (Japón, 1977), se ha convertido en todo un fenómeno nacional e internacional, con traducciones ya a veinte idiomas. En la misma editorial ha aparecido su continuación, Una velada en la librería Morisaki, con parecida ambientación y personajes. Estos libros se suman a la ya larga lista de novelas que transcurren en librerías y en las que, además de hablar de autores y libros y del placer de la lectura, se abordan argumentos que tienen mucho que ver con el destino que los protagonistas dan a sus vidas. 



Mis días en la librería Morisaki

Satoshi Yagisawa

Letras de Plata. Madrid (2023)

160 págs. 14 €

jueves, 10 de julio de 2025

Notas para un diario. "Aprendiz de bucólico"

 


 

            Estaba deseando jubilarme para ir por la vida de una manera más calmada, sin tantas prisas y obligaciones. Siempre que me preguntaban cómo me imaginaba mi situación ideal para pasar un buen rato leyendo, comentaba que no necesitaba ni parajes exóticos, ni playas silvestres, ni acantilados al borde del mar. Mi experiencia ideal sería leer en un sencillo banco de un parque, por la mañana, con la fresca, sin prisas, sin agobios, sin mirar el reloj, con el móvil apagado. No fallaba: siempre que me lo preguntaban, recurría a esta imagen bucólica y cotidiana, sin estridencias.

            Cuando tienes algo idealizado es que sabes que ese momento no va a llegar nunca. Y si llega, no vas a saber qué hacer. Pero, lo que son las cosas, por fin mis sueños se han podido hacer realidad.

            Como decía, me he jubilado. Ahora tengo más tiempo para todo y para nada, lo que está muy bien, pues mi vida ha sido, por lo general, una constante batalla para sacar más tiempo al tiempo. Esta mañana, como estoy haciendo últimamente, he bajado hasta la Biblioteca pública que hay al lado del Alcampo de la Avenida de la Albufera, biblioteca que me viene muy bien y que he empezado a frecuentar. Siempre a primera hora. Es la mejor manera de aprovechar unas horas de lectura tranquila. 

Pero al llegar esta mañana me he encontrado la puerta cerrada con un candado y un cartel avisando de que va a estar cerrada todo el verano. Que van a hacer unas importantes obras. Así, sin avisar. Frustrado, he decidido volverme tranquilamente a casa, subiendo por uno de los laterales del Parque de las Tetas, el que está en frente de mi casa, en el barrio de Fontarrón, lo que era antes el Cerro del Tío Pío.

            De pronto, me ha venido a la cabeza esa imagen idílica de la lectura. Y como no tenía ninguna prisa, me he dicho: quédate hoy un buen rato leyendo aquí, que todavía no hace mucho calor. Sumergido en el frescor del parque gracias a los aspersores, me he puesto a buscar un banco a la sombra. “Allí hay uno”. Genial. Era un sitio bastante atrayente, con una potente, amplia y densa sombra. Pero al acercarme, he tenido que rechazar la elección porque han estado regando hasta hace un rato y el banco estaba empapado. Me ha pasado lo mismo con otros bancos que estaban cerca, también sugestivos y llenos de sombra. 

            Decido subir hasta la parte de El Mirador, donde están las mejores vistas de Madrid. Apenas hay gente a estas horas. Un poco de brisa, de viento, de agradable fresco. Veo que hay pocos bancos disponibles y la mayoría están al sol, que da ya a primera hora de la mañana de manera potente: estamos a finales de junio.



            Tras merodear por la zona, encuentro por fin un banco a la sombra y que, encima, todo un honor, tiene como escenario la inmensa ciudad de Madrid. Me he sentado. He sacado de la mochila el libro que estaba leyendo, El Imperio, del periodista polaco Ryszard Kapuscinski, un original libro de viajes y de reportajes de hace ya años con el telón de fondo del derrumbamiento de la URSS. A la vez que me ponía las gafas (obligatorias para ver de cerca), pensaba en la dicha de disfrutar de unos instantes de absoluta y redonda felicidad. Qué maravilla. Qué sensación de paz y de libertad. Qué gozaba aspirar el aire fresco, la hierba recién regada, la espesa tranquilidad. Qué libre me sentía contemplando la infinita extensión de Madrid, sus grandes edificios -reconocibles desde aquí-, la luz velazqueña, la explosión de colores de los tejados, el fondo voluptuoso del cielo y, al fondo, como un decorado, la sierra de Madrid. Casi se me saltan las lágrimas. 

            Comienzo a leer. Voy por las primeras páginas, cuando el periodista polaco recorre algunas de las antiguas repúblicas soviéticas, repúblicas pequeñas, insignificantes que la Revolución soviética transformó completamente. Se modificaron sus ancestrales costumbres y se uniformaron las repúblicas con los mismos valores, la misma manera de hacer política, las mismas instituciones, las mismas modas, los mismos criterios. Algunas frases e imágenes del libro me golpean y decido subrayarlas. Cojo la mochila, que había dejado en el mismo banco, y me pongo a buscar un lapicero. Pero, horror, la mochila se ha llenado de hormigas cabezonas, que se han metido incluso por dentro. Dedico unos minutos a vaciar la mochila mientras me quito de encima a un buen número de hormigas. Hasta en el cuello he encontrado algunas. Sacudo todo el banco y ya con el lapicero en la mano me dispongo a subrayar un par de citas. 

            Vuelve la paz, el sosiego, la tranquilidad, la armonía de la naturaleza con mis intenciones estéticas. De vez en cuando levanto la vista del libro y me dejo atrapar por la extensión multiforme y colorista de Madrid. Respiro. Aspiro. Pienso que tendría que haberme traído los cascos para aprovechar estos instantes escuchando algo de música clásica. Pero pronto rechazo la idea: mejor así, al natural, dejándome arrullar por los sonidos espontáneos del parque. Regreso a la lectura. Ahora estoy en Kirguistán. Soy testigo de la hospitalidad de las gentes con el periodista polaco. Hasta la ofrecen un suculento banquete cuyo plato más importante es una cabeza de carnero cocida. “El huésped -dice Kapuscinski- debe comerse el cerebro. Después debe sacar un ojo y comérselo también. No hay que olvidar que un ojo de carnero tiene el tamaño de una ciruela. El otro ojo se lo come el anfitrión. Así se forjan los lazos de confraternidad. Se trata de una experiencia que queda grabada en la memoria durante mucho tiempo”. No me extraña.

            Vuelvo a levantar la vista y, todavía con la imagen del carnero en mi cabeza, me fundo con el paisaje. Madrid es a esas horas una explosión de colores, con el sol dando de manera lateral, pero sacando brillo a la variedad de edificios, tejados, construcciones. Se ve el ir y venir de los coches por calles pequeñas y grandes avenidas. A lo lejos, un helicóptero aparece al lado de la Torre Picasso. Vuelvo a meterme en el libro, pero esta vez apenas leo unas líneas.

            -“Toby, ven, deja eso, tíralo, tíralo ya”. Una joven le dice enérgicamente a su perro, un bichón maltés bastante histérico y ladrador, que suelte algo que ha cogido, a lo mejor un resto de comida. Pero el perro no le hace ni caso y sale corriendo cuesta abajo, y ella detrás. Echo un vistazo y empiezo a ver bastante movimiento en el parque con los perros. Suelo ver que a primerísima hora de la mañana salen bastantes vecinos a sacar a los perros; son los que se van a trabajar y dan una vuelta rápida, con un objetivo específico: que los perros hagan cuanto antes sus necesidades. Por eso, se quedan en las inmediaciones del parque y no se meten mucho por dentro, para no perder tiempo. Pero a estas horas es distinto. Los dueños, perfectamente equipados para andar, con buenas zapatillas, gafas de sol y con los cascos puestos, llevan a sus perros sueltos en unas caminatas que a veces duran horas.

            Esta vez no me da tiempo a volver el libro porque justo delante de mí se para una señora mayor hablando con el móvil. “Muchas felicidades, cariño mío. ¿Qué te han regalado? Habla más alto, que no te oigo. Sí, esta tarde iré a verte para darte mi regalo. ¿Qué qué te voy a regalar? ¡Ah, misterio, misterio! Pero te va a encantar. No te oigo, chilla un poco más. Dile a tu madre que se ponga”. Y sigue andando hablando ahora con la que parece ser su hija. Casi chillando. Se queda a pocos metros de mí y la conversación continua un buen rato. No la oigo bien, pero los chillidos que emiten me distraen. Vuelvo a mirar el paisaje. Madrid me atrapa. Aspiro.

            -“Toby, he dicho que vengas aquí”. Ha vuelto Toby. La joven, bastante enfadada, corre detrás de Toby sin que este le haga mucho caso. “Que te he dicho que te pares. Te vas a enterar. Te vas a quedar sin chuches”. Pero Toby va a lo suyo, llevando en la boca algo, aunque ahora que me fijo bien parece un ratón pequeño, todavía vivo. Delante de mí pasa primero Toby, orgulloso y en forma, y luego la joven, ya un poco asfixiada de tanto correr.

            De pronto, aparece por la derecha una pareja de unos cincuenta años, él más mayor que ella. No tienen pinta ni de runners ni de turistas. Han debido de salir a hacer algunas compras y se han desviado por el lateral del parque. Cuando están a mi altura, deciden sentarse en mi banco. –“¿Molestamos?”. “Por supuesto que no”. “Muchas gracias”. Al rato, me pregunta él: “¿Le molesta que fume?”. “Por supuesto que no”, respondo. Pero veo que no saca ningún cigarro. Vuelve otra vez a dirigirse a mí: “¿Y si me fumo un porro? ¿Le importa?”. “Por supuesto que no”. Y con toda la parsimonia del mundo, prepara el porro con mucho cuidado, lo enciende y le da, él primero, un par de profundas caladas: Luego se lo pasa a ella, que se queda un buen rato con el porro. No hablan nada. Al rato, me dice él: “¿Le apetece una calada?”. “Muchas gracias. Muy amable. No fumo”, contesto educadamente con el libro en la mano.

            Asisto como público a la ceremonia completa, mientras voy aspirando el inconfundible aroma a porro. Me han entrado ganas de irme de este sitio, pero he echado un vistazo por los alrededores y mientras que aquí sigue habiendo sombra, en el resto de bancos ya da plenamente el sol. Seguro que no van a tardar en irse. Y acierto. Se acaban el porro y emprenden la marcha. “Buenos días”. “Buenos días”.

            Sigo leyendo. Ahora Kapuscinski se ha trasladado a Asia Central, al Mar de Aral. Resulta agónica la descripción que hace el periodista polaco de la desaparición, programada, de dos ríos muy importantes que recorren la zona. Los intereses económicos y políticos están por encima de la realidad geológica y fluvial. Y los ríos se acaban secando y desapareciendo, lo mismo que el Mar de Aral. Me pongo un poco triste ante el deprimente espectáculo que estoy leyendo. Cuando me encontraba meditando sobre estas cuestiones geopolíticas, oigo una voz potente que sale de la montaña que tengo más cerca, una de las Tetas donde la gente por la tarde se desparrama por la ladera para contemplar la puesta de sol. Son muchos cientos de personas los que visitan el Parque, pero casi todas a última hora de la tarde, cuando resulta imposible aparcar cerca de casa. 




            Como no veo bien de dónde procede el ruido, decido levantarme para ver mejor. Aprovecho para meter el libro en la mochila para que no se me olvide. Desde donde estoy, veo a un señor mayor que lleva una mariconera en la cintura de Viajes Barceló. Ha subido hasta arriba de la montaña y desde allí, completamente solo, se ha puesto a cantar. Pero no a cantar bajito sino a pleno pulmón. Al principio no entiendo nada de lo que está cantando, pero cuando avanza un poco reconozco la canción y la letra. “Una piedra en el camino”. Pero una y otra vez se equivoca al arrancar con la siguiente estrofa. Como sabe que se está liando, pasa directamente al estribillo: “Y rodar y rodar y rodar”. Tiene buena voz. Cada vez le oigo mejor. Vuelve a empezar: “Una piedra en el camino”. No cambia de canción. Sigue todo el rato con la misma. De vez en cuando, se para en la ladera y echa un vistazo a la montaña. Se para. Vuelve a andar. Se vuelve a parar. “Y rodar y rodar y rodar”. La canción se me está metiendo dentro y luego a ver cómo me la quito de encima. Al rato, cantando como un tenor, pasa por mi lado. “Buen día”, me dice. Y sigue cantando. Veo que pilla uno de los caminos en cuesta que van hacia la colonia de los Taxistas y cada vez le oigo menos. Miro el reloj y decido quedarme un rato más.

            Se acercan un hombre y una mujer con dos perros. Uno es un labrador y el otro un pastor alemán. Hacen buena pareja. Van juntos, a buen ritmo, mientras el hombre y la mujer caminan detrás de ellos. “Ten cuidado, Luna, no corras tanto”. “Pues yo estoy muy preocupado con Lennon. La caca de esta mañana era rala. Debe estar suelto. Algo que le ha sentado mal”. “Pues si sigue así le tendrás que llevar al veterinario”. “No me gustaría. Cada vez que le llevo me pegan un buen palo y el pobre Lennon lo pasa fatal. Se pone muy bruto”. “A Luna, sin embargo, le encanta que la lleve. Se lleva muy bien con la veterinaria y hace con ella lo que quiere”. “¿Y a qué veterinario vas?”. “Ahí, en Moratalaz, en la calle Marroquina, más o menos a mitad de la calle”. ¿Y tú?”. Es un veterinario amigo que está por Pablo Neruda, cerca del Tirso de Molina, ¿Lo conoces?”. “No me han hablado muy bien de él. A un amigo casi le mata un gato por hacer experimentos con las pastillas”. “A mí me va bien. Aunque es verdad que me parece un poco caro”. Los dos estaban parados desde hace un rato justo delante de mí. Ahora deciden emprender la marcha y cada vez oigo de manera más amortiguada su conversación. “Luna, no corras tanto a ver si vas a coger una insolación”.

            Antes de volver a ponerme a leer, decido esperar un rato, por si vuelve a pasar alguien. Pero no. Son unos minutos únicos, esplendorosos. Miro al cielo. Miro a Madrid. Vuelvo a aspirar. Me siento pleno. De pronto, siento en mi interior una ráfaga de bucolismo, de pasión por el beatus ille, de esponjamiento sentimental. Son unos minutos que decido estrujar al máximo. El silencio me envuelve. Incluso corre una liviana e inesperada brisa. Satisfacción total. En ese momento, decido emprender la lectura, darle otro mordisco a El Imperio, que me está entusiasmando, aunque entre unas cosas y otras apenas he leído diez páginas desde que llevo aquí, en este banco, fundiéndome con el parque y con el exuberante Madrid que se levanta ante mis ojos. Cuando llevo apenas dos párrafos, noto un clic cerca de mi banco y los aspersores que lo rodean comienzan a lanzar agua por todos los lados. También al banco. Ya empapado, guardo el libro en la mochila y decido afrontar la situación con un relajado estoicismo, también de raíces clásicas, como el bucolismo. No me rebelo. No me voy. No tiro la toalla. El agua corre por mis mejillas y por mis cabellos. No estoy dispuesto a que nada ni nadie estropee este momento de lucidez y de plena felicidad. 




            

miércoles, 9 de julio de 2025

"Almenara", de Miguel Ángel Ruiz

 

        Resulta curioso. Me he leído bastantes libros en estos últimos meses. He hecho muchas listas de libros. Y, cada vez que me piden alguna recomendación personal, me viene siempre a la cabeza este libro de Miguel Ángel Ruiz (Murcia, 1969) que me leí hace ya unos cuantos meses. No contiene ninguna historia insólita. No tiene una trama superoriginal. No es un best-seller repleto de intriga y de acción. Es un libro sencillo, pegado a la realidad del protagonista y narrador.

Y, sin embargo, tengo que reconocer que Miguel Ángel Ruiz ha tocado en Almenara algunas teclas esenciales sobre los modos de vida actuales y los deseos que compartimos con el autor de vivir una vida más plena y auténtica, más primaria y básica. Por eso resulta muy acertado su subtítulo: “Diario sobre la naturaleza y la familia”.

            El autor cuenta en él, de manera detallada y periodística, cómo entre 2018 y 2019 se lanzó a una empresa con la que había soñado desde hace ya muchos años: adquirir una casa en la que retirarse y apartarse, en silencio, del mundanal ruido. Una casa diseñada con criterios muy estrictos y muy elementales donde “reconectarse con la naturaleza y el paisaje” y donde desconectar de su vida profesional, sometida a la burbujeante actualidad del periodismo.

 “Me considero parte de esta naturaleza cercana y pequeña donde los bancales de almendros y olivos encajan con armonía entre los pinares”. En ese contexto, su tierra murciana, la sierra de Almenara, quiere el autor pasar todo el tiempo que le permitan sus circunstancias. La posibilidad de hacer realidad el sueño surge cuando, en sus frecuentes paseos en bicicleta, descubre una casa abandonada, en ruinas. Consigue hacerse con los terrenos y encarga a unos amigos arquitectos el original diseño al que tantas vueltas le había dado..

            El libro habla de este proyecto, de la relación con los albañiles, de la ayuda de sus familiares, de cómo también colabora su mujer. También introduce historias secundarias que hacen más agradable la lectura, con escenas familiares y otras que proceden de su trabajo en el periódico. Y, en todo momento, está presente su principal objetivo: construir una casa para unirse a un paisaje concreto, leer y apartarse de la realidad con el fin de estar más cerca de la elemental felicidad.



Almenara

Miguel Ángel Ruiz

Xordica. Zaragoza (2024). 

268 págs. 19,95 €.

 
 

lunes, 30 de junio de 2025

"Madrid. La ciudad que vivo y veo", de Rafael Gómez Pérez


            Como escribe el autor en el prólogo, su intención ha sido “mostrar el Madrid que yo he visto, por si puede servir a alguien. Hay otros muchos Madriles...”. Es cierto, para los enamorados de Madrid (se puede vivir en Madrid y pasar olímpicamente de la ciudad; y, al revés, no vivir en Madrid y estar profundamente enganchado a esta ciudad), existen múltiples maneras de mirar una ciudad inabarcable desde todos los puntos de vista. 
Este libro del autor, uno más en su ya larga lista de títulos publicados que alcanzan numerosas inquietudes intelectuales, contiene una síntesis de Madrid con muchas ramificaciones que proporcionan una información ajustada, útil, interesante, práctica para aquellos que quieran conocer mejor esta ciudad. 


        Con frecuentes observaciones personales que tienen que ver con la relación, intensa y pateada, del autor con Madrid, este libro es una amena y completa aproximación a lo más destacado de Madrid, desde sus museos a jardines, desde sus lugares emblemáticos a los barrios nobles y populares. Sus comentarios suelen ser breves y jugosos y se nota un montón su condición de profesor de antropología a la hora de explicar determinados aspectos y fenómenos de la ciudad. Gómez Pérez habla de lo castizo en Madrid, de los tópicos que habría que eliminar, de la vida de algunas calles emblemáticas (Mayor, Alcalá), de la Puerta del Sol como máximo referente para todo. También sale el Madrid flamenco, una cata del Rastro y un capítulo muy detallado dedicado a las plantas y árboles de Madrid. Como escribe el autor, “hay que mirar tanto hacia abajo como, haciendo una breve pausa, hacia arriba”. 


           
 Un libro que puede animar a muchos lectores a recorrer estos lugares, descubriendo anécdotas, historias, perspectivas, protagonistas. También hay capítulos dedicados a la presencia de Madrid en la literatura y reflexiones muy interesantes, por ejemplo, sobre el callejear por Madrid, que demuestran cómo el autor ha calado en el espíritu de esta gran ciudad. Para Gómez Pérez, “hay un Madrid físico, el de edificios, calles, plazas, parques, jardines… Y un Madrid psíquico que resulta de las impresiones que se reciben al convivir con la gente”.



Madrid. La ciudad que vivo y veo
Rafael Gómez Pérez
Editorial Y griega. Madrid (2025)
234 págs. 15 €.

viernes, 27 de junio de 2025

"Viaje a casa del vecino y a otros lugares exóticos", de Eduardo Gris Romero

 

    El pasado 26 de junio, en Licor Café, un local de Mejorada del Campo, acompañé a Eduardo Gris Romero en la presentación de su nueva novela Viaje a casa del vecino y a otros lugares exóticos. Reproduzco a continuación las palabras que dije en el acto.



    Quiero dar las gracias, en primer lugar, a Eduardo por su invitación para participar en este importante acto. Importante porque siempre que se presenta un libro hay que felicitar, y si se puede, acompañar al autor (y si se invita a unas cervezas, más todavía). Aunque uno puede acabar, después de muchos sacrificios, disfrutando del proceso de escribir un libro, y seguro que Eduardo ha disfrutado mucho con este libro, se trata de un trabajo duro, un camino largo, en el que uno tiene que invertir muchas horas quitándoselas, por lo general, a otras obligaciones. Los libros no se escriben con la gorra. Que tu familia y amigos estén aquí ahora en este Café es una buena señal de amistad y de reconocimiento.

            Gracias también a David Torrejón, el editor de La Discreta. Siempre lo he dicho: en el trabajo de estos editores y de estas editoriales es donde se aprecia el valor y la función de la literatura en estado puro. Buscan buenos libros para publicar, dan la oportunidad a muchos autores de ver sus libros publicados y, encima, intentan promocionarlos entre la maraña inabarcable de títulos que se publican en nuestro país. Felicidades por la editorial, por la pasión y el tesón.

            Y gracias por tener la oportunidad de conocer a don Miguel Manzanares, el vecino de Eduardo, del que ya me habían contado algunas cosas, ya famoso, y que sin lugar a dudas tiene el mérito, muy difícil de llegar a él, como escribe Eduardo, de ser “una de las pocas personas que saben flexionar correctamente el sintagma ‘hijo de puta’”. Mi más sincera enhorabuena y claramente estamos ante alguien que ha llegado a la perfección absoluta y que por algún sitio tenía que notarse que posee, y comparte con Eduardo, la colección completa de la editorial Gredos en su casa. Esto son palabras mayores.

            Viaje a casa del vecino y a otros lugares exóticos es, hay que decirlo ya, un desternillante libro sobre los peligros no del turismo, que también los tiene, y muchos, sino de la literatura que rodea todo lo relacionado con el turismo y los libros de viajes.

            Está claro que visitar ruinas históricas, ver paisajes increíbles, conocer de cerca monumentos insospechados, tener la oportunidad de relacionarse con gentes de otras culturas y costumbres es una experiencia altamente positiva y gratificante, aunque en mi caso tengo que reconocer que no me atraen los viajes exóticos y me identifico mucho más con la figura del dominguero existencial o, con la terminología de Eduardo, viajar a casa del vecino. Lo malo de los viajes es lo que viene después, porque siempre hay un inevitable después: la necesidad de contarlo (a cuantos más, mejor) y cómo contarlo. 

Creo que todos hemos padecido al plasta de turno que, tras un viaje a Guatemala, ha quedado con nosotros para contarnos su sublime experiencia y, a la vez, enseñarnos los miles de fotos que ha hecho de cada uno de los sitios que ha pisado (en ese momento, uno se encuentra secuestrado, sin posibilidad de opinar, lo mismo que le ocurrió a Eduardo en Marrakech cuando le enseñaron los interminables vídeos de una boda, atentado que, como se puede apreciar, es universal). Reconozco que aguantar a esos pesados, por muy buena voluntad que tengan -que no la tienen- es una experiencia que me supera, lo mismo que las conversaciones melifluas y almibaradas en torno a los viajes que hacen muchos sin inmutarse. Un ejemplo. Estaba un día tomando algo en un bar de Moratalaz y había un matrimonio ya mayor que le estaba contando a una víctima propiciatoria su interminable y programado viaje a Camboya. Cuando, después de nombrar cientos de sitios y lugares totalmente desconocidos, dijeron cayéndoseles la baba: “¡qué simpáticos son los camboyanos! ¡No te puedes ni imaginar!”. Me levanté y me fui. 

            Se ha metido de tal manera el turismo en nuestras vidas que ya no podemos escapar de sus numerosos y peligrosos tópicos. Y tenemos a nuestro alrededor a miles y miles de turistas profesionales que saben que el turismo, ese viaje en un crucero por las islas griegas o los fiordos noruegos, no se acaba en realidad hasta que no se ha contado y fardado.

            Ya sabíamos por su blog que Eduardo ha viajado un montón. Muchos de estos viajes han tenido alguna conexión con su tesis doctoral, que luego ha publicado en la editorial Pre-Textos con excelentes resultados, Los poemas de amor más antiguos del mundo, excelente libro que se convierte en una sabia reflexión sobre las constantes humanas a lo largo del tiempo. Ahora ha reunido en este volumen unos cuantos de sus viajes a Jordania, Marruecos, Túnez, Tailandia, Tanzania, Siria, Egipto, Turquía… En ellos se describen, de manera rápida, sin avasallar, los lugares más emblemáticos, con oportunas pinceladas históricas y literarias. 

Lo que más me ha llamado la atención de este libro es la seguridad estilística de Eduardo. Me encantan las originales descripciones que hace de muchos de sus personajes. Por ejemplo, de Gonzalo, al que ya hemos mencionado, que “tiene los ojos azules y la piel como la gelatina de los chicharrones”. De la joven con la que coincide en una discoteca en Marrakech: “tenía el talle de palmera, las cejas como pinceles, las mejillas como playas vírgenes, los labios como bakavas, la nariz de Nefertiti, los dientes de carne de coco y los ojos negros como tumbas”. También las descripciones sobre los lugares muestran esta seguridad y dominio de lo que está contando. Esto no es nada fácil. Si hay que ponerse serio, Eduardo se pone serio, y le sale un estilo muy detallista, ajustado, de gran calidad. Y si hay que ponerse zumbón, le sale a la perfección, riéndose de sí mismo, del gran Yubero, del resto de turistas, de lo que ve y, sobre todo, del cómo hay que contar las cosas que se han visto.



            Así cuenta parte de su viaje a Bangkok: “Cojonudo: acabamos de llegar a Bangkok y ya hemos hecho todo lo que la guía dice que no hay que hacer: meternos en ciertas zonas, comer en puestos callejeros, usas cubiertos usados y atiborrarnos de picante”. 

            Pero también deja caer en este mismo viaje reflexiones muy agudas y experimentadas: “Por muchos budas y estupas que uno contemple, por muchas catedrales que visite, la belleza, siempre que uno no tenga la sensibilidad completamente estragada por las nuevas tecnologías, termina golpeándole”.

            Capítulo aparte merecen los comentarios irónicos sobre estereotipos que tienen que ver ya con el lenguaje turístico, o cómo se utiliza el turismo solidario para enriquecer el currículum humanitario de tantos famosos o no tan famosos: “Es muy importante hacerse fotos con niños porque así uno no parece un turista, sino un activista, que viste mucho”. También la importancia de hacer fotos a desconocidos “porque son polivalentes e inagotables”. O la obsesión por lo auténtico de los viajeros intrépidos (“porque donde esté lo auténtico que se quiten el fasto, el confort y hasta la salubridad”), lo que le lleva a esta excelente reflexión: “Los viajeros jovenzuelos, romanticones y un poco gilipollas creen que solo ellos son viajeros, y los demás turistas”. Una distinción que refuerza en otros momentos de su libro.

            Hay que mencionar también a su fiel compañero de viajes, el gran Yubero, al que vemos en el capítulo final enamorarse de Silvia como un manso corderito. Antes, eso sí, junto con Eduardo, le vemos romper el saque completamente a todos los guías con los que se encuentran. Escribe Eduardo: “El hombre (el guía) ya había tomado nota de que a los viajeros descabellados, copetudos y presuntuosos (se refiere a él y a Yubero) lo que más les gusta es comer pipas peregrinas, mariscos de taxonomía incierta o cosas que harían vomitar a una cabra”.

            Y, por último, un breve comentario a esos paréntesis que introduce el autor de vez en cuando contando los viajes a casa de don Miguel, a casa de una de sus tías, Carmencita, a recoger un táper de torrijas o al campo de Mejorada del Campo. El autor concluye que los viajes, a dónde sean, a lugares exóticos o a la casa del vecino, son una oportunidad para reflexionar sobre uno mismo y para poner en práctica el arte de la escritura, aunque se corra el peligro, al hablar inevitablemente de uno mismo, de la egolatría y el endiosamiento. Pero siempre que se viaja, se escribe y se lee sobre estas experiencias tiene uno la oportunidad, como sucede leyendo a Eduardo, de recoger algún tesoro y de descubrir muchos matices de lo que es la vida, analizada y vista con la mirada divertida y auténtica de Eduardo. 

Citando de nuevo a Eduardo, “queda de nuevo demostrado que los viajes constituyen un eficacísimo remedio contra la presunción, la suficiencia y la veleidad”. 



Viaje a casa del vecino y a otros lugares exóticos

Eduardo Gris Romero

La Discreta. Madrid (2025)

264 págs. 18 €

martes, 24 de junio de 2025

Literatura para las vacaciones 2025


    Ya próximas las vacaciones, para unos antes que otros, es el momento de escoger qué lecturas vamos a leer este verano. Para facilitarte la elección, en Aceprensa hemos hecho una selección de algunas novelas publicadas en los primeros meses de 2025. La oferta es variada, pues aparecen diferentes géneros literarios, tendencias, editoriales, autores actuales y, también, obras ya consagradas aprovechando nuevas ediciones (los artículos de Julio Camba en la editorial Cátedra), centenarios (el de Ignacio Aldecoa y Carmen Martín Gaite) y fallecimientos recientes, como es el caso de Frederick Forsyth.  

VER LISTA EN ACEPRENSA.