Desayunando los domingos por la mañana en el Gregory, en Puerto de Canfranc, estoy viviendo algunas escenas que merecerían ser filmadas. La peor de las que he sido testigo hasta ahora es la de la señora Verborreica, una mujer no muy mayor, bajita, pizpireta, ágil, con una voz musical, que está más para allá que para acá. Esta señora entra en el bar como si entrase al salón de su casa, contando de corrido y en voz alta, muy alta, cosas cotidianas de su vida como si los que estamos en ese momento en el bar fuésemos sus vecinos o familiares.
Ya he comprobado que el peor error que se puede cometer con ella es fijar su mirada, coincidir con sus ojos, dar por sentado -aunque sea mentira- que te está interesando lo que está contando. Si eso ocurre, ella, de pronto, capta a la primera que ha cazado un interlocutor y a partir de ese momento se dirigirá única y específicamente a ti. Y vete preparando. A veces, por la calle, me la he encontrado por casualidad y siempre la he visto parada recitando cosas de su vida, siempre las mismas, al pringado que ha conseguido atrapar, sea este un señor mayor, un joven en chándal o una señora que viene de la compra. Ni que decir tiene que antes de entrar en el Gregory miro con cautela para ver si está o no; si está ya perorando, con disimulo me doy la vuelta y voy a tomar café a otro sitio; si no está, paso y desayuno, en principio tranquilamente, aunque sé que en cualquier momento puede entrar en tromba. Me da pena, la verdad, porque se ve que la pobre no está muy bien de la cabeza; pero después de haberla oído en el bar unas cuantas veces contar siempre lo mismo, no estoy dispuesto a caer bajo su embrujo. Si la veo entrar, me pongo a mirar al techo.
La otra escena tuvo lugar el pasado domingo. Yo estaba tomando mi café y una porra cuando entró un señor alto, delgado, próximo a los ochenta, con cara de mala leche. Mari, la del bar, le saludó efusivamente y le dijo que qué raro verle por allí tan pronto. Se notaba que había mucha confianza y que era cliente habitual del bar, más a la hora del aperitivo que a la del desayuno.
-Vaya jeta que traes esta mañana, Miguel. ¿Has dormido mal?
Miguel se situó al final de la barra y se sentó en un taburete. Tenía pinta de ser su sitio habitual.
-Me voy a comer con mis hijos a Navalcarnero, donde vive el mayor.
-¡Qué suerte! Eso es que vas a comer bien. Por allí seguro que hay buenos restaurantes.
-¡Y una mierda voy a comer bien! Me han dicho que me van a llevar a un sitio que a ellos les gusta mucho, sobre todo a mi nuera. Es un sitio que se ha puesto de moda donde se come el sushi ese japonés.
-¿Tú sushi? No te pega nada. Llévate unos zarajos por si acaso.
-Sí, sushi. No me jodas. A mis años. Sushi. Qué asco. Y encima, lo estoy viendo, para no tener problemas tendré que decir que me gusta y hasta repetir, para quedar bien con mi nuera, que le ha dado por estas cosas exóticas desde que se apuntó al yoga de los cojones.
-Pues yo que tú me tomaba algo ya. Vete ya comido, por si acaso. Me parece que vas a pasar hambre.
-Sushi. Puto sushi.
-No me extraña que tengas esa cara, Miguel. Pues yo, para darte envidia, voy a comer unas carrilladas que está preparando Antonio en la cocina.
-Carrillada. Sushi. No me jodas.
Desolado, me fui del bar. Pobre Miguel. Pienso lo mismo que él. Yo también estaría así.
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