viernes, 5 de enero de 2018

Una buena idea


-No hay manera. No se engancha. Se vuelve a caer.
Nino estuvo a punto de dar un manotazo y tirar todo directamente al suelo. Nada le salía bien. Hasta la plastilina se había quedado demasiado dura y aunque intentó calentarla con un mechero que consiguió en la habitación de sus padres, fue peor: casi se quema.
-¡La madre que lo parió…! –Exclamó tirando lo que parecía ser un San José encima del serrín.
Y luego estaba la estrella, la puñetera estrella. Consiguió en la cocina papel de plata, sus tijeras del colegio, un poco de pegamento… Pero era incapaz de que aquello se pareciese a una estrella. Al final, quedó un amasijo de plata que encima no consiguió que se quedase en lo alto de lo que también, con mucha imaginación, parecía una montaña.
-¿Qué estás haciendo, Nino? ¿Por qué no ayudas a poner la mesa?
Seguía en su habitación, encerrado. Había decidido que el belén sería este año su aportación a la decoración navideña de la casa. Además, del árbol y las luces y esas plantas rojas que su madre pone por todos lados, él quería que hubiese un belén, como en casa de Lola y de Julio. Todos los años les echaba una mano buscando algunas piedras en el parque, unas plantas, un poco de musgo.
-Este año me toca a mí. –Se dijo Nino con convicción.
Pero había sobrevalorado sus habilidades, y eso que tenía sobre sus espaldas la experiencia de sus trabajos manuales, siempre horribles, siempre chapuceros. Odiaba las clases de plástica.
            Dejó los preparativos del belén  para el último momento, para ocultar la sorpresa a sus padres y pensando que iba a ser muy fácil. Pero en el parque no encontró ni una mísera piedra grande, y eso que lo recorrió unas cuantas veces. Seguro que Lola o Jaime se habían llevado ya las buenas. Al final, metió en la mochila unos cuantos pedruscos.
-Los uniré con algo para que parezcan una montaña. Y en la montaña una cueva. El arroyo, para el año que viene.
            Ni montaña, ni cueva, ni estrella… Quería hacer las figuras con plastilina, la que le había sobrado de aquel árbol que tuvo que hacer para el colegio, que ni parecía árbol ni nada. No sabe ni cómo aprobó, pues le había quedado algo confuso, sin forma, con muchos colores mezclados. Consiguió modelar tres figuras, la Virgen, San José, el Niño. Pero el Niño, con color azul, parecía un extraterrestre; la Virgen, un demonio rojo; y San José, un espantapájaros verde. No conseguía que se quedaran de pie. Apoyó las figuras contra las piedras. Se suponía que la estrella era lo que estaba más arriba. Y luego el serrín. Como se le había caído más de la mitad, lo poco que le quedaba no conseguía cubrir ni la mitad de la mesa.
-¿Y dónde pongo el musgo?
            El musgo era lo único que le recordaba a los belenes de Lola y Jaime.
            -¿Qué haces encerrado? ¡Sal de ahí, que van a llegar los abuelos!
            Su madre ya estaba histérica. Su padre salía a las nueve del Hospital. Llegaría justo a la cena.
            Decidió poner las figuras encima del musgo. Encendió la luz del flexo. Con poca luz quedaba bien y las figuras tenían un algo especial. Pero el belén no se quedaría en su habitación. Había pensado ponerlo en el pasillo, antes de la entrada en el salón. Como el pasillo era ancho, cabía la mesa de sobra. Y quedaba sitio para pasar. No molestaría. Pero allí no podía poner el flexo.
            Decidió vestirse primero. Oía a su madre chillar, que saliese, que echase una mano. Es decir, lo de siempre, bla, bla, bla. Cuando se apagaron las voces, colocó todo en el pasillo. Primero, la mesa, con cuidado de que el serrín no cayese al suelo. Luego las piedras. Y el musgo. Y las tres figuras. Y recuperó el árbol, que tenía guardado en un cajón y que en el último momento se le ocurrió que hiciese las veces de palmera. Y la estrella. También puso una vela amarilla que había encontrado en uno de los cajones del salón.
            Siendo justos, su belén no se parecía en nada a los de sus amigos. Pero por algo había que empezar.
            Entró en el salón. Cerró la puerta. Su madre salía de la cocina en ese momento con las últimas copas. Encendió todas las luces. Puso algo de música de Luis Cobos, como hacía siempre.
            Sonó el timbre. Los abuelos. Nino se fue derecho a la puerta. Entraron como un torbellino, con muchos regalos en los brazos, dando besos y la abuela con ese perfume insoportable que echa para atrás. Ni siquiera se fijaron en el belén, al que sobrepasaron esquivándolo. En el salón, otra vez besos. “Emilio está a punto de llegar”.
            Eran casi las nueve. Su madre puso un vino al abuelo y una tónica a la abuela. A Nino le dijo que esperase a la cena.
            Y a las nueve y cuarto llegó su padre. Se oyó el ruido de la cerradura. Y de pronto, un estruendo. Su padre se dio un fuerte golpe en la cabeza con la puerta del salón al tropezarse con la mesa de estudio y el belén. No había encendido la luz y entró como una exhalación. Su madre cogió intentó levantarle del suelo con la ayuda del abuelo. Las piedras estaban por el suelo; el serrín, desperdigado por el traje de su padre. La mesa también estaba descabalada.

Nino se quedó atornillado en su sitio, sin poder moverse. El abuelo sacó un pañuelo y se lo puso a su padre en la frente, de la que salía algo de sangre, no mucha. La abuela fue a la cocina por una escoba para recoger el serrín y las piedras. Su madre cogió las figuras del belén y sin apenas mirarlas, con asco, las tiró a la papelera. “Ya hablaremos tú y yo, me dijo” mientras su padre, apoyado en el abuelo, entraba en el salón repitiendo “este niño es gilipollas, gilipollas”.

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