La
escritora inglesa Helen Rappaport (1947), especialista en la Inglaterra victoriana
y en la historia de Rusia (uno de sus últimos libros publicados ha sido Las hermanas Romanov, Taurus, 2015),
describe los meses transcurridos desde la Revolución de Febrero a la Revolución
de Octubre, centrándose en los testimonios de un buen grupo de extranjeros
(especialmente ingleses y norteamericanos) que vivían en Petrogrado, la capital
por entonces del imperio zarista, donde tuvieron lugar unos hechos históricos
que, con palabras del periodista norteamericano John Reed, uno de estos
testigos, “estremecieron al mundo”.
Para escribir este minucioso ensayo,
la autora ha realizado un importante trabajo de investigación, acudiendo a las
fuentes personales -diarios, cartas, libros de memorias, fotografías,
películas…- que se conservan de esta colonia de extranjeros formada por periodistas, diplomáticos, hombres de negocios, banqueros, institutrices,
enfermeras y socialistas expatriados. Consigue así Rappaport
presentar en las páginas de este libro una imagen poliédrica de aquellos
sucesos, con los que supera las impresiones parciales de un solo individuo, a
menudo condicionado por sus opiniones ideológicas. Es lo que piensa la autora
de uno de los testimonios más populares sobre la Revolución, el que publicó el
periodista John Reed en 1919 y que tanta influencia tuvo y ha tenido, Diez días que estremecieron al mundo,
escrito desde la mirada izquierdista del autor, al que algunos colegas
consideraron “un juguete en manos de la máquina propagandística bolchevique”.
Tras la entrada de Rusia en la
Primera Guerra Mundial, la colonia autrohúngara y alemana abandonó el país en
1914. En Petrogrado, era muy numerosa la presencia de ingleses, franceses y, en
menor medida, de norteamericanos. Los ingleses, por ejemplo, eran propietarios
de numerosas industrias importantes desde hace varias generaciones. Vivían en
residencias y clubes exclusivos, participando activamente en la espumosa vida
social y diplomática, que lideraban el embajador francés, Maurice Paléologue,
el inglés, George Buchanan, y el norteamericano, David R. Francis.
Aunque se mantenía una vida disipada en estos reducidos
círculos, ya se palpaba en la ciudad, a lo largo de 1916, un generalizado
ambiente de desolación. Las dramáticas consecuencias de la negativa marcha de
la guerra eran bien visibles en las condiciones de vida de la mayoría de la
población. El desabastecimiento provocaba numerosas colas para poder recoger los
escasos alimentos disponibles. Este ambiente de descontento incendió un clima
revolucionario en los barrios obreros que se incrementó a medida que pasaban
los meses por las consecuencias del hambre, las huelgas, las bajas temperaturas…
y la agobiante represión de la policía zarista. Como escribe la autora, “la
llama de la revolución había prendido entre los manifestantes hambrientos de la
avenida Nevski y los huelguistas”. Y reproduce una de las pancartas de estas
manifestaciones: “Os pedimos pan y nos disteis balas”.
La situación comenzó ya a ser
insostenible. Proliferaron las acciones violentas y los enfrentamientos en las
calles, auspiciados por los grupos de izquierda, que multiplicaron su actividad
en esas semanas claves. La radicalización política, especialmente entre los
miembros del Soviet, fue a más. Los extranjeros –sobre quien apoya su relato la
autora- vivieron aquella situación confusos, atemorizados, escondidos en sus
viviendas, intranquilos. El zar parecía ausente y desbordado, más preocupado
por la marcha de la guerra que por la creciente e interna inestabilidad política.
Al final, todo estalló y el zar se vio abocado a la abdicación. La Revolución
de Febrero, más violenta de lo que algunos comentaron, había culminado con un
repentino cambio de gobierno que, a pesar de las advertencias, cogió por
sorpresa a los más destacados representantes de la diplomacia.
Pero los observadores políticos
intuían que el clima revolucionario no se calmaría sino que se iniciaba a
partir de ese momento un proceso todavía más peligroso. El nuevo régimen propició
el regreso de miles de exiliados, unos desde Siberia y otros, como Lenin y
tantos políticos de extrema izquierda, desde Europa. La llegada de Lenin (su
viaje fue financiado por el Estado Mayor alemán) impulsó el papel del partido
bolchevique, “una minoría compacta” –no la más numerosa- que mostraba un
programa político bien definido, al contrario que el resto de partidos con
presencia en una Duma cada vez más sobrepasada por los acontecimientos.
Tras meses en los que Aleksandr Kerenski intentó dominar
los acontecimientos para evitar una nueva Revolución, el Gobierno Provisional
fue depuesto por los bolcheviques, que se hicieron con el poder por la fuerza.
La autora finaliza su libro con la descripción de los primeros meses del nuevo
Gobierno: firmó el armisticio con los alemanes, aprobó la abolición de la
propiedad privada y, de un plumazo, suprimió la incómoda libertad de expresión,
además de crear en el mes de diciembre la policía política de la Cheka
(sucesora de la Ojrana, la policía secreta zarista), que instauró un régimen de
terror contra aquellos que fueron considerados enemigos del partido bolchevique.
Con muchísimos detalles, citas,
impresiones, valoraciones… que proceden de la numerosa documentación empleada,
la autora reconstruye aquellos momentos desde la variada perspectiva crítica de
unos ciudadanos extranjeros que vieron cómo muchos de ellos perdieron
absolutamente todo en la Revolución y que pasaron en poco tiempo de fieles
aliados a convertirse, salvo excepciones, en enemigos perseguidos por el poder
bolchevique.
Atrapados
en la Revolución rusa
Helen Rappaport
Palabra. Madrid (2017)
480 págs. 24,50 €
T.o.: Caught
in the Revolution: Petrograd, Rusia, 1917.
Traducción: Diego Pereda.
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