Escribí este relato-reportaje sobre las bodas hace años. Lo recupero ahora para ponerlo en el blog. Así tenéis piedad de mí, pues la semana que viene tengo que asistir a una boda de estas. Ya tengo el sobre preparado. y voy dispuesto a bailar la conga.
Cuando, para su boda, Paco se puso a buscar como un
loco un paño mozárabe, todos en la oficina pensamos que ya había
contraído la consabida enfermedad, esa gripe hortera que suelen
pillar la mayoría de los novios de todo el mundo mundial. Maricielo,
su novia, le había convencido de que quería tener una ceremonia
original y que podían hacer como un primo suyo de Albacete, que se
había casado por el rito mozárabe, “es tan, tan… bonito”,
exclamó suplicante Maricielo. Eso sí, ni el cura de la parroquia ni
ellos mismos sabían en qué consistía casarse por ese rito, a pesar
de buscarlo por Internet, pero a Maricielo le sonaba fashion,
exclusivo, y ante esos argumentos tan contundentes podía se
podía decir. Al final, no consiguieron el paño mozárabe, y eso que
Paco removió Roma con Santiago, aunque por la insistencia de
Maricielo no renunciaron a una ceremonia distinta.
Es lo malo de muchas bodas, populares y de postín:
con esta fiebre por ver quién es más original (la culpa la tiene el
espíritu guiness), uno no sabe qué espectáculo se va a
encontrar y acude a ellas temeroso de participar más en un circo que
en una ceremonia religiosa.
En el trabajo, Paco es un tipo tranquilo, normal,
con un contagioso sentido común, poco dado a las extravagancias y a
los esperpentos. Sin embargo, a medida que se aproximaba la fecha de
la boda observamos una falla descomunal en su habitual comedido
carácter. Primero fueron las invitaciones a la boda. En vez de
recurrir a lo manido, que es lo más efectivo, quisieron llamar la
atención con el diseño, los colores, el texto, etc. El resultado:
una invitación de las más grimosas que he visto en mi vida, con
lacito rosa y con unos colorines estrambóticos que le daban un aire
superkitsch y sideral. “A Maricielo le ha encantado, y a mi suegra,
más todavía”, afirmaba Paco como justificación. ¿Y a ti? Le
preguntábamos nosotros. “Yo he elegido el color cremoso, como de
nata, que es el apropiado para transmitir calidez y amor; Maricielo
lo quería verde, y menuda bronca hemos tenido hasta que hemos
decidido el mío”. Preferimos no seguir preguntando para no
enterarnos de más intimidades.
Luego le vimos nervioso con el tema de las lecturas
en la iglesia. El cura había rechazado los textos de Rabindranath
Tagore y Antonio Gala que una amiga de Maricielo había ya elegido, y
el poema anónimo de una poetisa griega que Paco había encontrado en
Internet. Menos mal que el cura no quiso sumarse a la fiesta hortera
y puso un poco de cordura, aunque tuvo que ceder en algunas
concesiones, como la poesía que, después de la homilía, iba a
recitar la señora Tomasa, la suegra, a la que últimamente, después
de asistir a un taller en el Imserso, le había dado por los
floripondios poéticos. No había celebración que no soltase uno de
sus ripios, como el día del bautizo de su nieto Jonahatan. Desde
entonces, no hay quien la pare. Eso sí, el cura le dio sólo cinco
minutos, y la señora Tomasa, en medio de una crisis y de un
berrinche, no tuvo más remedio que ajusticiar su poesía por la
mitad, aunque en los bancos de la iglesia se encontraba impresa la
poesía completa, como un lírico recuerdo.
Y es que Paco, definitivamente, ya había perdido el norte.
Nosotros le mirábamos con resignación cuando, durante el café,
hablaba por teléfono con los representantes de un coro de rocieros
(con certificado de autenticidad), la renovada tuna de Derecho (el
más joven no pasaba de los 50), unos mariachis de última generación
y una soprano rusa retirada que se ofreció para cantar ella sola la
Salve Marinera durante la comunión. Al final, por falta de
presupuesto, no tuvieron más remedio que recurrir al piadoso coro de
la Parroquia, cuyo repertorio –“Tú, has venido a la orilla”,
“No podemos caminar con hambre bajo el sol”- no fue precisamente
un derroche de originalidad, aunque Agustín, el primo de Paco, se
ofreció a tocar la guitarra eléctrica acompañando al coro, lo que
le dio bastante marcha, todo hay que decirlo.
Y llegó el día de la boda. La entrada de los
invitados a la iglesia fue sublime, con esos modelos y peinados
manifiestamente estentóreos, inflados, redundantes, barrocos. Los
novios, los dos, se presentaron 45 minutos tarde porque, por consejo
de la fotógrafa, todo un personaje, habían decidido hacerse las
fotos antes de la boda para aprovechar mejor la luz del sol.
Estuvieron dudando en donde hacerse las fotos, aunque al final
optaron por uno de los preferidos del circuito oficial: el madrileño
Templo de Debod, con su ambientación egipcia, que da a las fotos un
toque de simbolismo y etéreo misterio. Paco nos contó, mucho
después de la boda, cuando empezaba a ser el mismo de antes, que en
ese momento, siguiendo las indicaciones cursis de la fotógrafa para
conseguir unas poses lo más artificiosas posibles, se derrumbó y se
dio cuenta de lo bajo que había caído; por eso entró con esa cara
de cordero degollado en la iglesia, donde tuvo que soportar la
reprimenda del cura, harto del retraso.
El convite transcurrió según los cánones
normales: camareros obsequiosos con sonrisas relucientes, la
electrizante entrada de los novios al salón (con música electrónica
de “La Guerra de las Galaxias”), los gritos de “viva los
novios” y “que se besen”, la subasta de la corbata del novio,
el padrino repartiendo a escondidas los consabidos puros (por aquello
de las ridículas prohibiciones), los melosos detallitos de la
madrina para las mujeres, la madeja de niños estrellándose contra
el suelo de la sala, la sempiterna borrachera del tío Antonio, la
educada ceremonia de la entrega de los sobres (nos contó Paco que le
entregaron dos sobres vacíos, pero que ya han localizado a los
culpables), la ominosa bajada de la tarta desde el techo con las
luces apagadas y los solícitos camareros iluminando la sala con unas
chisporroteantes bengalas, el primer vals, el cancionero habitual en
estos saraos (el mismo en toda la geografía española) y, como
estrambote, el inefable ritual de la conga.
Otro día hablaremos del visionado de las
fotografías y el video de la boda y del viaje de novios: hay pocas
torturas comparables a una sesión de este tipo, sin anestesia, más
de 1.500 fotografías de un tirón. Y todavía hay gente a la que les
gustan las bodas.
Enhorabuena por este relato-reportaje, Adolfo. Me lo he pasado genial.Me ha recordado muchísimo a Larra en El castellano viejo.
ResponderEliminarTienes que cumplir lo prometido: hablarnos del visionado de las fotos. lo esperamos con ganas de partirnos de risa.
Eso sí, cuando yo me río en tus relatos o en situaciones que como las que recreas de los novios, no me río de los demás. Me río de todo. También de mí. De lo absurdo que tienen muchas de nuestras acciones, aspiraciones, sueños. Y también me río de lo divertida que es la vida.
Un abrazo,
César Fernández García
Lo de las fotos y el vídeo que te hacen ver da para otra entrada... Ya lo decía mi padre: lo mejor es el rapto y un franciscano que te espere en Miraflores y te case en secreto.
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