En
1962, el escritor Ramón Carnicer (1912-2007) recorrió el valle del
río Cabrera, en los confines de la provincia de León con las de
Zamora y Orense. En 1964, publicó este libro, en el que cuenta ese
viaje, los lugares que recorrió y las gentes con las que se encontró
en una zona muy cercana a su localidad natal, Villafranca del Bierzo,
donde pasó la infancia hasta trasladarse a Barcelona, donde fue
profesor, ensayista y autor también de otros libros de viajes como
Gracias y desgracias de Castilla la Vieja.
El
título, Donde las Hurdes se llaman Cabrera, ya es bastante
significativo de su intención: la Cabrera, aunque menos conocida que
las Hurdes (que el rey Alfonso XIII recorrió en un famoso viaje) es
otra zona olvidada y marcada por la pobreza. Cuando el libro se
publicó, como escribe el autor en la “Advertencia” que abre la
edición de 1985 (y que se reproduce en este libro), “supuso para
quien esto escribe una serie de insultos, amenazas y reproches cuyas
notas comunes eran la injusticia y la zafiedad, cuando no el sórdido
interés de quienes se aprovechaban de una situación humana en
muchos aspectos bochornosa”. En muchos sentidos, ya en 1985,
gracias a la explotación minera de la pizarra, habían cambiado
mucho las cosas y la Cabrera se había incorporado, muy lentamente, a
los avances del progreso y la modernidad, aunque la pobreza secular
ha llevado al despoblamiento de muchos de estos pueblos.
Pero en 1962, esa zona
alejada de casi todo, sin carreteras, pobre, sin recursos, parecía
como si el tiempo se hubiese detenido. Los pueblos viven al día, con
una pobreza que transite dignidad. Carnicer recorre los pueblos de la
Cabrera Baja, bañados todos ellos por el río Cabrera o sus
riachuelos y arroyos afluentes. Componen esta zona unos veinticinco
pueblos con, a principios de los sesenta, unos 6.000 habitantes. La
zona es muy montañosa. El viaje comienza en el pueblo de Puente de
Domingos Flórez. El primer pueblo importante es Pombriego, al que
presta una especial atención por lo que representa para esa zona.
Luego recorre Santalavilla, Llamas, Odollo, Castrillo de Cabrera,
Noceda, Saceda, Nogar, Robledo, Quintanilla, La Baña... En la
Cabrera se encuentran Las Médulas, aquellas minas de oro explotadas
por los romanos, lo mismo que otras minas cercanas. Hablando del
pueblo de Odollo, escribe el autor: “Visto desde su cumbre, la nota
dominante del pueblo es el negro ruinoso de los tejados, bajo los
cuales se adivinan miserias, conciencias embotadas por la fatalidad
de la costumbre, personas que oirían sin comprenderlo –porque
“siempre ha sido así, y así seguirá siendo”- al reformador
teorizante que puesto en pie en esta peña donde estoy sentado
perorara colérico en nombre de la igualdad de derechos, el progreso
y el nivel de vida”.
El
viajero, bastante más humano que esos teóricos, observa las
costumbres, los modos de vida, las ilusiones de sus gentes. Come con
ellos, asiste a sus fiestas, visita las cantinas, charla con unos y
con otros, aunque las conversaciones de más contenido las suele
tener con los curas que atienden estos pueblos y con los maestros y
maestras que hacen aquí lo que pueden, pues el atraso es endémico,
lo mismo que la ignorancia y el analfabetismo. Las tierras son duras,
secas, y para sacarles algo de rendimiento exigen ímprobos trabajos
de toda la familia. El viajero, con un estilo sobrio, explica lo
indispensable para entender lo que pasa en la Cabrera.
En
su recorrido, resultan muy entrañables algunos de los personajes con
los que se encuentra: el cura don Manuel, de Odollo, que atiende
también varios pueblos, un derroche de sentido común y
hospitalidad; la maestra Virginia, que habla con cariño de las
gentes de su pueblo, reconociendo que las duras condiciones de vida
de la zona determinan su falta de interés por la educación y la
cultura; el indiano de Maracaibo, que tiene la solución para salir
del atraso; Ceferino, el guía, entusiasta conocedor de todos los
caminos... Con todos, el autor tiene conversaciones sencillas,
interesantes, nada prepotentes. El sentido crítico del libro, que lo
tiene, no está precisamente en los discursos ni en la moraleja, sino
en la llana y realista descripción de la vida en esos pueblos y su
secular falta de medios.
“El origen de todo
–resume el médico de La Baña al hablar de la Cabrera y sus
habitantes- está en la alimentación escasa y en la miseria general,
cuyas derivaciones más comunes son el bocio y el cretinismo”. ¿Y
la solución? “La receta más segura (Marañón lo decía) es ésta:
civilización. Pero este producto no se despacha en la farmacia del
Puente ni en la de Truchas. Ha de venir de más lejos y de más
arriba y tiene poco que ver con los últimos descubrimientos. El
bocio disminuye cuando se eleva el nivel de vida de las regiones
afectadas, cuando la alimentación es abundante y variada, cuando los
caminos acercan a la gente y la liberan de la consanguinidad”.
A pesar de este negro
balance, el recorrido que hace Carnicer por estas tierras resulta
entrañable y humano y permite adentrarse en un mundo desconocido, en
una España olvidada de los Planes de Desarrollo; y en este recorrido
uno comparte conversaciones y reflexiones con unos habitantes que,
como la maestra Virginia y el cura Manuel, trabajan en serio para
aportar a sus vecinos otras expectativas vitales.
Esta
edición contiene las fotografía que hizo el mismo autor de este
viaje, un excepcional testimonio gráfico de aquel recorrido y de
aquella España.
(1) Ramón Carnicer,
Donde las Hurdes se llaman Cabrera. Gadir. Madrid (2012). 216
págs. 17,50 €.
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