sábado, 5 de enero de 2013

¡POR FIN DE OBRAS!

Recupero un relato que escribí hace muchos años y que publiqué en la revista literaria "La Carreta". Me he acordado de él porque he vivido hace poco una experiencia parecida por las dichosas obras.
 
"No es preciso estar loco para vivir aquí, pero faci­lita las cosas" (Anónimo)
 
"La esposa del Zar sólo vivía para el lujo. Aquí la vemos en un desfile militar acompañada del Zar y de toda la familia real. El poder de los zares estaba por encima de los argumen­tos racionales: era Dios quien juzgaba y quien ponía al Zar en el poder...".
 
-"Os queréis callar, que no me dejáis oír nada", chilló Ángel volviendo a subir el volumen de la televisión.

Los demás estábamos en la cocina. Yo era el único que estaba tumbado en un colchón, un poco incómodo y ladeado. Toñín estaba de pie, sostenién­dose como podía. Loli se había intentado arrebujar a mi lado, pero tuve que echarla casi a patadas. Ricardo, mientras tanto, escuchaba música y bebía un vaso de agua.

-¿Queréis café?

Loli se levantó y enchufó la cafetera y calentó un poco de leche. Yo seguía tumbado, hablando con Toñín.

-¿Dónde duermes tú?
-En el cuarto de la Loli.
-Ten cuidado con mis cajas y carpetas, y antes de acos­tarte quita primero la máquina de escribir y el ordenador. La guitarra está dentro, no me la rompas.

No pude ocultar mi nerviosismo por las carpetas, las cajas, los libros, la guitarra, el ordenador, la máquina de escribir. Lo había colocado todo con mucha dificultad y sólo faltaba meter todo ese material en unas carpetas que, de vez en cuando, 2 euros, compraba en Alcampo cuando salía del trabajo.

Ángel seguía tumbado en el comedor, tapado con la manta hasta la barbilla, con la luz apagada y oyendo con interés un programa especial sobre la revolución bolchevique, un testimo­nio gráfico inédito que contaba con el guión de Orson Wells. De vez en cuando, se le oía exclamar: "Les está bien emplea­do", "Qué se fastidien", "Eso les pasa por chupar del bote". Esa noche no leyó su enésima novela de Agatha Christie, aunque, llena de polvo, la tenía al lado de la caja de herramientas del Perolas, completamente blanca de escayola. La mesa del comedor quedaba a un lado de la cama, llena de bolsas con papeles y periódicos, un cajón de un armario y un libro que estaba leyendo yo sobre la comunicación no verbal. Nuestro cuarto tenía la puerta y las ventanas abiertas para que se fuese secando el suelo.
 
Ahora estaba vacío y recién pintado. Los dos muebles de escayola que había hecho el Perolas estaban también recién terminados. Quedaban pocos remates, pero esto de los remates, ya lo sabemos, puede llegar a ser eterno. El Perolas, que es un perfeccionista, estaba harto de darle con la llana a la escayola y de limpiar continuamente las herramientas, siempre cargadas de escayola. Todos estábamos unidos de alguna manera a la escayola. Toñín tenía su pantalón completamente salpicado de blanco. Mi cabeza era blanca. Toda la casa aparecía marcada por el blanco. El Perolas nos decía todos los días que quedaban muy pocos rema­tes, pero sabíamos que nos engañaba, una vez más.

-¿Sabes lo que te digo, no? Sólo falta el voladero en el mueble, con las dos persianitas blancas y la luz para cada uno. Esto va a quedar como en el “Hola”, fenomenal, ¿sabes lo que te digo?

El Perolas escupía sílabas que a veces no le daban tiempo a salir de la boca y se quedaban juntas unas con otras, mez­clándose caóticamente. Por lo general, salvo que fueran frases cortas, no se le entendía nada. Mamá decía que siempre que habla con el Perolas le dice que sí a todo para quedar bien. Lo único que llegaba con nitidez a nuestros oídos era el estri­billo, “¿sabes lo que te digo?”.

-"Ese Lenin los tenía bien puestos". "Ya se les ha acaba­do el chollo". "Es que míralos, eran unos hijoputas".

Era mi hermano Ángel, que seguía viendo la televisión. La cabeza de mamá, con los rulos y la redecilla puesta, apare­ció por el marco de la puerta de la cocina mientras yo me entretenía en mantener una pelota de goma encima de la nariz, entre ésta y la frente, pero tumbado, que tiene mucho más méri­to. Ante la aparición de mamá, ni me inmuté.
 
Por un momento pensé, como un torbellino de la imagina­ción, en el primer día que empezamos las obras, hace ya dos años. Todo tenía al principio la pinta de algo provisional.

-¿Sabes lo que te digo, no? Cuando eso esté acabado, ponemos un voladero, y encima del armario un maletero y en un lateral hacemos unas filas de estanterías para que tu madre ponga las toallas, las sábanas, los jerséis, ¿sabes lo que te digo?

De entrada todo parecía muy bonito, pero no fue nada fácil aceptar la situación. La escayola es un material pegajo­so, dúctil, todo queda, cómo decirlo, un poco chapuza, guarro. Conseguir que aquello tenga la apariencia de un mueble rematado, que no esté a medias, no es una tarea al alcance de cualquier artista.

Las obras las empezamos un sábado por la mañana con una ilusión desbordante. El Perolas acabó de quitar las baldas del armario antiguo, poniendo la ropa en el cuarto de mamá, amon­tonada en un par de sillas que tenían debajo los libros y las carpetas que yo había ido guardando en el techo del antiguo armario. El Perolas guardó las puertas, que servirían para el mueble de escayola. Cuando la habitación estaba vacía, y mientras se echaba para atrás, dijo:

-Aquí irá la puerta, en la derecha las baldas y en los lados, hasta encima de la puerta, como una tumba egipcia, el maletero, con el voladero y las persianas, ¿sabes lo que te digo?
 
Dije que sí automáticamente. Pero nunca había visto una tumba egipcia y lo del voladero me sonaba a tecnicismo incom­prensible. Volví a decir que sí. No podía, así de entrada, demostrar mi ignorancia. Luego entramos todos al cuarto, que ya no tenía estanterías, ni libros, ni carpetas con recor­tes, ni maletas. Sólo quedaba el histórico cuadro de Bob Marley y un paisaje medieval de Toledo y el letrero de la calle Libertad caído de medio lado. Todo muy descuidado y decadente.

-¿Dónde está mi pijama?
-Mamá, ¿y mi jersey azul?
-¿Habéis visto un libro con las pastas azules?
-Dame eso, dijo mi madre deícticamente, señalando un montón de montones de cosas.

El cuarto de Loli se convirtió en almacén provisional. Allí dejé dos cajas de libros, tres bolsas con apuntes de la carrera, seis archivado­res; Ricardo dejó su carpeta, sus libros de texto, diez cd’s, la mochila y su cazadora roja; Toñín llevó sus revistas para recortar y otros cuantos cd’s que tiene grabados para poner las carátu­las. La verdad es que quedan muy bien: hace como una especie de puzzle con recortes que tengan algo que ver con la música del cd; los pinta, les da una mezcla curiosa, pone el título y ya está: un nuevo concepto de arte moderno, de hormiga intelectual, recorta que recorta...

Ángel dejó en ese cuarto los uniformes de la empresa, su bolsa de deporte -con todo el material para la academia de vigilantes jurados-, y otra carpeta con varias fotocopias ilegibles de disposiciones legales y los últimos métodos de defensa personal. Mi madre utilizó también esa habita­ción para ropero: toda la ropa de la casa estaba allí apretada en una esquina o amontonada en los armarios o guardada en maletas vacías. Encima del ordenador dejó los entrepaños de la cocina, la ropa recién lavada, las sábanas, toallas y mantas y la ropa para coser. Desde ese momento, ese cuarto sería nuestro centro de reunión y de operaciones.

Allí comeríamos, cenaríamos, nos echaríamos la siesta por turnos en la única cama que hay y veríamos la televisión. Por la noche, después de la película, comenzaba el despliegue estratégico de colchones por el resto de las habitaciones. Ricardo y Loli en la habitación de mamá; Toñín en el cuarto de Loli, Ángel en el comedor y yo en la cocina, al pie de la nevera.
 
Pero lo que en un principio tomamos como una excepción se convirtió en un fenómeno matemático diario, con horario y todo, con una rigidez y una exactitud espartana. Dos años llevamos ya haciendo esto todos los días, subiendo y bajando colchones, poniendo sábanas viejas en los muebles del comedor, manchándonos los zapatos de escayola, los pantalones de esca­yola, el jersey de escayola, las manos de escayola. Decía que llevamos dos años así y, poco a poco, por la fuerza y por pura necesidad, nos hemos ido acostumbrando a esta nueva situación: caos aparente, orden subterráneo.

Hemos conseguido el equilibrio racional, la estabilidad hierática que permite afrontar un nuevo día sin espasmos histéricos ni depresiones nerviosas. Hemos asimilado las circunstancias, la sensación de estar inmer­sos en una obra eterna, atemporal, otro Escorial en escayola. Lo hemos hecho con naturalidad, sin retórica, sin hacer numeritos familiares. Todo por nuestro bien, por la familia, por la comunidad, por nuestra ciudad. Para poder sobrevivir, para fortalecerte, para cambiarte de pantalón alguna vez a la semana. Hemos dominado, en un alarde de ingenio, los arcanos ocultos del caos y de lo provisional. Con la cabeza erguida y el corazón latiendo con ritmo fuerte, constante, hemos mantenido la paciencia y el orgullo por encima de todas las cosas.

Tampoco se han dado grandes cambios en nuestro carácter. Seguimos siendo lo que éramos, ni más ni menos. Ni siquiera damos importancia a las visitas, a las que obligamos a ponerse unos plásticos en la entrada para no mancharse con la maldita escayola. Ni siquiera me siento superior porque duermo todas las noches al lado de la nevera, del horno y de la bombona de gas. Hasta esto tiene sus ventajas, como beber leche sin moverme de la cama o coger unas galletas sin que te llamen de todo.

 A pesar de todo, el Perolas, puntualmente, sigue viniendo todas las mañanas cuando hemos colocado todos los colchones en su sitio. Y continúa dando los últimos retoques, es un profesional, a la estantería de escayola, que cada día que pasa nos gusta más. Dice el Pero­las, no sé si me explico, que podremos meter todos los cd’s, los recortes, mis libros y hasta una apasionante enciclopedia de Informática, de diez volúmenes que, como todas las enciclo­pedias, no vale para nada. Yo doy saltos de alegría cada vez más grandes, pues el armario está a punto de terminarse. El Perolas dice que ahora sí sólo es cuestión de unos pequeños remates. Si él lo dice.

Pero todos estamos muy preocupados por Ángel. Se ha hecho con un buen sitio en el comedor, al lado del televisor y de la calefac­ción, y va a ser difícil moverle cuando acabe todo. Yo pienso que ya no lo va a poder mover nadie. A partir de ahora, lo estoy viendo, dormirá y vivirá ahí. A mí no me importa. Lo mismo me está pasando a mí con la cocina: uno toma cariño a las cosas y luego le cuesta desprenderse de ellas. Sé que no se puede ser así, que en la cocina no puedo estar toda la vida, que los libros en el horno no pintan nada. Lo sé. Pero...

Dice el Perolas que queda muy poco, nada, unos remates. La casa huele a escayola. Mamá vuelve a fregar otra vez las escaleras. Loli estudia Derecho en su cuarto, al lado de la vieja máquina de coser y unas cuantas cacerolas desperdigadas por el suelo. Ricardo ha decidido montar una fiesta en casa el próximo fin de semana para celebrar su cumpleaños. Toñín recorta lo que ya había recorta­do antes. Y yo, que escribo dentro de la nevera, lloro porque veo que todo se acaba. ¡Con lo que me gustan a mí las obras!

3 comentarios:

  1. Lo leí hace apenas un mes en la revista de La Carreta ya abandonada entre papeles. Me reí tanto como ahora. Espero que estas obras sean
    las últimas.

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  2. ¡Qué buen relato! Me ha encantado.
    Un abrazo,
    César Fernández García

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  3. ¿Sabes lo que te digo?...
    Creo que voy a pasárselo a mi hermano, que lleva más de 6 meses de obras (eso sí, fuera; no tiene mérito, lo sé)

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