lunes, 28 de febrero de 2022

"Las cerezas del cementerio", de Gabriel Miró



Interesante apuesta la de la editorial Drácena de recuperar la primera novela extensa de Gabriel Miró (1879-1930), novelista que no ha acabado de encontrar su sitio en la historia de la literatura española, quizás por su originalidad estilística, que lo emparenta con los modernistas y con la “generación del 14” más que con los autores de la Generación del 98, aunque sí tiene muchos puntos en común con el también alicantino Azorín, al que se le suele asociar por su voluntad de estilo. 

            Pero la editorial Drácena, en su deseo de poner el foco en la prosa de Gabriel Miró, ensancha bastante su marco literario. Donde hay que buscar maneras de escribir similares a Miró, que deja en un segundo plano los acontecimientos y los sucesos, es en la literatura europea de Marcel Proust y hasta de Virginia Woolf, escritores que pusieron el acento de sus libros no en los argumentos ni en las ficciones sino en la memoria íntima de sus protagonistas y su conflictiva relación con la realidad.

            Siempre me ha sorprendido la literatura de Miró, especialmente después de leer Figuras de la Pasión del Señor (1916), donde uno se queda absolutamente atrapado por el despliegue de voluptuosidad estilística repleta de aromas, luces, colores, sonidos, sabores…, en este caso con el telón de  fondo de los últimos momentos de la vida de Jesús en Palestina. También conviene destacar otros libros suyos, como Nuestro Padre San Daniel (1921), El obispo leproso (1926) y Libro de Sigüenza (1917). En todos ellos destaca el trabajo estilístico, repleto de una gran riqueza plástica, un vocabulario exuberante y una adjetivación ciertamente sorprendente. Esto hace mella en su manera de novelar, más cercana por su sentido de la belleza al poema que a la prosa pura y dura. Sus relatos y novelas son, muchas veces, “poemas descriptivo-narrativos” (como ha señalado Eugenio de Nora), donde lo lírico y sensitivo tienen más fuerza que los ingredientes narrativos.

            Estas mismas características se encuentran en Las cerezas del cementerio, que Miró publicó en 1910 y que se trata de un hito en su trayectoria, pues se trata de su primera novela más trabajada y larga, después de libros leves y de relatos. En ella, se cuenta el drama de Félix de Valdivia, que, reclamado por su padre, regresa de Barcelona, donde estudia ingeniería, a su tierra natal, la inventada y mediterránea Almina. En el barco, coincide con dos mujeres con las que entabla una intensa relación de amistad, Beatriz, casada con un comerciante inglés, y su hija Julia. Entre Beatriz y Félix se desata una pasión amorosa y romántica que va a ser el hilo conductor de esta novela.

            Félix es un personaje fuera de lo normal. No se identifica para nada con la tierra de sus padres y sus ancestros y le ahoga la estrecha vida que llevan sus familiares, dominada por las convenciones sociales y una tenebrosa manera de vivir la religión (tema que será habitual en la literatura de Miró). Además, Félix tiene una exacerbada sensualidad, que contrasta con la aridez de sus paisanos y que le lleva a disfrutar visiblemente de emociones y sentimientos relacionados con la vida, el amor, el paisaje…, con expresiones que delatan que se encuentra fuera de la realidad. Pero Félix ve a su alrededor lo que nadie descubre, lo que le convierte en un personaje decadente, romántico, extraño, de frágil sensibilidad y a su mira complejo, pues también siente atracción por las emociones crueles y salvajes, como aparece en la novela en repetidas ocasiones. Su manera de ser atrae a las mujeres que, por lo general, por contraste con el adusto carácter de sus novios o maridos, se sienten fascinadas por él (o eso es lo que piensa Félix).

            Pero la vida de Félix, de Beatriz y de sus familias está marcada por un suceso anterior: Beatriz fue la amante del tío de Félix, Guillermo, muerto en extrañas circunstancias. Para todo el mundo, Félix es el vivo retrato de los gustos y del carácter especial de su tío. Junto con la alegría espumosa, externa y superficial, propia de los dos, se esconde también una atracción por el dolor y la tragedia romántica y modernista.

            La novela avanza a golpe de escenas que describen la vida de Félix en los pueblos que visita y de los familiares con los que se encuentra. También, por los reencuentros con Beatriz, censurados por la familia de Félix, que avivan su voluptuosidad.

            Como en toda la trayectoria de Miró, lo importante no va a ser el desarrollo del argumento, en parte previsible, aunque con un final quizás demasiado tajante y radical. Lo que sobresale es, en todas sus páginas, su férrea y trabajada voluntad de estilo, de sacar brillo a todas las escenas, de insinuar más que contar. Como escribió Miró, “la palabra es la misma idea hecha carne, es la idea viva transparentándose gozosa, palpitante, porque ha sido poseída”. Esto lo intenta hacer realidad en la novela, con un estilo plástico y sensorial, atento a los minúsculos detalles. 

            Pongo un ejemplo, de la descripción que hace el autor del valle de Posuna, escenario de una de las excursiones que realiza Félix: “Traspuesto el collado de Almudeles, ofrecíase todo el valle de Posuna, ancho, gozoso de abundancia y de luz; en lo más hondo y llano, por tierras pradeñas y almarjales, pasaba un amplio río, de aguas lentas, calladas y resplandecientes, espejo de chopos y salgueros que, en el confín, se desvanecían entre nieblas azules. El sol se acostaba en la tierna pastura y encima de las frondas, tan frescas, tan viciosas, que daba deseo de abrazarlas, de apretarlas para que se fundiesen en jugos olorosos de vida y beberlos. Estaban las cumbres llenas de claridad y parecían nuevas, jovencitas, y que el cielo bajase a descansar y reclinarse en los montes”.

            Poco tiene, es cierto, esta impresionista manera de novelar con la que se estila ahora, funcional y narrativa. Pero leer a Miró siempre es un espectáculo para los sentidos, un derroche de las posibilidades estilísticas de la literatura. Un escritor revolucionario en lo formal y en su manera de captar la realidad, que se merece redescubrir.



Las cerezas del cementerio

Gabriel Miró

Drácena. Madrid (2022)

210 págs. 15,95 €.

"Leo por sobrevivir", de Fernando Armas Faris

 

Las vidas radicalmente opuestas de Leo y Lucas se cruzan un día y desde entonces nada fue igual para ninguno de los dos. Uno, Leo, encontró un amigo; Lucas, descubrió la posibilidad de cambiar, de mejorar, de ayudar a los demás. Pero no fue precisamente un encuentro placentero: Lucas, un joven de buena familia, paseando un día en coche con sus amigos por un barrio pobre, para hacerse el gracioso y quedar bien con los que le acompañaban, propinó un fuerte golpe en la espalda a Lucas, un mendigo que pasaba en ese momento por allí y que sufrió las burlas de Lucas y de sus amigos y amigas. Confuso por el golpe recibido, Leo miró a Lucas, y esa mirada, de pronto, le atravesó. “Los ojos del mendigo me han fastidiado la tarde entera y todo el fin de semana. No consigo sacármelo de la cabeza”.

            Hasta ese momento, los dos llevaban unas vidas completamente diferentes. Lucas, que vive en una buena casa de un barrio residencial, es un estudiante más bien mediocre que dedica todas sus energías a salir de fiesta con los amigos, a ligar y a alimentar su obsesiva presencia en las redes sociales. Por su parte, Leo, un quinceañero que había nacido en un grandísimo vertedero, vive solo desde los cinco años, cuando su madre le abandonó. El único objetivo de su reducido mundo –los límites del basurero- es conseguir alimentos y latas y vidrios para sobrevivir.

            Después de ese insólito encuentro entre los dos, Lucas se obsesionó con encontrar a la víctima de su chulería y prepotencia para pedirle perdón. Eso le lleva a recorrer todas las semanas los arrabales del basurero, descubriendo un mundo para él desconocido que le lleva a entrar en contacto con las consecuencias de la podredumbre y la miseria. Cuando encuentra a Leo, surge una inexplicable y profunda amistad que transformará de manera muy positiva las vidas de los dos protagonistas de esta novela. Lucas, con la ayuda de Tomás, otro mendigo, hará todo lo posible para que Leo, analfabeto, cumpla su gran sueño: aprender a leer. 



            La lectura se convierte en la llave que, indirectamente, pone patas arriba sus vidas. Gracias a sus encuentros con Leo y a los libros que le regala, Lucas descubre que lleva una vida vacía, volcada en construirse una imagen falsa de sí mismo. El contacto con los libros provoca que Leo vea de otra manera todo lo que le rodea.

            Leo por descubrir es una novela sencilla en su planteamiento, algo previsible en su desarrollo que, sin embargo, acierta a la hora de mostrar el proceso de construcción de una profunda, agradable y rica amistad. Aunque los dos personajes están muy bien retratados, llama la atención de manera muy especial el delicado mundo interior de Leo, a pesar de criarse en unas circunstancias tan adversas. 

A la novela, en algunos pasajes, le sobra la insistencia en la moraleja (que debería ser menos explícita) y la concentración de tópicos sobre la juventud en algunos rasgos del carácter de Lucas. Las  buenas intenciones del narrador, que quiere resaltar la fuerza de la literatura en la formación de la
juventud, también deberían haber sido más comedidas.

            Pero Armas Faris (Guatemala, 1976), licenciado en Administración de Empresas y sacerdote, con un buen ritmo narrativo, consigue tocar la tecla del corazón y de los buenos sentimientos. Su historia es amena, repleta de momentos duros (como la descripción de cómo funcionan las menas y el incendio en el basurero) y de personajes y escenas muy entrañables.


Leo por sobrevivir

Fernando Armas Fari

SAQARIK. Guatemala (2020)

324 págs.

Comprar aquí.



Puede contactarse con el autor en el correo electrónico:

leoporsobrevivir@gmail.com

viernes, 18 de febrero de 2022

"Para escribir hay que leer", de Vanni Santoni

 

A la pregunta de si es necesario que existan talleres o escuelas que enseñen a escribir, el novelista italiano Luigi Malerba contestó: “Dudo de su utilidad y me pregunto si no sería preferible transformarlas todas en escuelas de lectura. Lo que falta son lectores: escritores ya hay demasiados”. El novelista y profesor Vanni Santoni (1978), que imparte clases en las mejores escuelas de escritura de Italia, comparte este juicio y piensa que “no se puede enseñar a escribir”, pero “tal vez se puede enseñar a pensar como un escritor”.

            Su libro se basa en su experiencia como novelista, en sus numerosas lecturas de originales, en sus clases y en su trabajo como director editorial. Huye el autor del elenco de tácticas y técnicas a las que en ocasiones se reducen las clases en las Creative Writing. El contenido del libro resume sus opiniones sobre cómo debe afrontar la escritura todos aquellos que aspiran a ser escritores.

            El libro contiene una serie de ideas fuerza que el autor desarrolla en capítulos muy amenos. El primero de ellos contiene lo que para el autor es la base de todo: “para escribir hay que leer”. Y proporciona una “dieta” de lecturas que considera indispensables para los aspirantes a escritores. Aunque son novelas de prestigio, no todas son, quizás, novelas indispensables y de una indiscutible calidad, y él lo sabe. Las ha elegido porque piensa son novelas que pueden cambiar su percepción de lo que debe ser la lectura y la escritura a los que desean ser escritores. Él las define como novelas-mundo, que ejemplifican la variedad y vastedad de ingredientes y de perspectivas que pueden aparecer en una novela. 

En este primer grupo de lecturas, que considera fundamentales, aparecen obras de Roberto Bolaño, DeLillo, Vollmann, Cartarescu, McCarthy, David Foster Wallace, Sebald, Borges, Chéjov, Tolstói… En el tema de la lectura, el autor se muestra contundente: no se puede ser escritor si antes no se ha leído de manera suficiente grandes obras de la cultura contemporánea, la que beben en la actualidad los escritores de ahora. No rechaza los clásicos, ni otras literaturas multiculturales, pero tiene bien claro que los autores que ha elegido, exigentes y a veces con novelas desiguales, provocan importantes cambios en la concepción de lo que debe ser la escritura. 

            Tras la lectura, habla de la necesidad de la disciplina para escribir de manera continuada, constante, diaria. Tampoco rebaja el autor la importancia de este consejo. Hay que trabajar de manera sistemática. Es cierto que la inspiración puede influir en la concepción y desarrollo de lo que se escribe, pero nada llega a realizarse sin un esforzado trabajo. 

            El autor escribe sobre la ineludible necesidad de combatir los clichés, que no aparecen solamente en el estilo. Hay lugares comunes, además, a la hora de perfilar los acontecimientos, los contenidos, las escenas y los personajes. Santoni recomienda después contrastar lo que uno escribe con amigos y gente que se encuentra en unas mismas circunstancias. El último capítulo lo dedica a la publicación del libro. Basándose en su experiencia, no se muestra muy complaciente con los que recurren a la autoedición y a la autopublicación. 

            No estamos ante un prontuario sobre la didáctica de la escritura. Al contrario, huye el autor del estilo profesoral. Su libro contiene una serie de recomendaciones básicas, sin esperar milagros: “hay cosas de las que puedes protegerte, trampas más comunes que otras. Cosas que un escritor, o al menos alguien que haya aprendido a pensar como un escritor, no haría jamás”. Se agradece su sinceridad y su claridad.



Para escribir hay que leer

Vanni Santoni

Galaxia Gutenberg. Barcelona (2021)

134 págs. 16,50 € (papel) / 10,99 € (digital). 

T.o.: La scrittura non si insegna

Traducción: Marilena De Chiara.

 

viernes, 11 de febrero de 2022

"Las leyes de Kirchhoff", de Javier Molina Palomino

 

Durante años, como lector, tuve una relación muy intensa con la literatura breve, con los relatos literarios y los microrrelatos. Me leí bastante libros de autores clásicos, consagrados, contemporáneos y noveles. Siempre he sentido fascinación por las posibilidades narrativas del relato breve. Y siempre he admirado a los que, con perseverancia, se dedican de manera continuada y obsesiva a los relatos. 

Eso sí, aunque todo el mundo reconoce de boquilla el prestigio literario del cuento, del que hay fantásticas antologías y muchas y muy buenas ediciones e iniciativas editoriales, a día de hoy sigue siendo un género subsidiario y marginal. Y más si eres un autor de ahora, de los tiempos del best-seller.

Me llama la atención la escasa visibilidad que tienen los libros de relatos, salvo en contadísimas publicaciones en papel y más en la web. Por ejemplo, no entiendo cómo un escritor como Alberto de Frutos, ganador de cientos de premios literarios y autor de unos cuantos libros, todos ellos sobresalientes (como el último de ellos, Verdes hojas ovaladas), no tenga ni la fama ni la popularidad ni el nombre que escritores de segunda división y tercera que han conseguido publicar una novela. Como pasa también en parte con la poesía, la narrativa breve sigue sin tener peso ni en lo que podemos llamar el mundo editorial: ni en la literatura comercial ni en las editoriales más literarias.

Javier Molina Palomino (Granada, 1972) es otros escritor de relatos curtido en mil batallas. Ha ganado más de sesenta premios de todas las modalidades y ha publicado, hasta ahora, tres libros de relatos y una novela corta, El delta interior (2015). Molina es un apasionado de la literatura y un autor que, como pocos, conoce los mecanismos y artificios del relato breve. Tiene fuerza de voluntad, perseverancia y, lo más importante, mucha pasión. Y también mucha vida y mucha literatura.

Me he leído su último libro, Las leyes de Kirchhof, en una espléndida edición de la editorial granadina Nazarí. Es el tercer volumen de relatos que publica. Antes aparecieron Las identidades veladas (2009) y El eco y el espejo (2014). En su último libro, ha seleccionado quince relatos que, como en los libros anteriores, casi todos ellos han obtenido premios por toda la geografía nacional. 

Me ha llamado mucho la atención la variedad estilística y argumental de estos relatos. Todos son distintos y cada uno tiene sus singularidades estilísticas y narrativas. No hay, en lo formal, unas constantes ni una subrayada marca del autor, sino que Molina demuestra que es capaz de variar constantemente y no encasillarse. Lo que les une a todos los relatos es la mirada del autor sobre los personajes y la realidad,
que también se traslada al estilo.

Hay relatos que proceden de la observación sociológica y costumbrista de la realidad, como “Pájaros de tránsito”; otros que parten de situaciones cotidianas para derivar hacia lo extravagante (“Las leyes de Kirchhoff”) y hasta lo fantástico. Todos sitúan a los personajes en un momento clave de sus vidas, en los que tienen que tomar –o aplazar- decisiones importantes, como sucede en “Lobos”. O se ven arrinconados. O rescatan episodios que han pasado desapercibidos (por ejemplo, en los que utiliza como protagonistas a autores o personajes literarios). 

La mirada suele ser lúcida, limpia, lo mismo que el estilo, sosegado. Y hay mucho humor, predominante en algunos relatos enteros (como en Los nombres que se bifurcan) o tamizado en los rasgos de algunos de sus personajes, a veces con manías delirantes. 

No sorprende Molina por un desbocado afán de ser original, ni en los temas ni en las formas. Todo transita por una agradable normalidad con la que, por otra parte, resulta fácil identificarse. Y lo mismo
sucede con sus personajes, embarcados en historias que a lo mejor les vienen grandes porque han surgido de manera inesperada o surrealista en sus vidas. 

Las leyes de Kirchhoff me ha permitido descubrir a un autor que sabe entretener, contar y mostrar aspectos insólitos o escondidos de la condición humana, con planteamientos muy realistas y dentro de una cotidiana atmósfera de naturalidad.



Las leyes de Kirchhoff

Javier Molina Palomino

Nazarí. Granada (2021)

186 págs. 15 €.

miércoles, 9 de febrero de 2022

"Historias de la Alcarama", de Abel Hernández

 

Estamos de enhorabuena. Abel Hernández, periodista con una amplia trayectoria profesional, publicó en 2009 en la editorial Gadir este magnífico libro en el que contaba su vida en un pequeño pueblo soriano, Sarnago, hasta que lo abandonó. Ahora, tras la desaparición de la editorial Gadir, Pepitas de Calabaza, una activa editorial de Logroño, lo recupera en una espléndida edición.

Se trata de un libro de memorias sobre lo que hoy llamamos la España Vacía o la España Vaciada. Para mí, es uno de los mejores títulos que se han escrito sobre este tema, que ha provocado excelentes páginas. Además, el libro es para mí de los primeros que inaugura esta corriente, en la que se mezcla la sociología, la política, el libro de viajes, las memorias y el neorruralismo.

Abel Hernández nació en 1937 en el pueblo de Sarnago, en las Tierras Altas del norte de la provincia de Soria, en los límites con La Rioja y con Navarra. Cuando se publicó el libro, Sarnago era un pueblo en ruinas, como la mayoría de los que componen la comarca de la Alcarama, zona que se deshabitó en la década de los 60 y 70, aunque ahora se encuentra en proceso de recuperación, con interesantes iniciativas en este sentido. Y Sarnago es el protagonista de este libro.



Concebido como una larga carta que escribe a su hija Sara, el autor describe la vida en aquellos pueblos durante su infancia, en un apasionante viaje al pasado donde tienen cabida la geografía, las costumbres, las fiestas, las profesiones y oficios y, sobre todo, la literatura, pues estamos ante un libro magníficamente escrito. Abel Hernández especifica en las primeras páginas sus intenciones al escribir este libro: “recuperaré el nombre de las cosas, te contaré viejas historias, reviviremos juntos costumbres olvidadas, salvaremos lo que queda del paisaje original, aunque sea entre las ruinas, y volveremos a observar el ciclo de las estaciones sucediéndose sin variaciones, monótonamente, año tras año, con el ciclo de la vida y de la muerte”.




El punto de partida es el mundo de los recuerdos, la memoria familiar, las fotos, los viajes..., y también las historias que le han contado: “los relatos de los abuelos, cada año repetidos casi sin variaciones, constituían también una fuente inagotable de cultura. La tradición oral, junto con el contacto directo con la naturaleza, alimentaba nuestra extraordinaria curiosidad y nuestra capacidad de sorpresa”. El relato sirve, además, para recuperar muchos valores tradicionales que la vida moderna ha acabado por arrinconar. “Te cuento esto –escribe el autor- para que comprendas mejor la memoria de mi infancia en el pueblo en medio de aquella familia patriarcal, un modelo de familia que ya ha desaparecido para siempre. No debería perderse el trato cercano de los abuelos y los nietos”.

            Historias de la Alcarama dan vida a lo que entendemos como civilización rural, con todos los ingredientes que forman parte de un mundo que tenía “un carácter repetitivo”. El libro es, por todo ello, una lección de historia, de civilización, de geografía..., de vida. Y todo escrito con una gran capacidad para captar los pequeños detalles, con un cariño que desborda humanidad y con un emotivo estilo que combina la precisión terminológica con la evocación lírica. El libro acaba con el relato de la muerte, en ese momento, del último habitante de Sarnago, que sumió todo es silencio y desolación. Pero el autor ha sabido dar vida a las ruinas y las casas deshabitadas y recrear los detalles de un mundo que, como él lo conoció, ya no volverá. 



Historias de la Alcarama

Abel Hernánez

Pepitas de Calabaza. Logroño (2022)

198 págs. 18,50 €