A finales de 2017 publiqué Cien años de literatura a la sombra del Gulag, un libro sobre libros en el que recogía los testimonios publicados en castellano de personas, especialmente escritores, que habían sufrido la persecución en la URSS. Muchos acabaron detenidos, deportados, encerrados en campos de concentración o fusilados. Aunque en el libro aparecían muchas obras, cientos, era consciente de que me quedaban otras muchas obras en el tintero. Algunos lectores me han ido transmitiendo sugerencias sobre testimonios que no aparecían en el libro. Por ejemplo, Toda una vida, el diario del checo Jan Zabrana, un lúcido testimonio sobre la represión en carne viva que sufrió de las autoridades comunistas. Otro de los libros que me recomendaron son estas memorias de la escritora rusa Nina Berberova. He tardado en leérmelo, pero estas memorias constituyen un testimonio de primera magnitud sobre estos temas.
“Este no es un libro de recuerdos. Es la historia de mi vida, un intento de reconstruirla por escrito siguiendo un orden cronológico y de descifrar su sentido”, escribe la escritora al inicio de este libro autobiográfico que resume en su persona muchos de los acontecimientos históricos, literarios y personales que se dieron a lo largo del siglo XX. Perteneciente a una familia de la burguesía, recibió de manera un tanto entusiasta la Revolución, pues pensaba, como otras muchas personas, que el régimen zarista, al que critica duramente, estaba agotado y necesitado de cambios. La autora, sin embargo, no comparte la deriva totalitaria que tomó la Revolución y es de las que pensaba que tras la Revolución de febrero y la llegada al poder de Kérenski, las cosas se podían haber hecho de otra manera.
La autora recuerda su infancia y adolescencia; sus inicios poéticos y su contacto con grupos poéticos de San Petersburgo, donde conoció a los poetas más importantes del momento, como los acmeístas Gumiliov y Anna Ajmátova. También entró en contacto con otros muchos poetas y escritores y comenzó a escribir poesías y algunos relatos. En 1922, decidió abandonar el país con el también poeta Jodasiévich, con el que vivió hasta 1932, que rompieron su relación.
Los dos abandonaron Rusia cuando tuvieron lugar las primeras persecuciones contra la intelligentsia (vieron cómo detenían al poeta Gumiliov, más tarde fusilado con otras sesenta y dos personas) y se empezaba a imponer en Rusia un tipo de literatura teledirigida y siempre a favor del nuevo régimen. Se instalaron primero en Berlín, luego en Italia y más tarde en Francia. La autora residió en París hasta 1950, cuando se trasladó a Estados Unidos.
Su estancia parisina coincidió con los "felices" años veinte, que ella, y tantos miles de refugiados rusos, vieron desde lejos, pues la mayoría estaban sumergidos en una pobreza brutal. Berberova se convierte en testigo de la emigración rusa y de la vida de muchos escritores que tuvieron que rehacer sus trayectorias en el extranjero. Muchos siguieron patéticamente aferrados a las formas y al estilo de la literatura rusa, lo que les llevó a recluirse en un mundo literario endogámico, donde había poco espacio para la renovación y la apertura. Otros muchos seguían instalados en la realidad rusa (aunque estuvieran en París), agarrados a sus costumbres y pendientes en todo momento de lo que estaba pasando en Rusia, denostando a los bolcheviques, aunque algunos, con desigual fortuna, decidieron regresar, incapaces de amoldarse a otro estilo de vida que no fuera el ruso.
La autora realiza excelentes retratos de personas con las que se relacionó en esos años, como Bunin, que sería premio Nobel de Literatura, Merezhovski, Zinaida Hippus, Rémizov, Marina Tsvetáieva, Andrei Bieli, Maxim Gorki, Nabókov y otros muchos artistas y escritores rusos. La autora, con constantes problemas económicos, vivió en barrios muy humildes, como el de Billancourt, donde residían muchos emigrantes rusos a los que convirtió en protagonistas de sus relatos. La autora no desea mirar todo el rato para atrás, estancándose en el tiempo, sino que tanto su literatura como su vida anhela la constante evolución que nace de la asimilación del presente, por muy crudo que fuese.
En esta parte, incluye una serie de comentarios, muy relevantes e interesantes, sobre la actitud de los intelectuales franceses en relación con las persecuciones que padecieron los escritores rusos en la URSS. Con rotundidad, Berberova escribe que “en el mundo occidental de aquella época, no había ningún escritor eminente capaz de intervenir en nuestro favor, dispuesto a levantar la voz contra los intelectuales en la URSS, contra la represión, la censura, las detenciones, los procesos y la clausura de periódicos”. A nadie les interesó. Al contrario, instalados en una izquierda estalinista, repitieron sumisos la propaganda soviética, que hablaba de que los escritores soviéticos no habían vivido nunca como lo estaban haciendo ahora. Puede ser verdad en el caso de los que vivieran, porque muchos de ellos, cientos, fueron arrestados y enviados a campos de concentración o fusilados por no someterse a los dictados del Partido Comunista. La literatura debía estar también al servicio de la Revolución, y el que no escribía al dictado del Partido Comunista se convertía en un desertor y un enemigo al que había que "reeducar". “En Francia, la prensa de izquierdas cerró filas en torno a la posición de Pravda”. Este silencio se extendió hasta la década de los sesenta y setenta.
En este sentido, la autora vivió otro episodio surrealista: lo que se llamó el "caso Krávchenko", un hombre de negocios ruso que se exilió en Estados Unidos, donde escribió Yo escogí la libertad, libro que criticaba la vida en la URSS y la existencia de campos de concentración. En París, el autor fue denunciado por esas afirmaciones. La autora escribió una serie de reportajes para un periódico, luego publicados en un libro, siguiendo el juicio. En él, destacados escritores franceses negaban la posibilidad de que existiesen en la URSS los campos que se denunciaban. El juicio lo ganó Krávchenko, pero nadie en Francia creyó que se estaba dando esa represión en un país al que tenían idealizado y al que muchos visitaban en viajes turísticos de propaganda preparados hasta el último detalle por los servicios secretos rusos.
Tras la ruptura con Jodasiévich, Nina Berberova inició una nueva relación que volvió a romperse al acabar la Segunda Guerra Mundial. Cuando escribe sobre estos años, la autora abandona el estilo sosegado y rememorativo para incluir lo que ella llama el Cuaderno negro, una especie de diario con notas más rápidas y breves, y menos elaborados estilísticamente, en el que describe los años de la guerra, que Nina y su pareja pasaron en la casa de Longehêne, una localidad cercana a París. Tras la guerra, en la que vivió muchos momentos de tensión, decide que su etapa parisina había llegado a su fin y prepara los trámites para viajar a Estados Unidos. “Abandonaba para siempre aquellos lugares en los que había aprendido a buscar más el fervor que la felicidad”. Ella era consciente de que no solo dejaba atrás París y Francia sino que también se alejaba casi definitivamente de Europa y de la propia Rusia. “Siento –escribe- una eterna gratitud por todo cuanto me ha aportado. Sin embargo, no podía frenar mi propia evolución interior que seguía considerando más importante que todas las filosofías contemporáneas, locales o universales”.
En Estados Unidos no lo tuvo nada fácil y lo primeros años llevó una vida sumergida en la pobreza, con constantes cambios de trabajo. Hasta que consiguió entrar en la Universidad (en Yale, Columbia y Princeton), donde fue profesora de literatura rusa. Consiguió por fin una estabilidad económica y laboral que sirvió para dedicarse también más a su literatura, aunque ya tenía a sus espaldas una amplia trayectoria desarrollada por necesidad en París.
Nina fue siempre una mujer muy independiente, que aceptó las dificultades de la vida: “las desdichas de mi siglo más bien me han servido: la revolución me liberó, el exilio me templó y la guerra me proyectó hacia otro mundo”. Son unas memorias valientes, en las que, junto con la referencia a sucesos exteriores graves e importantes, hay también una constante radiografía de su mundo interior, sobre el que escribe con sinceridad y sin nostalgias: “hablo de mí tal como fui y tal como soy, y hablo del pasado utilizando mi lenguaje actual”. Las memorias están muy trabajadas estilísticamente –“busco la palabra exacta”- y contienen también interesantes análisis sobre la vida en la URSS antes y durante la Revolución rusa, la dura existencia de los exiliados rusos en el extranjero, la descripción de su pasión poética y literaria, las luces y sombras de escritores y artistas en momentos complicados y, de manera muy especial, equilibrados y certeros análisis literarios sobre la literatura rusa y europea y sobre la suya en particular.
Concluyó sus memorias en 1968. En ellas, como escribe al final, “toda una época, así como los hombres que cruzaron por ella, han nutrido este libro”.
El subrayado es mío
Nina Berberova
Circe. Barcelona (1990)
408 págs. 17 €.
Traducción: Ana María Foix.
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