Estaba deseando jubilarme para ir por la vida de una manera más calmada, sin tantas prisas y obligaciones. Siempre que me preguntaban cómo me imaginaba mi situación ideal para pasar un buen rato leyendo, comentaba que no necesitaba ni parajes exóticos, ni playas silvestres, ni acantilados al borde del mar. Mi experiencia ideal sería leer en un sencillo banco de un parque, por la mañana, con la fresca, sin prisas, sin agobios, sin mirar el reloj, con el móvil apagado. No fallaba: siempre que me lo preguntaban, recurría a esta imagen bucólica y cotidiana, sin estridencias.
Cuando tienes algo idealizado es que sabes que ese momento no va a llegar nunca. Y si llega, no vas a saber qué hacer. Pero, lo que son las cosas, por fin mis sueños se han podido hacer realidad.
Como decía, me he jubilado. Ahora tengo más tiempo para todo y para nada, lo que está muy bien, pues mi vida ha sido, por lo general, una constante batalla para sacar más tiempo al tiempo. Esta mañana, como estoy haciendo últimamente, he bajado hasta la Biblioteca pública que hay al lado del Alcampo de la Avenida de la Albufera, biblioteca que me viene muy bien y que he empezado a frecuentar. Siempre a primera hora. Es la mejor manera de aprovechar unas horas de lectura tranquila.
Pero al llegar esta mañana me he encontrado la puerta cerrada con un candado y un cartel avisando de que va a estar cerrada todo el verano. Que van a hacer unas importantes obras. Así, sin avisar. Frustrado, he decidido volverme tranquilamente a casa, subiendo por uno de los laterales del Parque de las Tetas, el que está en frente de mi casa, en el barrio de Fontarrón, lo que era antes el Cerro del Tío Pío.
De pronto, me ha venido a la cabeza esa imagen idílica de la lectura. Y como no tenía ninguna prisa, me he dicho: quédate hoy un buen rato leyendo aquí, que todavía no hace mucho calor. Sumergido en el frescor del parque gracias a los aspersores, me he puesto a buscar un banco a la sombra. “Allí hay uno”. Genial. Era un sitio bastante atrayente, con una potente, amplia y densa sombra. Pero al acercarme, he tenido que rechazar la elección porque han estado regando hasta hace un rato y el banco estaba empapado. Me ha pasado lo mismo con otros bancos que estaban cerca, también sugestivos y llenos de sombra.
Decido subir hasta la parte de El Mirador, donde están las mejores vistas de Madrid. Apenas hay gente a estas horas. Un poco de brisa, de viento, de agradable fresco. Veo que hay pocos bancos disponibles y la mayoría están al sol, que da ya a primera hora de la mañana de manera potente: estamos a finales de junio.

Tras merodear por la zona, encuentro por fin un banco a la sombra y que, encima, todo un honor, tiene como escenario la inmensa ciudad de Madrid. Me he sentado. He sacado de la mochila el libro que estaba leyendo, El Imperio, del periodista polaco Ryszard Kapuscinski, un original libro de viajes y de reportajes de hace ya años con el telón de fondo del derrumbamiento de la URSS. A la vez que me ponía las gafas (obligatorias para ver de cerca), pensaba en la dicha de disfrutar de unos instantes de absoluta y redonda felicidad. Qué maravilla. Qué sensación de paz y de libertad. Qué gozaba aspirar el aire fresco, la hierba recién regada, la espesa tranquilidad. Qué libre me sentía contemplando la infinita extensión de Madrid, sus grandes edificios -reconocibles desde aquí-, la luz velazqueña, la explosión de colores de los tejados, el fondo voluptuoso del cielo y, al fondo, como un decorado, la sierra de Madrid. Casi se me saltan las lágrimas.
Comienzo a leer. Voy por las primeras páginas, cuando el periodista polaco recorre algunas de las antiguas repúblicas soviéticas, repúblicas pequeñas, insignificantes que la Revolución soviética transformó completamente. Se modificaron sus ancestrales costumbres y se uniformaron las repúblicas con los mismos valores, la misma manera de hacer política, las mismas instituciones, las mismas modas, los mismos criterios. Algunas frases e imágenes del libro me golpean y decido subrayarlas. Cojo la mochila, que había dejado en el mismo banco, y me pongo a buscar un lapicero. Pero, horror, la mochila se ha llenado de hormigas cabezonas, que se han metido incluso por dentro. Dedico unos minutos a vaciar la mochila mientras me quito de encima a un buen número de hormigas. Hasta en el cuello he encontrado algunas. Sacudo todo el banco y ya con el lapicero en la mano me dispongo a subrayar un par de citas.
Vuelve la paz, el sosiego, la tranquilidad, la armonía de la naturaleza con mis intenciones estéticas. De vez en cuando levanto la vista del libro y me dejo atrapar por la extensión multiforme y colorista de Madrid. Respiro. Aspiro. Pienso que tendría que haberme traído los cascos para aprovechar estos instantes escuchando algo de música clásica. Pero pronto rechazo la idea: mejor así, al natural, dejándome arrullar por los sonidos espontáneos del parque. Regreso a la lectura. Ahora estoy en Kirguistán. Soy testigo de la hospitalidad de las gentes con el periodista polaco. Hasta la ofrecen un suculento banquete cuyo plato más importante es una cabeza de carnero cocida. “El huésped -dice Kapuscinski- debe comerse el cerebro. Después debe sacar un ojo y comérselo también. No hay que olvidar que un ojo de carnero tiene el tamaño de una ciruela. El otro ojo se lo come el anfitrión. Así se forjan los lazos de confraternidad. Se trata de una experiencia que queda grabada en la memoria durante mucho tiempo”. No me extraña.
Vuelvo a levantar la vista y, todavía con la imagen del carnero en mi cabeza, me fundo con el paisaje. Madrid es a esas horas una explosión de colores, con el sol dando de manera lateral, pero sacando brillo a la variedad de edificios, tejados, construcciones. Se ve el ir y venir de los coches por calles pequeñas y grandes avenidas. A lo lejos, un helicóptero aparece al lado de la Torre Picasso. Vuelvo a meterme en el libro, pero esta vez apenas leo unas líneas.
-“Toby, ven, deja eso, tíralo, tíralo ya”. Una joven le dice enérgicamente a su perro, un bichón maltés bastante histérico y ladrador, que suelte algo que ha cogido, a lo mejor un resto de comida. Pero el perro no le hace ni caso y sale corriendo cuesta abajo, y ella detrás. Echo un vistazo y empiezo a ver bastante movimiento en el parque con los perros. Suelo ver que a primerísima hora de la mañana salen bastantes vecinos a sacar a los perros; son los que se van a trabajar y dan una vuelta rápida, con un objetivo específico: que los perros hagan cuanto antes sus necesidades. Por eso, se quedan en las inmediaciones del parque y no se meten mucho por dentro, para no perder tiempo. Pero a estas horas es distinto. Los dueños, perfectamente equipados para andar, con buenas zapatillas, gafas de sol y con los cascos puestos, llevan a sus perros sueltos en unas caminatas que a veces duran horas.
Esta vez no me da tiempo a volver el libro porque justo delante de mí se para una señora mayor hablando con el móvil. “Muchas felicidades, cariño mío. ¿Qué te han regalado? Habla más alto, que no te oigo. Sí, esta tarde iré a verte para darte mi regalo. ¿Qué qué te voy a regalar? ¡Ah, misterio, misterio! Pero te va a encantar. No te oigo, chilla un poco más. Dile a tu madre que se ponga”. Y sigue andando hablando ahora con la que parece ser su hija. Casi chillando. Se queda a pocos metros de mí y la conversación continua un buen rato. No la oigo bien, pero los chillidos que emiten me distraen. Vuelvo a mirar el paisaje. Madrid me atrapa. Aspiro.
-“Toby, he dicho que vengas aquí”. Ha vuelto Toby. La joven, bastante enfadada, corre detrás de Toby sin que este le haga mucho caso. “Que te he dicho que te pares. Te vas a enterar. Te vas a quedar sin chuches”. Pero Toby va a lo suyo, llevando en la boca algo, aunque ahora que me fijo bien parece un ratón pequeño, todavía vivo. Delante de mí pasa primero Toby, orgulloso y en forma, y luego la joven, ya un poco asfixiada de tanto correr.
De pronto, aparece por la derecha una pareja de unos cincuenta años, él más mayor que ella. No tienen pinta ni de runners ni de turistas. Han debido de salir a hacer algunas compras y se han desviado por el lateral del parque. Cuando están a mi altura, deciden sentarse en mi banco. –“¿Molestamos?”. “Por supuesto que no”. “Muchas gracias”. Al rato, me pregunta él: “¿Le molesta que fume?”. “Por supuesto que no”, respondo. Pero veo que no saca ningún cigarro. Vuelve otra vez a dirigirse a mí: “¿Y si me fumo un porro? ¿Le importa?”. “Por supuesto que no”. Y con toda la parsimonia del mundo, prepara el porro con mucho cuidado, lo enciende y le da, él primero, un par de profundas caladas: Luego se lo pasa a ella, que se queda un buen rato con el porro. No hablan nada. Al rato, me dice él: “¿Le apetece una calada?”. “Muchas gracias. Muy amable. No fumo”, contesto educadamente con el libro en la mano.
Asisto como público a la ceremonia completa, mientras voy aspirando el inconfundible aroma a porro. Me han entrado ganas de irme de este sitio, pero he echado un vistazo por los alrededores y mientras que aquí sigue habiendo sombra, en el resto de bancos ya da plenamente el sol. Seguro que no van a tardar en irse. Y acierto. Se acaban el porro y emprenden la marcha. “Buenos días”. “Buenos días”.
Sigo leyendo. Ahora Kapuscinski se ha trasladado a Asia Central, al Mar de Aral. Resulta agónica la descripción que hace el periodista polaco de la desaparición, programada, de dos ríos muy importantes que recorren la zona. Los intereses económicos y políticos están por encima de la realidad geológica y fluvial. Y los ríos se acaban secando y desapareciendo, lo mismo que el Mar de Aral. Me pongo un poco triste ante el deprimente espectáculo que estoy leyendo. Cuando me encontraba meditando sobre estas cuestiones geopolíticas, oigo una voz potente que sale de la montaña que tengo más cerca, una de las Tetas donde la gente por la tarde se desparrama por la ladera para contemplar la puesta de sol. Son muchos cientos de personas los que visitan el Parque, pero casi todas a última hora de la tarde, cuando resulta imposible aparcar cerca de casa.

Como no veo bien de dónde procede el ruido, decido levantarme para ver mejor. Aprovecho para meter el libro en la mochila para que no se me olvide. Desde donde estoy, veo a un señor mayor que lleva una mariconera en la cintura de Viajes Barceló. Ha subido hasta arriba de la montaña y desde allí, completamente solo, se ha puesto a cantar. Pero no a cantar bajito sino a pleno pulmón. Al principio no entiendo nada de lo que está cantando, pero cuando avanza un poco reconozco la canción y la letra. “Una piedra en el camino”. Pero una y otra vez se equivoca al arrancar con la siguiente estrofa. Como sabe que se está liando, pasa directamente al estribillo: “Y rodar y rodar y rodar”. Tiene buena voz. Cada vez le oigo mejor. Vuelve a empezar: “Una piedra en el camino”. No cambia de canción. Sigue todo el rato con la misma. De vez en cuando, se para en la ladera y echa un vistazo a la montaña. Se para. Vuelve a andar. Se vuelve a parar. “Y rodar y rodar y rodar”. La canción se me está metiendo dentro y luego a ver cómo me la quito de encima. Al rato, cantando como un tenor, pasa por mi lado. “Buen día”, me dice. Y sigue cantando. Veo que pilla uno de los caminos en cuesta que van hacia la colonia de los Taxistas y cada vez le oigo menos. Miro el reloj y decido quedarme un rato más.
Se acercan un hombre y una mujer con dos perros. Uno es un labrador y el otro un pastor alemán. Hacen buena pareja. Van juntos, a buen ritmo, mientras el hombre y la mujer caminan detrás de ellos. “Ten cuidado, Luna, no corras tanto”. “Pues yo estoy muy preocupado con Lennon. La caca de esta mañana era rala. Debe estar suelto. Algo que le ha sentado mal”. “Pues si sigue así le tendrás que llevar al veterinario”. “No me gustaría. Cada vez que le llevo me pegan un buen palo y el pobre Lennon lo pasa fatal. Se pone muy bruto”. “A Luna, sin embargo, le encanta que la lleve. Se lleva muy bien con la veterinaria y hace con ella lo que quiere”. “¿Y a qué veterinario vas?”. “Ahí, en Moratalaz, en la calle Marroquina, más o menos a mitad de la calle”. ¿Y tú?”. Es un veterinario amigo que está por Pablo Neruda, cerca del Tirso de Molina, ¿Lo conoces?”. “No me han hablado muy bien de él. A un amigo casi le mata un gato por hacer experimentos con las pastillas”. “A mí me va bien. Aunque es verdad que me parece un poco caro”. Los dos estaban parados desde hace un rato justo delante de mí. Ahora deciden emprender la marcha y cada vez oigo de manera más amortiguada su conversación. “Luna, no corras tanto a ver si vas a coger una insolación”.
Antes de volver a ponerme a leer, decido esperar un rato, por si vuelve a pasar alguien. Pero no. Son unos minutos únicos, esplendorosos. Miro al cielo. Miro a Madrid. Vuelvo a aspirar. Me siento pleno. De pronto, siento en mi interior una ráfaga de bucolismo, de pasión por el beatus ille, de esponjamiento sentimental. Son unos minutos que decido estrujar al máximo. El silencio me envuelve. Incluso corre una liviana e inesperada brisa. Satisfacción total. En ese momento, decido emprender la lectura, darle otro mordisco a El Imperio, que me está entusiasmando, aunque entre unas cosas y otras apenas he leído diez páginas desde que llevo aquí, en este banco, fundiéndome con el parque y con el exuberante Madrid que se levanta ante mis ojos. Cuando llevo apenas dos párrafos, noto un clic cerca de mi banco y los aspersores que lo rodean comienzan a lanzar agua por todos los lados. También al banco. Ya empapado, guardo el libro en la mochila y decido afrontar la situación con un relajado estoicismo, también de raíces clásicas, como el bucolismo. No me rebelo. No me voy. No tiro la toalla. El agua corre por mis mejillas y por mis cabellos. No estoy dispuesto a que nada ni nadie estropee este momento de lucidez.
