Me preocupa cada vez más la imagen que voy a dejar a la posteridad, aunque aparente ser un sencillo y humilde ciudadano del Puente de Vallecas. Si llevo toda la vida leyendo, no me gustaría que por un descuido, por falta de previsión o por ligereza, toda la imagen que cuidadosamente he alimentado durante años y años se estropease a la hora de una súbita enfermedad o, peor aún, por mi repentino fallecimiento. Dios quiera que esto llegue cuanto más tarde mejor, pero conviene tener el alma preparada y la imagen engrasada para que nada falle en el último momento.
Me explico, y me apoyo en una cita de un artículo de Andrés Trapiello en el diario El Mundo, en su suplemento La Lectura: “Dime qué libros tienes en tu mesilla y te diré quién eres. Son la foto de carné de nuestra intimidad”. Ya puede uno tener los mejores libros en tu biblioteca, bien pensados y ordenados, que al final te van a definir por los que tengas en la mesilla de tu dormitorio. Son, además, los que la gente va a recordar y quizás los únicos que se salven de tu voluminosa biblioteca, que tengo asimilado que va a esfumarse, como están desapareciendo todas las bibliotecas de mis amigos y conocidos. Hace años se intentaban vender, pero visto lo que daban, sucederá lo que ya está pasando: que se paga incluso para deshacerse de los libros. Como a los familiares más cercanos puede que les entre algún remordimiento de conciencia por tomar esa decisión, que la tomarán, repartirán entre los más íntimos los libros que estaban en tu mesilla, a los que se supone que la víctima tenía más cariño. Esto es así y hay que reconocerlo.
Por eso, ya puedo morirme tranquilo pues tengo todo bien preparado. Los libros que hay ahora mismo en mi mesilla son un escrupuloso reflejo de lo que quiero aparentar, aunque no me haya leído casi ninguno. Pero más vale prevenir que curar. Por muchas ediciones del Quijote que tengas en tu biblioteca y clásicos del Siglo de Oro español, si en tu mesilla tienes una edición barata de una novela de Marcial Lafuente Estefanía, por ejemplo La hora de las hogueras, fascinante, muy interesante, repleta de recursos literarios y de hondura psicológica, la gente va a pensar que te pasabas la vida leyendo a Marcial Lafuente Estefanía y no a Cervantes, como tú te encargabas de propagar. Con este sencillo acto, toda tu fama de crítico literario se puede ir a tomar por saco, por falta de sentido de la posteridad. Otro ejemplo: me he pasado la vida rechazando las novelas de A.G. y los best-seller internacionales y los cutre-hispánicos como los de M.A. Si en mi mesilla se encuentran una novela romántica de alguno de ellos o de Danielle Steel, vete tú a defender después que era un defensor de la gran literatura y de los clásicos. Por eso, novela que me leo de Corín Tellado, y ya llevo varios cientos leídas, novela que me deshago con todo el dolor de mi corazón. Ayer, por ejemplo, gruesas lágrimas rodaban por mis mejillas cuando terminé de leer Siempre estuve así, un redondo melodrama en el que no faltan los celos, el desdén, las envidias y los frutos a veces turbios del amor sacrificado. Lloraba por el final de la novela, qué pena Angie, la protagonista, y qué inteligente es Lee, su amante frustrado; y lloraba porque luego la tuve que romper, pues lo que está en juego es mi prestigio literario.
Los elegidos para la parte de debajo de mi mesilla son, en primer lugar, el Poema de Gilgamesh, una narración acadia basada en poemas sumerios. No me la he leído, pero la tengo bien trabajada con anotaciones, subrayados, una cuartilla con un esquema de los poemas que forman parte de ella y otra cuartilla con las concomitancias que posee con la Biblia. Luego, una edición de Gredos, bilingüe, de La Ilíada, de Homero, muy manoseada (he dedicado mucho tiempo a conseguir este efecto). Después, no podía falta El arte de la guerra, del chino Sun-tzu, uno de esos libros que derrochan esnobismo y afectación. Después, la nueva traducción que ha hecho José María Micó de la inmortal obra de Dante Aligueri, que él ha titulado Comedia. Por supuesto, está repleta de papelitos con múltiples comentarios en italiano y latín.
Otros libros son El Quijote, en la edición de Francisco Rico, donde en un alarde de erudición solo he subrayado y destacado con rotuladores de colores algunas notas a pie de página. Una edición de las Obras completas de Shakespeare en inglés. Una edición bilingüe de El paraíso perdido, de John Milton, para que se vea que también le doy a la poesía profunda. Y la impecable y voluminosa edición de Acantilado de Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, una pieza codiciada por los amantes de los libros que me ha llevado muchas semanas de trabajo aparentar que me la he leído. No podían faltar los clásicos rusos. He elegido Guerra y paz, de Tolstói, en la última edición de Alba en dos volúmenes; y también la edición de Alba de Crimen y castigo, de Dostoievski, espectacular.
Y más a mano, como si los estuviese leyendo en el presente, tres libros. El primero, El caballero en Moscú, del norteamericano Amor Towles, una espléndida novela contemporánea que no he parado de recomendar; Mi padre y su museo, de Marina Tsvietáieva, un coñazo absoluto pero que supone una visible confirmación de mi pasión por los libros rusos; y una edición de la Biblia, libro que siempre tengo y tendré a mano, con una señal de que estoy leyendo ahora el Libro de Job.
He llegado a esta maquillada selección después de muchos rechazos, de cambiar y poner títulos, de arrepentirme, de poner y quitar, de tener que dejar fuera en el último momento otras obras fundamentales. Con esto, el capítulo de libros para mi posteridad queda cubierto. Ahora me toca trabajar la música que habitualmente escucho (ya estoy borrando a Georgie Dann, Luis Aguilé, Fórmula V y Flos Mariae de Spotify), revisar con mirada crítica los cuadros que tengo en mi habitación y ser muy selecto con las medicinas que se quedarán en mi mesilla. Por ejemplo, tengo que quitar cuanto antes el tubo de Hemoal para las hemorroides.
No hay comentarios:
Publicar un comentario