El pasado 26 de junio, en Licor Café, un local de Mejorada del Campo, acompañé a Eduardo Gris Romero en la presentación de su nueva novela Viaje a casa del vecino y a otros lugares exóticos. Reproduzco a continuación las palabras que dije en el acto.
Quiero dar las gracias, en primer lugar, a Eduardo por su invitación para participar en este importante acto. Importante porque siempre que se presenta un libro hay que felicitar, y si se puede, acompañar al autor (y si se invita a unas cervezas, más todavía). Aunque uno puede acabar, después de muchos sacrificios, disfrutando del proceso de escribir un libro, y seguro que Eduardo ha disfrutado mucho con este libro, se trata de un trabajo duro, un camino largo, en el que uno tiene que invertir muchas horas quitándoselas, por lo general, a otras obligaciones. Los libros no se escriben con la gorra. Que tu familia y amigos estén aquí ahora en este Café es una buena señal de amistad y de reconocimiento.
Gracias también a David Torrejón, el editor de La Discreta. Siempre lo he dicho: en el trabajo de estos editores y de estas editoriales es donde se aprecia el valor y la función de la literatura en estado puro. Buscan buenos libros para publicar, dan la oportunidad a muchos autores de ver sus libros publicados y, encima, intentan promocionarlos entre la maraña inabarcable de títulos que se publican en nuestro país. Felicidades por la editorial, por la pasión y el tesón.
Y gracias por tener la oportunidad de conocer a don Miguel Manzanares, el vecino de Eduardo, del que ya me habían contado algunas cosas, ya famoso, y que sin lugar a dudas tiene el mérito, muy difícil de llegar a él, como escribe Eduardo, de ser “una de las pocas personas que saben flexionar correctamente el sintagma ‘hijo de puta’”. Mi más sincera enhorabuena y claramente estamos ante alguien que ha llegado a la perfección absoluta y que por algún sitio tenía que notarse que posee, y comparte con Eduardo, la colección completa de la editorial Gredos en su casa. Esto son palabras mayores.
Viaje a casa del vecino y a otros lugares exóticos es, hay que decirlo ya, un desternillante libro sobre los peligros no del turismo, que también los tiene, y muchos, sino de la literatura que rodea todo lo relacionado con el turismo y los libros de viajes.
Está claro que visitar ruinas históricas, ver paisajes increíbles, conocer de cerca monumentos insospechados, tener la oportunidad de relacionarse con gentes de otras culturas y costumbres es una experiencia altamente positiva y gratificante, aunque en mi caso tengo que reconocer que no me atraen los viajes exóticos y me identifico mucho más con la figura del dominguero existencial o, con la terminología de Eduardo, viajar a casa del vecino. Lo malo de los viajes es lo que viene después, porque siempre hay un inevitable después: la necesidad de contarlo (a cuantos más, mejor) y cómo contarlo.
Creo que todos hemos padecido al plasta de turno que, tras un viaje a Guatemala, ha quedado con nosotros para contarnos su sublime experiencia y, a la vez, enseñarnos los miles de fotos que ha hecho de cada uno de los sitios que ha pisado (en ese momento, uno se encuentra secuestrado, sin posibilidad de opinar, lo mismo que le ocurrió a Eduardo en Marrakech cuando le enseñaron los interminables vídeos de una boda, atentado que, como se puede apreciar, es universal). Reconozco que aguantar a esos pesados, por muy buena voluntad que tengan -que no la tienen- es una experiencia que me supera, lo mismo que las conversaciones melifluas y almibaradas en torno a los viajes que hacen muchos sin inmutarse. Un ejemplo. Estaba un día tomando algo en un bar de Moratalaz y había un matrimonio ya mayor que le estaba contando a una víctima propiciatoria su interminable y programado viaje a Camboya. Cuando, después de nombrar cientos de sitios y lugares totalmente desconocidos, dijeron cayéndoseles la baba: “¡qué simpáticos son los camboyanos! ¡No te puedes ni imaginar!”. Me levanté y me fui.
Se ha metido de tal manera el turismo en nuestras vidas que ya no podemos escapar de sus numerosos y peligrosos tópicos. Y tenemos a nuestro alrededor a miles y miles de turistas profesionales que saben que el turismo, ese viaje en un crucero por las islas griegas o los fiordos noruegos, no se acaba en realidad hasta que no se ha contado y fardado.
Ya sabíamos por su blog que Eduardo ha viajado un montón. Muchos de estos viajes han tenido alguna conexión con su tesis doctoral, que luego ha publicado en la editorial Pre-Textos con excelentes resultados, Los poemas de amor más antiguos del mundo, excelente libro que se convierte en una sabia reflexión sobre las constantes humanas a lo largo del tiempo. Ahora ha reunido en este volumen unos cuantos de sus viajes a Jordania, Marruecos, Túnez, Tailandia, Tanzania, Siria, Egipto, Turquía… En ellos se describen, de manera rápida, sin avasallar, los lugares más emblemáticos, con oportunas pinceladas históricas y literarias.
Lo que más me ha llamado la atención de este libro es la seguridad estilística de Eduardo. Me encantan las originales descripciones que hace de muchos de sus personajes. Por ejemplo, de Gonzalo, al que ya hemos mencionado, que “tiene los ojos azules y la piel como la gelatina de los chicharrones”. De la joven con la que coincide en una discoteca en Marrakech: “tenía el talle de palmera, las cejas como pinceles, las mejillas como playas vírgenes, los labios como bakavas, la nariz de Nefertiti, los dientes de carne de coco y los ojos negros como tumbas”. También las descripciones sobre los lugares muestran esta seguridad y dominio de lo que está contando. Esto no es nada fácil. Si hay que ponerse serio, Eduardo se pone serio, y le sale un estilo muy detallista, ajustado, de gran calidad. Y si hay que ponerse zumbón, le sale a la perfección, riéndose de sí mismo, del gran Yubero, del resto de turistas, de lo que ve y, sobre todo, del cómo hay que contar las cosas que se han visto.
Pero también deja caer en este mismo viaje reflexiones muy agudas y experimentadas: “Por muchos budas y estupas que uno contemple, por muchas catedrales que visite, la belleza, siempre que uno no tenga la sensibilidad completamente estragada por las nuevas tecnologías, termina golpeándole”.
Capítulo aparte merecen los comentarios irónicos sobre estereotipos que tienen que ver ya con el lenguaje turístico, o cómo se utiliza el turismo solidario para enriquecer el currículum humanitario de tantos famosos o no tan famosos: “Es muy importante hacerse fotos con niños porque así uno no parece un turista, sino un activista, que viste mucho”. También la importancia de hacer fotos a desconocidos “porque son polivalentes e inagotables”. O la obsesión por lo auténtico de los viajeros intrépidos (“porque donde esté lo auténtico que se quiten el fasto, el confort y hasta la salubridad”), lo que le lleva a esta excelente reflexión: “Los viajeros jovenzuelos, romanticones y un poco gilipollas creen que solo ellos son viajeros, y los demás turistas”. Una distinción que refuerza en otros momentos de su libro.
Hay que mencionar también a su fiel compañero de viajes, el gran Yubero, al que vemos en el capítulo final enamorarse de Silvia como un manso corderito. Antes, eso sí, junto con Eduardo, le vemos romper el saque completamente a todos los guías con los que se encuentran. Escribe Eduardo: “El hombre (el guía) ya había tomado nota de que a los viajeros descabellados, copetudos y presuntuosos (se refiere a él y a Yubero) lo que más les gusta es comer pipas peregrinas, mariscos de taxonomía incierta o cosas que harían vomitar a una cabra”.
Y, por último, un breve comentario a esos paréntesis que introduce el autor de vez en cuando contando los viajes a casa de don Miguel, a casa de una de sus tías, Carmencita, a recoger un táper de torrijas o al campo de Mejorada del Campo. El autor concluye que los viajes, a dónde sean, a lugares exóticos o a la casa del vecino, son una oportunidad para reflexionar sobre uno mismo y para poner en práctica el arte de la escritura, aunque se corra el peligro, al hablar inevitablemente de uno mismo, de la egolatría y el endiosamiento. Pero siempre que se viaja, se escribe y se lee sobre estas experiencias tiene uno la oportunidad, como sucede leyendo a Eduardo, de recoger algún tesoro y de descubrir muchos matices de lo que es la vida, analizada y vista con la mirada divertida y auténtica de Eduardo.
Citando de nuevo a Eduardo, “queda de nuevo demostrado que los viajes constituyen un eficacísimo remedio contra la presunción, la suficiencia y la veleidad”.
Viaje a casa del vecino y a otros lugares exóticos
Eduardo Gris Romero
La Discreta. Madrid (2025)
264 págs. 18 €
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