No es lo mismo decir que recorro la calle Juan Navarro que camino por Lexington Avenue, ni que vivo en Peña Prieta que en la Rue de Rivoli, ni bajarse en la Estación de Mayakovskaya del Metro de Moscú que en la del Puente de Vallecas. Está claro que los nombres determinan una topografía, y la imaginación engorda y condiciona los excesos exóticos. Pico Cebollera no es la calle Arbat, ni Hachero es Brodway Avenue. Todo cambia si modificas esta perspectiva.
El cosmopolitismo de muchas novelas es una cuestión de geografía, urbanismo, léxico y ambientación. Lógicamente, no es lo mismo encontrar un cadáver en la Rue Oberkampf que en la calle Convenio, ni suena igual cometer un robo en una joyería de Nikolskaya Street que en Puerto de Canfranc, ni te van a mirar de la misma manera si vas de compras por la Rue Royale que por Pedro Laborde. Con los nombres extranjeros, la mente se traslada a otras latitudes donde puede reinar lo imprevisible e inesperado.
Te dicen que los protagonistas de tu novela han ido a comer al restaurante Noma, de Copenhague, y piensas mejor de ellos que si te dicen que han tomado unas tapas en la Mejillonera del Norte, en la Avenida de la Albufera. Para qué engañarnos, no suena igual un encuentro romántico en el restaurante Arpège de París que en La Jamboteca, ni un desayuno inolvidable en Piazza del Duomo que en la Churrería Pinilla. Por eso es difícil escribir sobre lo más cercano y, además, que eso cercano aparezca tal y como es, no disfrazado ni adulterado. Ese es uno de los grandes problemas de lo que a uno le gusta escribir, donde nada es insólito ni exótico. ¿Cómo pueden levantar el vuelo estos escritos si ahora, dentro de un rato, voy a comprar en el Mercadona (no en las Galerías Lafayette) y luego cortarme el pelo donde Adrián (no en Hair By Fairy)? Así es imposible que nadie me tome en serio.




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