sábado, 25 de agosto de 2012

Ramón Carnicer y los pueblos pobres de León


En 1962, el escritor Ramón Carnicer (1912-2007) recorrió el valle del río Cabrera, en los confines de la provincia de León con las de Zamora y Orense. En 1964, publicó este libro, en el que cuenta ese viaje, los lugares que recorrió y las gentes con las que se encontró en una zona muy cercana a su localidad natal, Villafranca del Bierzo, donde pasó la infancia hasta trasladarse a Barcelona, donde fue profesor, ensayista y autor también de otros libros de viajes como Gracias y desgracias de Castilla la Vieja.




El título, Donde las Hurdes se llaman Cabrera, ya es bastante significativo de su intención: la Cabrera, aunque menos conocida que las Hurdes (que el rey Alfonso XIII recorrió en un famoso viaje) es otra zona olvidada y marcada por la pobreza. Cuando el libro se publicó, como escribe el autor en la “Advertencia” que abre la edición de 1985 (y que se reproduce en este libro), “supuso para quien esto escribe una serie de insultos, amenazas y reproches cuyas notas comunes eran la injusticia y la zafiedad, cuando no el sórdido interés de quienes se aprovechaban de una situación humana en muchos aspectos bochornosa”. En muchos sentidos, ya en 1985, gracias a la explotación minera de la pizarra, habían cambiado mucho las cosas y la Cabrera se había incorporado, muy lentamente, a los avances del progreso y la modernidad, aunque la pobreza secular ha llevado al despoblamiento de muchos de estos pueblos.

Pero en 1962, esa zona alejada de casi todo, sin carreteras, pobre, sin recursos, parecía como si el tiempo se hubiese detenido. Los pueblos viven al día, con una pobreza que transite dignidad. Carnicer recorre los pueblos de la Cabrera Baja, bañados todos ellos por el río Cabrera o sus riachuelos y arroyos afluentes. Componen esta zona unos veinticinco pueblos con, a principios de los sesenta, unos 6.000 habitantes. La zona es muy montañosa. El viaje comienza en el pueblo de Puente de Domingos Flórez. El primer pueblo importante es Pombriego, al que presta una especial atención por lo que representa para esa zona. Luego recorre Santalavilla, Llamas, Odollo, Castrillo de Cabrera, Noceda, Saceda, Nogar, Robledo, Quintanilla, La Baña... En la Cabrera se encuentran Las Médulas, aquellas minas de oro explotadas por los romanos, lo mismo que otras minas cercanas. Hablando del pueblo de Odollo, escribe el autor: “Visto desde su cumbre, la nota dominante del pueblo es el negro ruinoso de los tejados, bajo los cuales se adivinan miserias, conciencias embotadas por la fatalidad de la costumbre, personas que oirían sin comprenderlo –porque “siempre ha sido así, y así seguirá siendo”- al reformador teorizante que puesto en pie en esta peña donde estoy sentado perorara colérico en nombre de la igualdad de derechos, el progreso y el nivel de vida”.

El viajero, bastante más humano que esos teóricos, observa las costumbres, los modos de vida, las ilusiones de sus gentes. Come con ellos, asiste a sus fiestas, visita las cantinas, charla con unos y con otros, aunque las conversaciones de más contenido las suele tener con los curas que atienden estos pueblos y con los maestros y maestras que hacen aquí lo que pueden, pues el atraso es endémico, lo mismo que la ignorancia y el analfabetismo. Las tierras son duras, secas, y para sacarles algo de rendimiento exigen ímprobos trabajos de toda la familia. El viajero, con un estilo sobrio, explica lo indispensable para entender lo que pasa en la Cabrera.

En su recorrido, resultan muy entrañables algunos de los personajes con los que se encuentra: el cura don Manuel, de Odollo, que atiende también varios pueblos, un derroche de sentido común y hospitalidad; la maestra Virginia, que habla con cariño de las gentes de su pueblo, reconociendo que las duras condiciones de vida de la zona determinan su falta de interés por la educación y la cultura; el indiano de Maracaibo, que tiene la solución para salir del atraso; Ceferino, el guía, entusiasta conocedor de todos los caminos... Con todos, el autor tiene conversaciones sencillas, interesantes, nada prepotentes. El sentido crítico del libro, que lo tiene, no está precisamente en los discursos ni en la moraleja, sino en la llana y realista descripción de la vida en esos pueblos y su secular falta de medios.
“El origen de todo –resume el médico de La Baña al hablar de la Cabrera y sus habitantes- está en la alimentación escasa y en la miseria general, cuyas derivaciones más comunes son el bocio y el cretinismo”. ¿Y la solución? “La receta más segura (Marañón lo decía) es ésta: civilización. Pero este producto no se despacha en la farmacia del Puente ni en la de Truchas. Ha de venir de más lejos y de más arriba y tiene poco que ver con los últimos descubrimientos. El bocio disminuye cuando se eleva el nivel de vida de las regiones afectadas, cuando la alimentación es abundante y variada, cuando los caminos acercan a la gente y la liberan de la consanguinidad”.

A pesar de este negro balance, el recorrido que hace Carnicer por estas tierras resulta entrañable y humano y permite adentrarse en un mundo desconocido, en una España olvidada de los Planes de Desarrollo; y en este recorrido uno comparte conversaciones y reflexiones con unos habitantes que, como la maestra Virginia y el cura Manuel, trabajan en serio para aportar a sus vecinos otras expectativas vitales.

Esta edición contiene las fotografía que hizo el mismo autor de este viaje, un excepcional testimonio gráfico de aquel recorrido y de aquella España.

(1) Ramón Carnicer, Donde las Hurdes se llaman Cabrera. Gadir. Madrid (2012). 216 págs. 17,50 €.

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