sábado, 26 de julio de 2025

Notas para un diario. "Sedientos de apariencia"

 


            No se me va de la cabeza uno de los artículos, geniales y divertidos, que leí en La gente corriente de Irlanda, del escritor Flann O`Brien, al que descubrí hace años tras la lectura de su sorprendente novela El tercer policía. O’Brien tiene buen colmillo para reírse de algunas manías de sus compatriotas; pero en este libro es especialmente ingenioso a la hora de burlarse de la sociedad literaria irlandesa y de algunas cuestiones que tienen que ver con rarezas que siguen siendo muy visibles en la cultura actual. Por ejemplo, las ansias de aparentar que somos rabiosamente cultos. Esta obsesión se manifiesta muchas veces en ridículos detalles. 

            Dedica el genial O’Brien un capítulo a explicar una posible empresa que quiere lanzar al mercado y que se va a especializar en trabajar las bibliotecas domésticas para que reflejen un esmerado retrato culturalista de sus propietarios. La idea es muy buena. Cuando vamos de visita a alguna casa y nos enseñan una biblioteca con muchos libros, nos solemos quedar pasmados y hasta sobrecogidos por la avalancha de cultura que, en principio, derrocha. Tal es así que nos imaginamos a sus dueños leyendo por las noches a la luz de la lumbre, escuchando a Chopin, lanzando interjecciones en inglés y francés y saboreando un licor cosmopolita o terruñero. 

Esta idílica imagen se puede ir al traste si, en un arrebato, nos lanzamos a abrir uno de los libros de la biblioteca y comprobamos que ni siquiera lo han abierto ni una miserable vez. Y la sensación puede ser todavía peor si el libro que hemos elegido tiene las páginas pegadas, señal de que ni se ha leído ni se ha abierto. Si nos pasa esto o algo parecido, lógicamente no diremos nada (somos muy educados), pero pensaremos que estamos ante una mala obra de teatro, pues para estas personas la biblioteca y los libros tienen un papel más decorativo que cultural. 

Pero podemos dar completamente la vuelta a esta impresión. Es lo que propone O’Brien.

       Para conseguir esto, su empresa emprendería un concienzudo trabajo para convertir una cateta biblioteca en un dechado de erudición. La empresa de O’Brien se encargaría de abrir y manosear todos los libros para que parezca que se han leído y trabajado, de subrayar algunos pasajes en diferentes colores, de introducir en los márgenes sabias y amenas anotaciones filosóficas (multiculturales y en diferentes idiomas) que ejemplificasen el diálogo de los propietarios del libro con lo que afirman los autores. 



Más todavía: trabajarían de manera especial los marcapáginas. Un anti-ejemplo personal: el otro día abrí un libro que había comprado hace décadas y me encontré con un billete de Metro de los de antes. No me dio ningún arrebato de nostalgia; al contrario, lo primero que pensé es que ya hay que ser cutre para utilizar como marcapáginas un billete de Metro; luego, pensé también que si ese libro cayese en otras manos y se encontrasen con el billete de Metro, no pensarían mal de mí, seguro, pero tampoco me aportaría mucho glamour cultural. 

La ocurrencia de O’Brien es muy original. Y creo que en esta línea se puede hacer un gran trabajo. De hecho, ahora mismo me ofrezco para transformar eruditamente, a un módico precio, la biblioteca de quien lo desee. Puedo introducir, por ejemplo, como sin querer, pasajes de viajes exóticos en avión, estancias en cruceros nórdicos, abonos de ópera, asistencias a estrenos de cine en París, el libreto de una ópera en Berlín, un folleto de una obra de teatro en Londres, la inauguración de una exposición en Nueva York, una fotografía antigua del propietario de la biblioteca con un escritor famoso al lado, siempre en La Habana. En mi caso, tengo que reconocer que si en vez del billete de Metro hubiese encontrado una entrada al Gran Teatre del Liceu, incluso hasta yo hubiese tenido una imagen más positiva de mí mismo, aunque nunca haya ido a un concierto al Liceu. Imaginaros cómo juzgaríamos a los propietarios de esa magnífica biblioteca si en vez de encontrarte el libro inédito, con las páginas sin abrir, hubiese aparecido un billete de primera clase del Transiberiano, una tarjeta de visitas del agregado cultural inglés en Nueva Delhi, la publicidad de una Sala de Subastas de Alabama y dos entradas para el palco del Santiago Bernabéu para una final de la Champions.

            La idea no se me ha ido de la cabeza, más aún, me está obsesionando. He habilitado en mi despacho un cajón en el que voy metiendo todo tipo de recursos culturales para fabricarme con los libros de mi biblioteca una imagen más erudita: en las últimas semanas he añadido una fotocopia de una reseña de una novela de Javier Marías en la edición berlinesa del Frankfurter Allgemeine Zeitung, una pegatina de una botella de Dom Perignom que me dio un amigo que colecciona estas etiquetas, la factura de una comida en el Ritz que me encontré en el suelo, una fotografía de Pío Baroja en el parque del Retiro… 



Ahora, cuando acabo de leer un libro, retiro el marcapáginas de turno, que suele ser anodino –por ejemplo, utilizo unos que hicimos en mi sindicato hace la tira de años-, y dedico el tiempo que sea necesario a subrayar caprichosamente algunos pasajes del libro en azul y rojo, pongo exclamaciones en los laterales, incluyo algunas citas en latín, señalo concomitancias con obras clásicas latinas y griegas que han dicho cosas semejantes, meto algunas postales de diferentes museos del mundo (en el Rastro me encontré el otro día un juego de postales del Museo Hermitage de San Petersburgo que me he autoenviado como si me hubiesen llegado directamente de Rusia). También he ampliado la perspectiva y me he hecho con varias ediciones de clásicos en su idioma original. Las dos últimas adquisiciones son la Divina Comedia en una edición buenísima que he subrayado hasta la extenuación y Guerra y paz, de Tolstói, en la que he incluido una postal de la casa natal del autor, Yasnia Polyana, convertida ahora en Museo, y un plano de los mejores museos de Moscú.

Me he embarcado en un trabajo de chinos, metódico, pensado y calculado, que no admite improvisaciones y que me está exigiendo una entrega absoluta. Pero funciona, ya lo he comprobado. Hace unos días dejé un libro, en el que había preparado de manera concienzuda lo que llevaba dentro; cuando me lo devolvieron, me comentaron: “Había un par de cosas tuyas personales muy interesantes; aquí las tienes, no las hemos perdido” y me entregaron la entrada del Museo Thyseen a la Exposición “Pintura italiana de los siglos XIV al XVIII”, a la que por supuesto no fui; o la propaganda de la muestra en el Museo Guggenheim de Bilbao dedicada a “Alex Reynold. Hay una ley, hay una mano, hay una canción” que, aquí entre nosotros, sería lo último que hiciese en mi vida. También una octavilla en la que apunté un poema de Goethe en alemán (jajaja, ni puta idea de alemán), con comentarios en castellano al lado de algunos versos y una postal de un concierto de jazz en un tugurio de Nueva York de Bill Evans. Y ya tengo preparado lo que voy a meter en el siguiente: una invitación personal al Palacio de la Zarzuela que he conseguido falsificar, el menú de la boda de dos pijos que la celebraron en el Casino de Madrid, un christma más falso que Judas que me llegó del Ministerio de Cultura y el recordatorio del funeral de Miguel Delibes en Valladolid. 

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