Recupero un relato que escribí hace muchos años y que publiqué en la revista literaria "La Carreta". Me he acordado de él porque he vivido hace poco una experiencia parecida por las dichosas obras.
"No es preciso estar loco para vivir
aquí, pero facilita las cosas" (Anónimo)
"La
esposa del Zar sólo vivía para el lujo. Aquí la vemos en un
desfile militar acompañada del Zar y de toda la familia real. El
poder de los zares estaba por encima de los argumentos
racionales: era Dios quien juzgaba y quien ponía al Zar en el
poder...".
-"Os queréis callar, que no me dejáis oír nada", chilló
Ángel volviendo a subir el volumen de la televisión.
Los demás estábamos en la cocina. Yo era el único que estaba
tumbado en un colchón, un poco incómodo y ladeado. Toñín estaba
de pie, sosteniéndose como podía. Loli se había intentado
arrebujar a mi lado, pero tuve que echarla casi a patadas. Ricardo,
mientras tanto, escuchaba música y bebía un vaso de agua.
-¿Queréis café?
Loli se levantó y enchufó la cafetera y calentó un poco de leche.
Yo seguía tumbado, hablando con Toñín.
-¿Dónde duermes tú?
-En el cuarto de la Loli.
-Ten cuidado con mis cajas y carpetas, y antes de acostarte
quita primero la máquina de escribir y el ordenador. La guitarra
está dentro, no me la rompas.
No pude ocultar mi nerviosismo por las carpetas, las cajas, los
libros, la guitarra, el ordenador, la máquina de escribir. Lo había
colocado todo con mucha dificultad y sólo faltaba meter todo ese
material en unas carpetas que, de vez en cuando, 2 euros, compraba en
Alcampo cuando salía del trabajo.
Ángel seguía tumbado en el comedor, tapado con la manta hasta la
barbilla, con la luz apagada y oyendo con interés un programa
especial sobre la revolución bolchevique, un testimonio gráfico
inédito que contaba con el guión de Orson Wells. De vez en cuando,
se le oía exclamar: "Les está bien empleado", "Qué
se fastidien", "Eso les pasa por chupar del bote".
Esa noche no leyó su enésima novela de Agatha Christie, aunque,
llena de polvo, la tenía al lado de la caja de herramientas del
Perolas, completamente blanca de escayola. La mesa del comedor
quedaba a un lado de la cama, llena de bolsas con papeles y
periódicos, un cajón de un armario y un libro que estaba leyendo yo
sobre la comunicación no verbal. Nuestro cuarto tenía la puerta y
las ventanas abiertas para que se fuese secando el suelo.
Ahora estaba vacío y recién pintado. Los dos muebles de escayola
que había hecho el Perolas estaban también recién terminados.
Quedaban pocos remates, pero esto de los remates, ya lo sabemos,
puede llegar a ser eterno. El Perolas, que es un perfeccionista,
estaba harto de darle con la llana a la escayola y de limpiar
continuamente las herramientas, siempre cargadas de escayola. Todos
estábamos unidos de alguna manera a la escayola. Toñín tenía su
pantalón completamente salpicado de blanco. Mi cabeza era blanca.
Toda la casa aparecía marcada por el blanco. El Perolas nos decía
todos los días que quedaban muy pocos remates, pero sabíamos
que nos engañaba, una vez más.
-¿Sabes lo que te digo, no? Sólo falta el voladero en el mueble,
con las dos persianitas blancas y la luz para cada uno. Esto va a
quedar como en el “Hola”, fenomenal, ¿sabes lo que te digo?
El Perolas escupía sílabas que a veces no le daban tiempo a salir
de la boca y se quedaban juntas unas con otras, mezclándose
caóticamente. Por lo general, salvo que fueran frases cortas, no se
le entendía nada. Mamá decía que siempre que habla con el Perolas
le dice que sí a todo para quedar bien. Lo único que llegaba con
nitidez a nuestros oídos era el estribillo, “¿sabes lo que
te digo?”.
-"Ese Lenin los tenía bien puestos". "Ya se les ha
acabado el chollo". "Es que míralos, eran unos
hijoputas".
Era mi hermano Ángel, que seguía viendo la televisión. La cabeza
de mamá, con los rulos y la redecilla puesta, apareció por el
marco de la puerta de la cocina mientras yo me entretenía en
mantener una pelota de goma encima de la nariz, entre ésta y la
frente, pero tumbado, que tiene mucho más mérito. Ante la
aparición de mamá, ni me inmuté.
Por un momento pensé, como un torbellino de la imaginación,
en el primer día que empezamos las obras, hace ya dos años. Todo
tenía al principio la pinta de algo provisional.
-¿Sabes lo que te digo, no? Cuando eso esté acabado, ponemos un
voladero, y encima del armario un maletero y en un lateral hacemos
unas filas de estanterías para que tu madre ponga las toallas, las
sábanas, los jerséis, ¿sabes lo que te digo?
De entrada todo parecía muy bonito, pero no fue nada fácil aceptar
la situación. La escayola es un material pegajoso, dúctil,
todo queda, cómo decirlo, un poco chapuza, guarro. Conseguir que
aquello tenga la apariencia de un mueble rematado, que no esté a
medias, no es una tarea al alcance de cualquier artista.
Las obras las empezamos un sábado por la mañana con una ilusión
desbordante. El Perolas acabó de quitar las baldas del armario
antiguo, poniendo la ropa en el cuarto de mamá, amontonada en
un par de sillas que tenían debajo los libros y las carpetas que yo
había ido guardando en el techo del antiguo armario. El Perolas
guardó las puertas, que servirían para el mueble de escayola.
Cuando la habitación estaba vacía, y mientras se echaba para atrás,
dijo:
-Aquí irá la puerta, en la derecha las baldas y en los lados,
hasta encima de la puerta, como una tumba egipcia, el maletero, con
el voladero y las persianas, ¿sabes lo que te digo?
Dije que sí automáticamente. Pero nunca había
visto una tumba egipcia y lo del voladero me sonaba a tecnicismo
incomprensible. Volví a decir que sí. No podía, así de
entrada, demostrar mi ignorancia. Luego entramos todos al cuarto, que
ya no tenía estanterías, ni libros, ni carpetas con recortes,
ni maletas. Sólo quedaba el histórico cuadro de Bob Marley y un
paisaje medieval de Toledo y el letrero de la calle Libertad
caído de medio lado. Todo muy
descuidado y decadente.
-¿Dónde está mi pijama?
-Mamá, ¿y mi jersey azul?
-¿Habéis visto un libro con las pastas azules?
-Dame eso, dijo mi madre deícticamente, señalando un montón de
montones de cosas.
El cuarto de Loli se convirtió en almacén provisional. Allí dejé
dos cajas de libros, tres bolsas con apuntes de la carrera, seis
archivadores; Ricardo dejó su carpeta, sus libros de texto,
diez cd’s, la mochila y su cazadora roja; Toñín llevó sus
revistas para recortar y otros cuantos cd’s que tiene grabados para
poner las carátulas. La verdad es que quedan muy bien: hace
como una especie de puzzle con recortes que tengan algo que ver con
la música del cd; los pinta, les da una mezcla curiosa, pone el
título y ya está: un nuevo concepto de arte moderno, de hormiga
intelectual, recorta que recorta...
Ángel dejó en ese cuarto los uniformes de la empresa, su bolsa de
deporte -con todo el material para la academia de vigilantes
jurados-, y otra carpeta con varias fotocopias ilegibles de
disposiciones legales y los últimos métodos de defensa personal. Mi
madre utilizó también esa habitación para ropero: toda la
ropa de la casa estaba allí apretada en una esquina o amontonada en
los armarios o guardada en maletas vacías. Encima del ordenador dejó
los entrepaños de la cocina, la ropa recién lavada, las sábanas,
toallas y mantas y la ropa para coser. Desde ese momento, ese cuarto
sería nuestro centro de reunión y de operaciones.
Allí comeríamos, cenaríamos, nos echaríamos la siesta por turnos
en la única cama que hay y veríamos la televisión. Por la noche,
después de la película, comenzaba el despliegue estratégico de
colchones por el resto de las habitaciones. Ricardo y Loli en la
habitación de mamá; Toñín en el cuarto de Loli, Ángel en el
comedor y yo en la cocina, al pie de la nevera.
Pero lo que en un principio tomamos como una excepción se convirtió
en un fenómeno matemático diario, con horario y todo, con una
rigidez y una exactitud espartana. Dos años llevamos ya haciendo
esto todos los días, subiendo y bajando colchones, poniendo sábanas
viejas en los muebles del comedor, manchándonos los zapatos de
escayola, los pantalones de escayola, el jersey de escayola, las
manos de escayola. Decía que llevamos dos años así y, poco a poco,
por la fuerza y por pura necesidad, nos hemos ido acostumbrando a
esta nueva situación: caos aparente, orden subterráneo.
Hemos conseguido el equilibrio racional, la estabilidad hierática
que permite afrontar un nuevo día sin espasmos histéricos ni
depresiones nerviosas. Hemos asimilado las circunstancias, la
sensación de estar inmersos en una obra eterna, atemporal, otro
Escorial en escayola. Lo hemos hecho con naturalidad, sin retórica,
sin hacer numeritos familiares. Todo por nuestro bien, por la
familia, por la comunidad, por nuestra ciudad. Para poder sobrevivir,
para fortalecerte, para cambiarte de pantalón alguna vez a la
semana. Hemos dominado, en un alarde de ingenio, los arcanos ocultos
del caos y de lo provisional. Con la cabeza erguida y el corazón
latiendo con ritmo fuerte, constante, hemos mantenido la paciencia y
el orgullo por encima de todas las cosas.
Tampoco se han dado grandes cambios en nuestro carácter. Seguimos
siendo lo que éramos, ni más ni menos. Ni siquiera damos
importancia a las visitas, a las que obligamos a ponerse unos
plásticos en la entrada para no mancharse con la maldita escayola.
Ni siquiera me siento superior porque duermo todas las noches al lado
de la nevera, del horno y de la bombona de gas. Hasta esto tiene sus
ventajas, como beber leche sin moverme de la cama o coger unas
galletas sin que te llamen de todo.
A pesar de todo, el Perolas,
puntualmente, sigue viniendo todas las mañanas cuando hemos colocado
todos los colchones en su sitio. Y continúa dando los últimos
retoques, es un profesional, a la estantería de escayola, que cada
día que pasa nos gusta más. Dice el Perolas, no sé si me
explico, que podremos meter todos los cd’s, los recortes, mis
libros y hasta una apasionante enciclopedia de Informática, de diez
volúmenes que, como todas las enciclopedias, no vale para nada.
Yo doy saltos de alegría cada vez más grandes, pues el armario está
a punto de terminarse. El Perolas dice que ahora sí sólo es
cuestión de unos pequeños remates. Si él lo dice.
Pero todos estamos muy preocupados por Ángel. Se ha hecho con un
buen sitio en el comedor, al lado del televisor y de la calefacción,
y va a ser difícil moverle cuando acabe todo. Yo pienso que ya no lo
va a poder mover nadie. A partir de ahora, lo estoy viendo, dormirá
y vivirá ahí. A mí no me importa. Lo mismo me está pasando a mí
con la cocina: uno toma cariño a las cosas y luego le cuesta
desprenderse de ellas. Sé que no se puede ser así, que en la cocina
no puedo estar toda la vida, que los libros en el horno no pintan
nada. Lo sé. Pero...
Dice el Perolas que queda muy poco, nada, unos remates. La casa
huele a escayola. Mamá vuelve a fregar otra vez las escaleras. Loli
estudia Derecho en su cuarto, al lado de la vieja máquina de coser y
unas cuantas cacerolas desperdigadas por el suelo. Ricardo ha
decidido montar una fiesta en casa el próximo fin de semana para
celebrar su cumpleaños. Toñín recorta lo que ya había recortado
antes. Y yo, que escribo dentro de la nevera, lloro porque veo que
todo se acaba. ¡Con lo que me gustan a mí las obras!