Erika Fatland (Noruega, 1983) es escritora, periodista y antropóloga social. En 2014 realizó un largo viaje por cinco antiguas repúblicas soviéticas que se independizaron después de la desaparición de la Unión Soviética. Todas ellas forman parte de lo que se conoce como Asia Central o Turkestán, países con una historia milenaria unida a la Ruta de la Seda. Nunca estos países habían funcionado de manera independiente hasta después de 1991. Anteriormente, habían estado sometidos por diferentes pueblos (rusos, persas, griegos, mongoles, árabes, turcos…) o, ya en el siglo XX, formaron parte del imperio soviético. Con este libro, la autora ha querido destacar las huellas que han dejado “los años de Gobierno soviético en esos países, en las personas que viven allí, en las ciudades y en la naturaleza”; además, cómo ha perdurado su cultura originaria, en muchas ocasiones asentada en valores que están en las antípodas de los que impuso de manera uniforme la Unión Soviética en todos sus territorios; por último, qué ha sucedido en estos países, aislados y olvidados para la opinión pública internacional, después de la caída de la Unión Soviética.
Lo que unía a Turkmenistán, Kazajistán, Tayikistán, Kirguistán y Uzbekistán, los países que recorre la autora, era una organización social basada en clanes, sin que existiese ningún tipo de estado, y la extensión de la cultura nómada, que condicionaba sus estilos de vida y sus fuentes de riqueza. Para la autora, ningún poder extranjero “ha impactado tan profunda y sistemáticamente en los pueblos centroasiáticos como el de las autoridades soviéticas”, pues en pocos años estos pueblos “fueron obligados a pasar de ser sociedades organizadas en clanes al socialismo puro y duro. Hoy, son países de mayoría musulmana que han conseguido contener el avance del islamismo radical apostando por la moderación y la convivencia de religiones. También les une una tímida y desigual democracia y una peculiar manera de entender la política heredada de los años de comunismo. De hecho, todavía hoy la mayoría de estos países siguen en manos de las mismas personas que se hicieron con el poder tras su independencia.
Algunos son dictaduras que han repetido en sus líderes lo peor del culto a la personalidad que se vivía en la Unión Soviética. Por ejemplo, Turkmenistán, un país de cinco millones de habitantes, estuvo controlado hasta 2006, fecha de su muerte, por Saparmurat Niyázov, que se hizo llamar Turkmenbashí, es decir, “El Líder de los Turcomanos”. Turkmenbashí cambió a su antojo los nombres de la semana y los meses y es autor del Ruhnama o “Libro del Alma”, libro de estudio obligatorio en todas las etapas educativas. Tras su muerte, se hizo con el poder su Ministro de Sanidad, el dentista Gurbangulí Berdimujamédov, que si bien renegó de las medidas más extravagantes de su antecesor, siguió alimentando también el culto a la personalidad.
La riqueza más importante de Turkmenistán son las exportaciones de gas y petróleo. El 80% del territorio es desértico. Es la capital del mundo con más fachadas de mármol por metro cuadrado de superficie.
Por su parte, Kazajistán posee la economía más fuerte de Asia Central; tiene grandes reservas de gas, petróleo, oro, carbón y uranio. Durante la Unión Soviética, fue destino de millones de deportaciones forzadas. En la actualidad, conviven más de cien nacionalidades diferentes, resultado de esta política. Más del 75% del país es desértico y algunas regiones, como Semipalátinsk y Kurchátov, se utilizaron para las más de 400 pruebas nucleares que se realizaron.
Con ocho millones de habitantes, Tayikistán es el país más pobre. El 90% de su terreno es montañoso y en su caso no tiene reservas de petróleo ni de gas. Vive, como otras repúblicas, del dinero que envían los emigrantes. Desde 1994 el presidente es Emomalí Rahmon. En su configuración, también son visibles los efectos de las multitudinarias deportaciones soviéticas.
Kirguistán es una república muy pobre que también depende de las divisas que envían los emigrantes desde Rusia. Está considerado el país más libre y democrático y goza de más libertad de prensa y de economía que las repúblicas vecinas.
En Uzbekistán, el país más poblado, 28 millones de habitantes, son constantes las violaciones de los derechos humanos. En su territorio se encuentran dos de las ciudades más famosas de la Ruta de la Seda: Bujará y Samarcanda.
En sus constantes viajes, la autora habla con muchas personas, aunque por lo general tiene poca libertad de movimientos y sus conversaciones suelen estar controladas por las agencias de turismo estatales. Pero estas conversaciones, que en algunos casos sí se abren a la espontaneidad, dan al libro un tono ameno, cercano y coloquial que permite conocer un mundo muy desconocido para los occidentales. Como en otros libros similares sobre las antiguas repúblicas soviéticas (por ejemplo, El corazón perdido de Asia, del escritor inglés Colin Thubron, que también recorre estos mismos países en un viaje que realizó en 1992, al poco de derrumbarse el bloque del Este), sorprende la gran cantidad de personas que tienen nostalgia del imperio soviético, donde todo era previsible e idealista y donde los medios de comunicación oficiales transmitían a sus habitantes una visión siempre edulcorada y utópica de la realidad. A pesar de lo vivido (con la URSS pasaron de la Edad Media al siglo XX), han sobrevivido a las colectivizaciones y deportaciones y han conservado parte de su idiosincrasia y cultura.
Asia Central fue siempre una encrucijada entre el Este y el Oeste. Durante los años de “El Gran Juego”, Rusia y Gran Bretaña compitieron por el control de la zona. En la actualidad, estos países se encuentran en un territorio de nadie y deberán elegir entre la influencia de China, Rusia o la Europa Occidental.
Sovietistán
Erika Fatland
Tusquets. Barcelona (2019)
496 págs. 24 €.
T.o.: Sovjetistan.
Traducción: Carmen Freixenet.