Enterramos al abuelo en su pueblo, Peñaranda de Bracamonte, aunque llevaba ya unos diez años ingresado en una residencia de Salamanca. Murió con 97 años. Después del entierro, fuimos a su casa, a la que habíamos ido muy pocas veces después de ingresarle en la residencia. Mi madre se solía dar una vuelta cada tres meses para airear la casa y comprobar que todo estaba bien. Yo había pasado muchos veranos con mis abuelos, pero ahora no me apetecía nada ir por allí. Me llenaba de nostalgia y de recuerdos y siempre acababa muy triste al recordar tantas y tantas cosas de la abuela.
Al acabar el entierro, fuimos a la casa del abuelo. Entré con mi madre en su habitación y en uno de los armarios, amontonados, nos encontramos con un almacén de la revista que el abuelo siempre leyó hasta el día de su muerte: el Calendario Zaragozano. En la Residencia yo me encargaba de comprársela todos los años. A mi abuelo nunca se le olvidaba y la leía con auténtica pasión, aunque los últimos años ya no la hacía mucho caso, en parte porque cada vez se despistaba más y en parte porque veía que algo no encajaba en su ya limitada estructura mental.
Mi abuelo trabajó toda la vida en el campo. Su relación con el campo era íntima, diaria, intensa, concreta. Para él, el paso de los meses y de las estaciones le obligaba a tomar decisiones sobre la marcha, lo mismo que las lluvias inesperadas o sequías imprevistas. Siempre le recuerdo en su casa, sentado en el sofá, con la televisión siempre encendida pero con un volumen muy bajo, leyendo y releyendo el Calendario Zaragozano para aclararse con la influencia de la luna, del paso del tiempo, las fechas, los movimientos de las aves, las fiestas, las cosechas, la poda, la vendimia, la recolección. Mi abuelo y el Calendario Zaragozano.
Y los refranes. En el Calendario Zaragozano aparecían muchos, siempre ligados al clima y el tiempo. Mi abuelo los tenía incorporados en su sistema operativo y los solía encajar con mucho acierto en la conversación. Los refranes resumían una sabiduría popular que mi abuelo encarnaba muy bien. “Año de nieves, año de bienes”, “En abril, aguas mil”, “Nueve meses de invierno y tres de infierno”, “Hasta el 40 de mayo no te quites el sayo”, “En marzo, la veleta, ni dos horas se está quieta”... Son solo algunas perlas con las que mi abuelo confirmaba que todo va bien, que la vida va por el camino que le corresponde, que el paso de las estaciones –como explicaba el Calendario Zaragozano- seguía el ritmo previsto.
Sin embargo, desde que estaba en la Residencia, a la vez que estaba más despegado de su Calendario Zaragozano, vi que repetía menos los refranes, como si ya no se fiase de ellos, pues no cuadraban con lo que estaba viendo. A su alrededor, todo comenzó a ser confusión: en abril, apenas llovía; mayo no era florido ni hermoso; marzo había dejado de ser ventoso; ese año, el 40 de mayo tuvieron que sacar los abrigos para pasear por el parque… Era como si su mundo, que él consideraba perfecto, pleno y completo, se estuviese resquebrajando: “Por san Blas, verás las cigüeñas volar”, pero el 3 de febrero no apareció ni una cigüeña en el firmamento, ni antes ni después. “Por Santa Cecilia”, la nieve en cualquier cima”, pero el 22 de noviembre pasado, cuando nos preguntó el abuelo qué día era, se quedó extrañado cuando le dijimos que todavía no había caído ni una nevada en todo Salamanca. Lo mismo le pasó cuando el 12 de febrero, el día del santo de la abuela, nos dijo que si seguía sin llover; cuando le dijimos que sí y que los del tiempo de la televisión habían dicho que estaríamos así hasta fin de mes, se limitó a exclamar de manera dubitativa: “Por Santa Eulalia, siempre el tiempo cambia”.
Y chascos parecidos se llevó el día 4 de octubre, la fiesta de San Francisco de Asís (“Otoñada segura, san Francisco la procura”); y el 15 de mayo, el día de San Isidro Labrador (“Por San Isidro se va el frío y viene el sol”); Mi abuelo había intuido que las cosas no iban bien y que esos cambios, para él trascendentales, eran reflejo de algo dramático y apocalíptico que estaba por venir. Y así afrontó sus últimos meses, hundido, hablando poco, a su manera expectante, viviendo en un mundo escurridizo y resbaladizo.
Murió el 1 de diciembre, como si quisiese que ese día sí se cumpliese el refranero: “Por san Eloy, coge el rebaño y di me voy”. Y se fue. Pero me quedé intrigado cuando al abrir la mesilla de noche de su habitación me encontré con el último número del Calendario Zaragozano muy sobado y utilizado, lleno de frases subrayadas y signos de interrogación y, al lado, uno de esos libritos religiosos que repartían en la Residencia con el evangelio de cada día abierto por el día 28 de noviembre y con parte del evangelio subrayado muy fuerte por el abuelo en rojo: “”Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas” (Lucas 21, 20-28).