Interesante apuesta la de la editorial Drácena de recuperar la primera novela extensa de Gabriel Miró (1879-1930), novelista que no ha acabado de encontrar su sitio en la historia de la literatura española, quizás por su originalidad estilística, que lo emparenta con los modernistas y con la “generación del 14” más que con los autores de la Generación del 98, aunque sí tiene muchos puntos en común con el también alicantino Azorín, al que se le suele asociar por su voluntad de estilo.
Pero la editorial Drácena, en su deseo de poner el foco en la prosa de Gabriel Miró, ensancha bastante su marco literario. Donde hay que buscar maneras de escribir similares a Miró, que deja en un segundo plano los acontecimientos y los sucesos, es en la literatura europea de Marcel Proust y hasta de Virginia Woolf, escritores que pusieron el acento de sus libros no en los argumentos ni en las ficciones sino en la memoria íntima de sus protagonistas y su conflictiva relación con la realidad.
Siempre me ha sorprendido la literatura de Miró, especialmente después de leer Figuras de la Pasión del Señor (1916), donde uno se queda absolutamente atrapado por el despliegue de voluptuosidad estilística repleta de aromas, luces, colores, sonidos, sabores…, en este caso con el telón de fondo de los últimos momentos de la vida de Jesús en Palestina. También conviene destacar otros libros suyos, como Nuestro Padre San Daniel (1921), El obispo leproso (1926) y Libro de Sigüenza (1917). En todos ellos destaca el trabajo estilístico, repleto de una gran riqueza plástica, un vocabulario exuberante y una adjetivación ciertamente sorprendente. Esto hace mella en su manera de novelar, más cercana por su sentido de la belleza al poema que a la prosa pura y dura. Sus relatos y novelas son, muchas veces, “poemas descriptivo-narrativos” (como ha señalado Eugenio de Nora), donde lo lírico y sensitivo tienen más fuerza que los ingredientes narrativos.
Estas mismas características se encuentran en Las cerezas del cementerio, que Miró publicó en 1910 y que se trata de un hito en su trayectoria, pues se trata de su primera novela más trabajada y larga, después de libros leves y de relatos. En ella, se cuenta el drama de Félix de Valdivia, que, reclamado por su padre, regresa de Barcelona, donde estudia ingeniería, a su tierra natal, la inventada y mediterránea Almina. En el barco, coincide con dos mujeres con las que entabla una intensa relación de amistad, Beatriz, casada con un comerciante inglés, y su hija Julia. Entre Beatriz y Félix se desata una pasión amorosa y romántica que va a ser el hilo conductor de esta novela.
Félix es un personaje fuera de lo normal. No se identifica para nada con la tierra de sus padres y sus ancestros y le ahoga la estrecha vida que llevan sus familiares, dominada por las convenciones sociales y una tenebrosa manera de vivir la religión (tema que será habitual en la literatura de Miró). Además, Félix tiene una exacerbada sensualidad, que contrasta con la aridez de sus paisanos y que le lleva a disfrutar visiblemente de emociones y sentimientos relacionados con la vida, el amor, el paisaje…, con expresiones que delatan que se encuentra fuera de la realidad. Pero Félix ve a su alrededor lo que nadie descubre, lo que le convierte en un personaje decadente, romántico, extraño, de frágil sensibilidad y a su mira complejo, pues también siente atracción por las emociones crueles y salvajes, como aparece en la novela en repetidas ocasiones. Su manera de ser atrae a las mujeres que, por lo general, por contraste con el adusto carácter de sus novios o maridos, se sienten fascinadas por él (o eso es lo que piensa Félix).
Pero la vida de Félix, de Beatriz y de sus familias está marcada por un suceso anterior: Beatriz fue la amante del tío de Félix, Guillermo, muerto en extrañas circunstancias. Para todo el mundo, Félix es el vivo retrato de los gustos y del carácter especial de su tío. Junto con la alegría espumosa, externa y superficial, propia de los dos, se esconde también una atracción por el dolor y la tragedia romántica y modernista.
La novela avanza a golpe de escenas que describen la vida de Félix en los pueblos que visita y de los familiares con los que se encuentra. También, por los reencuentros con Beatriz, censurados por la familia de Félix, que avivan su voluptuosidad.
Como en toda la trayectoria de Miró, lo importante no va a ser el desarrollo del argumento, en parte previsible, aunque con un final quizás demasiado tajante y radical. Lo que sobresale es, en todas sus páginas, su férrea y trabajada voluntad de estilo, de sacar brillo a todas las escenas, de insinuar más que contar. Como escribió Miró, “la palabra es la misma idea hecha carne, es la idea viva transparentándose gozosa, palpitante, porque ha sido poseída”. Esto lo intenta hacer realidad en la novela, con un estilo plástico y sensorial, atento a los minúsculos detalles.
Pongo un ejemplo, de la descripción que hace el autor del valle de Posuna, escenario de una de las excursiones que realiza Félix: “Traspuesto el collado de Almudeles, ofrecíase todo el valle de Posuna, ancho, gozoso de abundancia y de luz; en lo más hondo y llano, por tierras pradeñas y almarjales, pasaba un amplio río, de aguas lentas, calladas y resplandecientes, espejo de chopos y salgueros que, en el confín, se desvanecían entre nieblas azules. El sol se acostaba en la tierna pastura y encima de las frondas, tan frescas, tan viciosas, que daba deseo de abrazarlas, de apretarlas para que se fundiesen en jugos olorosos de vida y beberlos. Estaban las cumbres llenas de claridad y parecían nuevas, jovencitas, y que el cielo bajase a descansar y reclinarse en los montes”.
Poco tiene, es cierto, esta impresionista manera de novelar con la que se estila ahora, funcional y narrativa. Pero leer a Miró siempre es un espectáculo para los sentidos, un derroche de las posibilidades estilísticas de la literatura. Un escritor revolucionario en lo formal y en su manera de captar la realidad, que se merece redescubrir.
Las cerezas del cementerio
Gabriel Miró
Drácena. Madrid (2022)
210 págs. 15,95 €.