sábado, 26 de julio de 2025

"Cien libros, una vida", de Antonio Martínez Asensio

 


Antonio Martínez Asensio (Madrid, 1964) presenta el programa Un libro una hora de la Cadena Ser. Además, también en la Cadena Ser, es el responsable de “La biblioteca”, la sección de libros del programa Hoy por Hoy. Escribe en Zenda y, sin lugar a dudas, es un referente en el periodismo cultural de nuestro país. 

            No estamos ante un libro académico sino ante el resultado de una radical y personal pasión por la lectura y los libros. Como él mismo explica, “no es un libro de crítica, sino un recorrido por los libros que han sido importantes para mí, y que son importantes en general”. Martínez Asensio lleva toda la vida leyendo y ha orientado su actividad profesional a algo que se le da muy bien: hablar de libros y compartir lecturas. 

            Late en todo este libro un afán por dar a conocer lecturas que le han impactado. Libros que le han conformado como persona, como lector y como crítico. La selección refleja muy bien sus intereses culturales y el dominio que tiene de un mundo en constante movimiento y con múltiples ramificaciones. Personalmente, me han resultado muy útiles las dos últimas partes, las que se refieren a lecturas más contemporáneas. Y aquí es donde se aprecia que Martínez Asensio no vive de las rentas sino que está en continua agitación, atento a las muchísimas novedades que cada año ingresan en las librerías y que alguien -él es uno de ellos- tiene que hacer una criba, separando los productos comerciales de temporada de aquellos libros que han acertado a comunicar una verdad insustituible y profunda al hombre contemporáneo.

            Para Martínez Asensio, leer “ha sido mi pasión, mi diversión y también mi terapia, mi educación y mi refugio”: excelente manera de condensar la importancia de la lectura en su vida. En el prólogo destaca la suerte que ha tenido de poder dedicarse profesionalmente a esta afición de “compartir lecturas, compartir la pasión por leer y por los libros”.

            El libro está dividido en cuatro partes, cada una con veinticinco libros. En muchos casos, lo que más le ha contado ha sido elegir un libro concreto de autores de los que se ha leído todo, pero que, con sentido común, se ha impuesto que solo aparezca un libro. Y el punto de partida es siempre su propia experiencia: por qué han sido importantes para él y en qué momento de su vida lo ha leído. Los comentarios a cada libro resaltan los aspectos más significativos con un lenguaje bastante cercano y divulgativo, lo que merece la pena destacarse, pues no estamos ante un libro para especialistas sino para que el público en general que, ante tantos libros como se publican en nuestro país, necesita alguna orientación y guía por parte de críticos autorizados, y Martínez Asensio lo es.  

            Los veinticinco libros de la primera parte están formados por títulos publicados antes del año 1900. Todos son cásicos indiscutibles, y la selección que ofrece es válida y contrastada, combinando autores extranjeros con españoles. Quien quiera acercarse a lo más granado de la literatura clásica, aquí hay autores para dar y tomar, todos excepcionales, como Melville, Conrad, Stevenson, Víctor Hugo, Dostoievski, Kipling, Wilde, Homero, Cervantes, Clarín, Pardo Bazán, Galdós… La segunda parte contiene una selección de “clásicos modernos”, libros que gozan ya de mucho prestigio y popularidad y que nadie duda que en el futuro serán clásicos. La lista es sugerente: García Márquez, Hemingway, Virginia Woolf, Lampedusa, Truman Capote, Nabokov, Herman Hesse, Jack London, Thomas Mann, George Orwell. Vuelven a aparecer en este apartado autores españoles muy importantes, como Cela, Miguel Delibes, Laforet...

           La tercera parte lleva por título “Serán clásicos”. Ofrece lecturas que ya son indispensables, pues se trata de autores que gozan de un merecido prestigio y que se siguen leyendo, como es el caso de John Williams, Javier Marías, Javier Cercas, Saramago, Juan Marsé, Cormac McCarthy, Vargas Llosa, Tabucchi, Kundera, Italo Calvino, William Golding, Carmen Martín Gaite, Manuel Chaves Nogales, Dino Buzzati…

            La cuarta parte es la más personal. Como pasa con todas las listas de libros, esta puede ser la parte más polémica. Se trata de libros fundamentales en su vida, “libros -como escribe- que me han marcado, que me han abrigado, que me han cambiado”. Esta parte puede proporcionar a los lectores muchas sugerencias para descubrir títulos y autores muy cercanos a la sensibilidad actual.

       Estamos ante un libro que hay que leer con lápiz y papel para apuntar títulos y excelentes comentarios. Uno de los problemas que tiene la literatura contemporánea es la dificultad para moverse y aclararse entre la avalancha de títulos. Martínez Asensio facilita la tarea de desbrozar. Y sus gustos y opiniones están contrastadas por su dilatada experiencia y su amor por los libros, algo que es muy difícil de improvisar. 



Cien libros, una vida

Antonio Martínez Asensio

Aguilar. Barcelona (2025)

384 págs. 22,90 € (papel) / 9,99 € (digital).

Notas para un diario. "Sedientos de apariencia"

 


            No se me va de la cabeza uno de los artículos, geniales y divertidos, que leí en La gente corriente de Irlanda, del escritor Flann O`Brien, al que descubrí hace años tras la lectura de su sorprendente novela El tercer policía. O’Brien tiene buen colmillo para reírse de algunas manías de sus compatriotas; pero en este libro es especialmente ingenioso a la hora de burlarse de la sociedad literaria irlandesa y de algunas cuestiones que tienen que ver con rarezas que siguen siendo muy visibles en la cultura actual. Por ejemplo, las ansias de aparentar que somos rabiosamente cultos. Esta obsesión se manifiesta muchas veces en ridículos detalles. 

            Dedica el genial O’Brien un capítulo a explicar una posible empresa que quiere lanzar al mercado y que se va a especializar en trabajar las bibliotecas domésticas para que reflejen un esmerado retrato culturalista de sus propietarios. La idea es muy buena. Cuando vamos de visita a alguna casa y nos enseñan una biblioteca con muchos libros, nos solemos quedar pasmados y hasta sobrecogidos por la avalancha de cultura que, en principio, derrocha. Tal es así que nos imaginamos a sus dueños leyendo por las noches a la luz de la lumbre, escuchando a Chopin, lanzando interjecciones en inglés y francés y saboreando un licor cosmopolita o terruñero. 

Esta idílica imagen se puede ir al traste si, en un arrebato, nos lanzamos a abrir uno de los libros de la biblioteca y comprobamos que ni siquiera lo han abierto ni una miserable vez. Y la sensación puede ser todavía peor si el libro que hemos elegido tiene las páginas pegadas, señal de que ni se ha leído ni se ha abierto. Si nos pasa esto o algo parecido, lógicamente no diremos nada (somos muy educados), pero pensaremos que estamos ante una mala obra de teatro, pues para estas personas la biblioteca y los libros tienen un papel más decorativo que cultural. 

Pero podemos dar completamente la vuelta a esta impresión. Es lo que propone O’Brien.

       Para conseguir esto, su empresa emprendería un concienzudo trabajo para convertir una cateta biblioteca en un dechado de erudición. La empresa de O’Brien se encargaría de abrir y manosear todos los libros para que parezca que se han leído y trabajado, de subrayar algunos pasajes en diferentes colores, de introducir en los márgenes sabias y amenas anotaciones filosóficas (multiculturales y en diferentes idiomas) que ejemplificasen el diálogo de los propietarios del libro con lo que afirman los autores. 



Más todavía: trabajarían de manera especial los marcapáginas. Un anti-ejemplo personal: el otro día abrí un libro que había comprado hace décadas y me encontré con un billete de Metro de los de antes. No me dio ningún arrebato de nostalgia; al contrario, lo primero que pensé es que ya hay que ser cutre para utilizar como marcapáginas un billete de Metro; luego, pensé también que si ese libro cayese en otras manos y se encontrasen con el billete de Metro, no pensarían mal de mí, seguro, pero tampoco me aportaría mucho glamour cultural. 

La ocurrencia de O’Brien es muy original. Y creo que en esta línea se puede hacer un gran trabajo. De hecho, ahora mismo me ofrezco para transformar eruditamente, a un módico precio, la biblioteca de quien lo desee. Puedo introducir, por ejemplo, como sin querer, pasajes de viajes exóticos en avión, estancias en cruceros nórdicos, abonos de ópera, asistencias a estrenos de cine en París, el libreto de una ópera en Berlín, un folleto de una obra de teatro en Londres, la inauguración de una exposición en Nueva York, una fotografía antigua del propietario de la biblioteca con un escritor famoso al lado, siempre en La Habana. En mi caso, tengo que reconocer que si en vez del billete de Metro hubiese encontrado una entrada al Gran Teatre del Liceu, incluso hasta yo hubiese tenido una imagen más positiva de mí mismo, aunque nunca haya ido a un concierto al Liceu. Imaginaros cómo juzgaríamos a los propietarios de esa magnífica biblioteca si en vez de encontrarte el libro inédito, con las páginas sin abrir, hubiese aparecido un billete de primera clase del Transiberiano, una tarjeta de visitas del agregado cultural inglés en Nueva Delhi, la publicidad de una Sala de Subastas de Alabama y dos entradas para el palco del Santiago Bernabéu para una final de la Champions.

            La idea no se me ha ido de la cabeza, más aún, me está obsesionando. He habilitado en mi despacho un cajón en el que voy metiendo todo tipo de recursos culturales para fabricarme con los libros de mi biblioteca una imagen más erudita: en las últimas semanas he añadido una fotocopia de una reseña de una novela de Javier Marías en la edición berlinesa del Frankfurter Allgemeine Zeitung, una pegatina de una botella de Dom Perignom que me dio un amigo que colecciona estas etiquetas, la factura de una comida en el Ritz que me encontré en el suelo, una fotografía de Pío Baroja en el parque del Retiro… 



Ahora, cuando acabo de leer un libro, retiro el marcapáginas de turno, que suele ser anodino –por ejemplo, utilizo unos que hicimos en mi sindicato hace la tira de años-, y dedico el tiempo que sea necesario a subrayar caprichosamente algunos pasajes del libro en azul y rojo, pongo exclamaciones en los laterales, incluyo algunas citas en latín, señalo concomitancias con obras clásicas latinas y griegas que han dicho cosas semejantes, meto algunas postales de diferentes museos del mundo (en el Rastro me encontré el otro día un juego de postales del Museo Hermitage de San Petersburgo que me he autoenviado como si me hubiesen llegado directamente de Rusia). También he ampliado la perspectiva y me he hecho con varias ediciones de clásicos en su idioma original. Las dos últimas adquisiciones son la Divina Comedia en una edición buenísima que he subrayado hasta la extenuación y Guerra y paz, de Tolstói, en la que he incluido una postal de la casa natal del autor, Yasnia Polyana, convertida ahora en Museo, y un plano de los mejores museos de Moscú.

Me he embarcado en un trabajo de chinos, metódico, pensado y calculado, que no admite improvisaciones y que me está exigiendo una entrega absoluta. Pero funciona, ya lo he comprobado. Hace unos días dejé un libro, en el que había preparado de manera concienzuda lo que llevaba dentro; cuando me lo devolvieron, me comentaron: “Había un par de cosas tuyas personales muy interesantes; aquí las tienes, no las hemos perdido” y me entregaron la entrada del Museo Thyseen a la Exposición “Pintura italiana de los siglos XIV al XVIII”, a la que por supuesto no fui; o la propaganda de la muestra en el Museo Guggenheim de Bilbao dedicada a “Alex Reynold. Hay una ley, hay una mano, hay una canción” que, aquí entre nosotros, sería lo último que hiciese en mi vida. También una octavilla en la que apunté un poema de Goethe en alemán (jajaja, ni puta idea de alemán), con comentarios en castellano al lado de algunos versos y una postal de un concierto de jazz en un tugurio de Nueva York de Bill Evans. Y ya tengo preparado lo que voy a meter en el siguiente: una invitación personal al Palacio de la Zarzuela que he conseguido falsificar, el menú de la boda de dos pijos que la celebraron en el Casino de Madrid, un christma más falso que Judas que me llegó del Ministerio de Cultura y el recordatorio del funeral de Miguel Delibes en Valladolid. 

viernes, 25 de julio de 2025

“Manual del Director de Centro Comercial”, de Carlos J. Fernández Darias

 


    El otro día, un amigo me recomendó este ensayo que comentamos, Manual del Director de Centro Comercial, que había escrito un conocido suyo. Dio la casualidad de que en ese momento me estaba leyendo una novela de Kim Ho-Yeon, de Corea del Sur, Las maravillas de la tienda de Cheongpa-dong (Duomo), continuación de La asombrosa tienda de la señora Yeom, que se ha convertido en un fenómeno literario en su país y en el ámbito intencional, pues ha sido traducida a más de veinte idiomas, con millares de ejemplares vendidos. Las novelas del coreano se ambientan en una pequeña tienda que abre las veinticuatro horas en las que se vende de todo, especialmente alimentos y bebidas. El argumento se centra en las historias de algunos clientes y la relación que mantienen con los dependientes, algunos de ellos personajes singulares, muy originales, empáticos, que facilitan la conversación y que, sin pretenderlo, influyen de manera positiva en la resolución de los problemas que tienen los clientes. Las dos son novelas amables, positivas, optimistas que desean transmitir esperanza en la condición humana.

            Al acabar de leerlas, empecé a leer el Manual del Director de Centro Comercial. Por supuesto, no es una novela sino un libro de management que describe las múltiples funciones que desempeña el director de un centro comercial. Resulta curiosa la comparación entre estos dos mundos comerciales, que conviven de manera natural en las ciudades. 

Fernández Darias habla al principio, en la presentación de su libro, del papel que ocupan los centros comerciales en las sociedades modernas. A partir de la segunda mitad del siglo XX, su desarrollo en todo el mundo ha transformado la manera de comprar y hasta el acceso al ocio. Si algo define al hombre moderno, especialmente al urbanita, es en muchas ocasiones la relación que mantiene con los centros comerciales.

            Y recordé una cita del sociólogo y economista Jeremy Rifkin, que habla en La era del acceso (Paidós) de los centros comerciales como las catedrales modernas. Su análisis resulta esclarecedor para entender algunas pautas sociológicas del hombre moderno, que busca en los centros comerciales un atrayente lugar para el consumo y la sociabilidad. Y la manera de entender el consumo del ciudadano actual poco tiene que ver con la de hace décadas; ahora el consumo se asocia también al entretenimiento, facilitando el encuentro con nuevas sensaciones.




            El Manual de Fernández Darias se centra en la figura del director. Su libro se basa en su dilatada experiencia personal y ofrece un elenco superdetallado de las numerosas funciones que abarca el puesto de director. Simplificando, el autor afirma que el director de un centro comercial debe buscar el equilibro entre “la visión estratégica y la gestión operativa”, reconociendo que se trata de una profesión “dinámica y compleja” que se desarrolla en un sector en pleno proceso de transformación, tras años de estabilidad. Los centros comerciales necesitan una constante reactualización para no morir de éxito. El libro emplea el lenguaje de las guías y manuales relacionados con la formación de empresarios. Es una pena que no incluya algunas anécdotas personales en algunos de sus jugosos comentarios sobre esta función directiva.

            Son muchos los aspectos que se abordan en el Manual, en muchas ocasiones de manera un tanto telegráfica. Pero sus diferentes epígrafes y capítulos ofrecen una visión muy completa de todo lo que abarca este puesto de dirección. Algunos de los temas que trata son la necesidad de estar al tanto del diseño y la arquitectura de estos espacios cambiantes, buscando en todo momento que los consumidores puedan moverse de manera tranquila y sosegada y que los flujos de circulación se desarrollen sin estridencias y con normalidad. Dedica una atención especial a la importancia que tienen los parkings en los centros comerciales. También explica cómo tiene que ser la relación con los operadores, la importancia en el contexto cultural actual del marketing y la comunicación, la cara más glamurosa y visible de lo que ofrece un centro comercial. 

            Además, aborda la gestión financiera y presupuestaria, la cada vez más necesaria importancia de la tecnología y la digitalización, para él uno de los pilares estratégicos de este negocio. Otros asuntos que trata son la gestión de los cobros y de las situaciones extraordinarias y la capacidad que debe tener el director para liderar un competente equipo humano.

            En el epílogo lanza una serie de advertencia y consejos que desprenden mucho sentido común empresarial, una de las claves de este libro: “Nunca dejes de aprender: el sector está en constante evolución. Mantén la curiosidad” y “La pasión se alimenta de nuevos retos”.





Manual del Director de Centro Comercial

Carlos J. Fernández Darias

Amazon (2025).

144 págs.10,40 € 

jueves, 24 de julio de 2025

"La luna se tiñó de rojo", de Isabel Coma


A pesar del tiempo transcurrido, las matanzas que tuvieron lugar en Ruanda en 1994 siguen siendo todavía difíciles de digerir. De manera descontrolada, se desató en todo el país un odio entre las dos etnias principales del país, hutus y tutsis, que provocó un genocidio de tutsis, los más minoritarios. La comunidad internacional reaccionó demasiado tarde a un desmedido y violento baño de sangre que acabó con la vida de casi un millón de personas. 

        Isabel Coma, cardióloga y especializada en Bioética, ha publicado el ensayo Cambiando corazones y es también autora de la novela El marido de Carlota, basada en una crisis matrimonial. En esta ocasión, se ha documentado de manera exhaustiva para ambientar su novela en este genocidio. La luna se tiñó de rojo tiene como protagonista a la joven Chantal, que está a punto de ingresar en la Universidad de Kigali. Junto con sus padres, ha viajado desde la ciudad donde vive, Byumba, a Kigali para mantener una entrevista con el rector y solicitar plaza en esa universidad, de las más prestigiosas del país. En el viaje de vuelta en el autobús, en un registro policiaco, tienen lugar los primeros asesinatos de tutsis. De milagro, Chantal consigue salir viva -sus padres fueron vilmente masacrados con otros muchos compañeros de viaje- y regresar a Byumba, donde comprueba la extensión de la tragedia. 

     Con escenas que recuerdan al Diario de Ana Frank, Chantal cuenta cómo se enfrenta a estos dramáticos hechos escondida en su casa y siendo testigo de la oleada de asesinatos, que siguen salpicando a su familia, a quienes recuerda en pasajes muy emotivos. A medida que el ambiente comienza a recuperar poco a poco la normalidad, abandona la casa y se reencuentra con algunos amigos. Uno de ellos es Pietro, hijo de una familia de italianos, que es un joven médico que también es su catequista en las clases para la confirmación de su parroquia. Pietro siente una atracción muy especial por Chantal.

            Los problemas para la joven siguen siendo muy preocupantes y ella intenta salir adelante gracias a su fe en Dios. Gracias a Pietro, consigue trabajo en un orfelinato donde se reforzará su amistad con Pietro.

            La novela permite a los lectores conocer el alcance de ese genocidio gracias a la vida de una joven valiente, inteligente que posee una robusta fe que le permite soportar esos difíciles momentos. Está muy bien ambientada y consigue emocionar por el cúmulo de circunstancias adversas que debe superar Chantal para vislumbrar algo de esperanza en su vida. El argumento, sencillo, duro, a veces algo previsible, avanza mostrando las profundas cicatrices de un enfrentamiento fratricida tan sangriento donde, a pesar de todo, es posible encontrar la generosidad y la solidaridad, encarnada en Pietro y su familia. La autora desea mostrar cómo a pesar de los pesares siempre hay que confiar en la esperanza y en las buenas intenciones. En este enlace puedes leer una entrevista con la autora.




La luna se tiñó de rojo

Isabel Coma

Editorial Adarve. Madrid (2025)

198 págs. 17,50 €


Comprar libro.

miércoles, 23 de julio de 2025

Centenario de un gran narrador, Ignacio Aldecoa



    A los cien años de su nacimiento, el escritor vitoriano Ignacio Aldecoa se ha consolidado como uno de los grandes maestros de la novela y el cuento españoles contemporáneos. En Aceprensa, he publicado este artículo que resume su interesante trayectoria literaria.

    VER ARTÍCULO.


miércoles, 16 de julio de 2025

Notas para un diario. "El sushi como penitencia"

 



Desayunando los domingos por la mañana en el Gregory, en Puerto de Canfranc, estoy viviendo algunas escenas que merecerían ser filmadas. La peor de las que he sido testigo hasta ahora es la de la señora Verborreica, una mujer no muy mayor, bajita, pizpireta, ágil, con una voz musical, que está más para allá que para acá. Esta señora entra en el bar como si entrase al salón de su casa, contando de corrido y en voz alta, muy alta, cosas cotidianas de su vida como si los que estamos en ese momento en el bar fuésemos sus vecinos o familiares. 

Ya he comprobado que el peor error que se puede cometer con ella es fijar su mirada, coincidir con sus ojos, dar por sentado -aunque sea mentira- que te está interesando lo que está contando. Si eso ocurre, ella, de pronto, capta a la primera que ha cazado un interlocutor y a partir de ese momento se dirigirá única y específicamente a ti. Y vete preparando. A veces, por la calle, me la he encontrado por casualidad y siempre la he visto parada recitando cosas de su vida, siempre las mismas, al pringado que ha conseguido atrapar, sea este un señor mayor, un joven en chándal o una señora que viene de la compra. Ni que decir tiene que antes de entrar en el Gregory miro con cautela para ver si está o no; si está ya perorando, con disimulo me doy la vuelta y voy a tomar café a otro sitio; si no está, paso y desayuno, en principio tranquilamente, aunque sé que en cualquier momento puede entrar en tromba. Me da pena, la verdad, porque se ve que la pobre no está muy bien de la cabeza; pero después de haberla oído en el bar unas cuantas veces contar siempre lo mismo, no estoy dispuesto a caer bajo su embrujo. Si la veo entrar, me pongo a mirar al techo.

            La otra escena tuvo lugar el pasado domingo. Yo estaba tomando mi café y una porra cuando entró un señor alto, delgado, próximo a los ochenta, con cara de mala leche. Mari, la del bar, le saludó efusivamente y le dijo que qué raro verle por allí tan pronto. Se notaba que había mucha confianza y que era cliente habitual del bar, más a la hora del aperitivo que a la del desayuno. 

-Vaya jeta que traes esta mañana, Miguel. ¿Has dormido mal?

Miguel se situó al final de la barra y se sentó en un taburete. Tenía pinta de ser su sitio habitual.

-Me voy a comer con mis hijos a Navalcarnero, donde vive el mayor.

-¡Qué suerte! Eso es que vas a comer bien. Por allí seguro que hay buenos restaurantes. 

-¡Y una mierda voy a comer bien! Me han dicho que me van a llevar a un sitio que a ellos les gusta mucho, sobre todo a mi nuera. Es un sitio que se ha puesto de moda donde se come el sushi ese japonés.

-¿Tú sushi? No te pega nada. Llévate unos zarajos por si acaso.

-Sí, sushi. No me jodas. A mis años. Sushi. Qué asco. Y encima, lo estoy viendo, para no tener problemas tendré que decir que me gusta y hasta repetir, para quedar bien con mi nuera, que le ha dado por estas cosas exóticas desde que se apuntó al yoga de los cojones.

-Pues yo que tú me tomaba algo ya. Vete ya comido, por si acaso. Me parece que vas a pasar hambre.

 -Sushi. Puto sushi.

 -No me extraña que tengas esa cara, Miguel. Pues yo, para darte envidia, voy a comer unas carrilladas que está preparando Antonio en la cocina.

 -Carrillada. Sushi. No me jodas.

            Desolado, me fui del bar. Pobre Miguel. Pienso lo mismo que él. Yo también estaría así.

sábado, 12 de julio de 2025

"Mis días en la librería Morisaki", de Satoshi Yagisawa

 


Takako es una joven japonesa, residente en Tokio, que sufre una profunda crisis: “perdí el trabajo y a mi novio de un plumazo; me sentía como si me hubiesen arrojado al vacío”. Un día, recibe una invitación de su tío Satoru para que pase una temporada en una habitación en la librería que su tío tiene en el famoso barrio de Jinbôchô, “el barrio de librerías más grande del mundo”. Takako decide aceptar para tomarse unos días de respiro y pensar sobre su futuro.

            No es que le entusiasme la idea. Primero, los recuerdos que tiene de su tío no son muy buenos, pues le recuerda como alguien caótico y raro que, por su permanente contacto con los libros, parece vivir en otro mundo. En segundo lugar, Takako no tiene ni la más mínima afición por la lectura, ni entiende nada ni de autores ni de libros. Tras unos días bastante aburridos atendiendo en la librería y acompañando a su tío, un día decide leer algo para probar. Y tiene suerte. Da con el libro apropiado. De pronto, “era como si la sed de lectura, adormecida desde hacía tiempo, hubiese explotado de improviso”. A partir de ese momento, la vida de Takako da un brusco cambio y gracias a los libros y al carácter y la personalidad de su tío, a quien también empieza a ver de otra manera, Takako puede enfrentarse a la vida.

            Tras una temporada en la librería Morisaki, decide cambiar de domicilio para volver a buscar un trabajo. Eso sí, ahora echa de menos las horas en la librería, las conversaciones con su tío y los clientes, y los momentos que pasa en la cercana cafetería Subouru, donde se hace amigo de varios empleados.

            Ya en su nuevo trabajo, vuelve de vez en cuando al barrio de Jinbôchô, pues ha habido novedades en la vida de su tío. Momoko, su mujer, que se había ido de casa hacía unos años, ha decidido regresar. Se instala en la habitación de la librería y la vida de su tío Satoru también cambia de manera drástica, lo mismo que la relación de Takako con su tía.

            Con el telón de fondo del amor a los libros y la vida de una librería, se entretejen varias historias: la de Momoko, que parece haber superado una crisis personal; la de su tío Satoru, siempre dispuesto a acoger y perdonar; y la de Takako, que descubre que tiene que seguir adelante superando los duros reveses que ha padecido en los últimos meses. La novela, sencilla en su estructura y literatura, contiene amables y positivos sentimientos. Takako es consciente de la importancia de los meses que pasó en la librería Morisaki, del inicio del verano hasta la siguiente primavera: “fue justo ahí -escribe- donde mi vida, mi verdadera vida, empezó. Sin esa experiencia todo habría sido insustancial, banal, insulso”. Esos meses sirven a Takako para descubrir aspectos ocultos de su carácter y para encontrar en los libros lo que más necesitaba en ese momento: “calor y serenidad”.

            Mis días en la librería Morisaki, la primera novela de Satoshi Yagisawa (Japón, 1977), se ha convertido en todo un fenómeno nacional e internacional, con traducciones ya a veinte idiomas. En la misma editorial ha aparecido su continuación, Una velada en la librería Morisaki, con parecida ambientación y personajes. Estos libros se suman a la ya larga lista de novelas que transcurren en librerías y en las que, además de hablar de autores y libros y del placer de la lectura, se abordan argumentos que tienen mucho que ver con el destino que los protagonistas dan a sus vidas. 



Mis días en la librería Morisaki

Satoshi Yagisawa

Letras de Plata. Madrid (2023)

160 págs. 14 €

jueves, 10 de julio de 2025

Notas para un diario. "Aprendiz de bucólico"

 


 

            Estaba deseando jubilarme para ir por la vida de una manera más calmada, sin tantas prisas y obligaciones. Siempre que me preguntaban cómo me imaginaba mi situación ideal para pasar un buen rato leyendo, comentaba que no necesitaba ni parajes exóticos, ni playas silvestres, ni acantilados al borde del mar. Mi experiencia ideal sería leer en un sencillo banco de un parque, por la mañana, con la fresca, sin prisas, sin agobios, sin mirar el reloj, con el móvil apagado. No fallaba: siempre que me lo preguntaban, recurría a esta imagen bucólica y cotidiana, sin estridencias.

            Cuando tienes algo idealizado es que sabes que ese momento no va a llegar nunca. Y si llega, no vas a saber qué hacer. Pero, lo que son las cosas, por fin mis sueños se han podido hacer realidad.

            Como decía, me he jubilado. Ahora tengo más tiempo para todo y para nada, lo que está muy bien, pues mi vida ha sido, por lo general, una constante batalla para sacar más tiempo al tiempo. Esta mañana, como estoy haciendo últimamente, he bajado hasta la Biblioteca pública que hay al lado del Alcampo de la Avenida de la Albufera, biblioteca que me viene muy bien y que he empezado a frecuentar. Siempre a primera hora. Es la mejor manera de aprovechar unas horas de lectura tranquila. 

Pero al llegar esta mañana me he encontrado la puerta cerrada con un candado y un cartel avisando de que va a estar cerrada todo el verano. Que van a hacer unas importantes obras. Así, sin avisar. Frustrado, he decidido volverme tranquilamente a casa, subiendo por uno de los laterales del Parque de las Tetas, el que está en frente de mi casa, en el barrio de Fontarrón, lo que era antes el Cerro del Tío Pío.

            De pronto, me ha venido a la cabeza esa imagen idílica de la lectura. Y como no tenía ninguna prisa, me he dicho: quédate hoy un buen rato leyendo aquí, que todavía no hace mucho calor. Sumergido en el frescor del parque gracias a los aspersores, me he puesto a buscar un banco a la sombra. “Allí hay uno”. Genial. Era un sitio bastante atrayente, con una potente, amplia y densa sombra. Pero al acercarme, he tenido que rechazar la elección porque han estado regando hasta hace un rato y el banco estaba empapado. Me ha pasado lo mismo con otros bancos que estaban cerca, también sugestivos y llenos de sombra. 

            Decido subir hasta la parte de El Mirador, donde están las mejores vistas de Madrid. Apenas hay gente a estas horas. Un poco de brisa, de viento, de agradable fresco. Veo que hay pocos bancos disponibles y la mayoría están al sol, que da ya a primera hora de la mañana de manera potente: estamos a finales de junio.



            Tras merodear por la zona, encuentro por fin un banco a la sombra y que, encima, todo un honor, tiene como escenario la inmensa ciudad de Madrid. Me he sentado. He sacado de la mochila el libro que estaba leyendo, El Imperio, del periodista polaco Ryszard Kapuscinski, un original libro de viajes y de reportajes de hace ya años con el telón de fondo del derrumbamiento de la URSS. A la vez que me ponía las gafas (obligatorias para ver de cerca), pensaba en la dicha de disfrutar de unos instantes de absoluta y redonda felicidad. Qué maravilla. Qué sensación de paz y de libertad. Qué gozaba aspirar el aire fresco, la hierba recién regada, la espesa tranquilidad. Qué libre me sentía contemplando la infinita extensión de Madrid, sus grandes edificios -reconocibles desde aquí-, la luz velazqueña, la explosión de colores de los tejados, el fondo voluptuoso del cielo y, al fondo, como un decorado, la sierra de Madrid. Casi se me saltan las lágrimas. 

            Comienzo a leer. Voy por las primeras páginas, cuando el periodista polaco recorre algunas de las antiguas repúblicas soviéticas, repúblicas insignificantes que la Revolución soviética transformó completamente. Se modificaron sus ancestrales costumbres y se uniformaron las repúblicas con los mismos valores, la misma manera de hacer política, las mismas instituciones, las mismas modas, los mismos criterios. Algunas frases e imágenes del libro me golpean y decido subrayarlas. Cojo la mochila, que había dejado en el mismo banco, y me pongo a buscar un lapicero. Pero, horror, la mochila se ha llenado de hormigas cabezonas, que se han metido incluso por dentro. Dedico unos minutos a vaciar la mochila mientras me quito de encima a un buen número de hormigas. Hasta en el cuello he encontrado algunas. Sacudo todo el banco y ya con el lapicero en la mano me dispongo a subrayar un par de citas. 

            Vuelve la paz, el sosiego, la tranquilidad, la armonía de la naturaleza con mis intenciones estéticas. De vez en cuando levanto la vista del libro y me dejo atrapar por la extensión multiforme y colorista de Madrid. Respiro. Aspiro. Pienso que tendría que haberme traído los cascos para aprovechar estos instantes escuchando algo de música clásica. Pero pronto rechazo la idea: mejor así, al natural, dejándome arrullar por los sonidos espontáneos del parque. Regreso a la lectura. Ahora estoy en Kirguistán. Soy testigo de la hospitalidad de las gentes con el periodista polaco. Hasta la ofrecen un suculento banquete cuyo plato más importante es una cabeza de carnero cocida. “El huésped -dice Kapuscinski- debe comerse el cerebro. Después debe sacar un ojo y comérselo también. No hay que olvidar que un ojo de carnero tiene el tamaño de una ciruela. El otro ojo se lo come el anfitrión. Así se forjan los lazos de confraternidad. Se trata de una experiencia que queda grabada en la memoria durante mucho tiempo”. No me extraña.

            Vuelvo a levantar la vista y, todavía con la imagen del carnero en mi cabeza, me fundo con el paisaje. Madrid es a esas horas una explosión de colores, con el sol dando de manera lateral, pero sacando brillo a la variedad de edificios, tejados, construcciones. Se ve el ir y venir de los coches por calles pequeñas y grandes avenidas. A lo lejos, un helicóptero aparece al lado de la Torre Picasso. Vuelvo a meterme en el libro, pero esta vez apenas leo unas líneas.

            -“Toby, ven, deja eso, tíralo, tíralo ya”. Una joven le dice enérgicamente a su perro, un bichón maltés bastante histérico y ladrador, que suelte algo que ha cogido, a lo mejor un resto de comida. Pero el perro no le hace ni caso y sale corriendo cuesta abajo, y ella detrás. Echo un vistazo y empiezo a ver bastante movimiento en el parque con los perros. Suelo ver que a primerísima hora de la mañana salen bastantes vecinos a sacar a los perros; son los que se van a trabajar y dan una vuelta rápida, con un objetivo específico: que los perros hagan cuanto antes sus necesidades. Por eso, se quedan en las inmediaciones del parque y no se meten mucho por dentro, para no perder tiempo. Pero a estas horas es distinto. Los dueños, perfectamente equipados para andar, con buenas zapatillas, gafas de sol y con los cascos puestos, llevan a sus perros sueltos en unas caminatas que a veces duran horas.

            Esta vez no me da tiempo a volver el libro porque justo delante de mí se para una señora mayor hablando con el móvil. “Muchas felicidades, cariño mío. ¿Qué te han regalado? Habla más alto, que no te oigo. Sí, esta tarde iré a verte para darte mi regalo. ¿Qué qué te voy a regalar? ¡Ah, misterio, misterio! Pero te va a encantar. No te oigo, chilla un poco más. Dile a tu madre que se ponga”. Y sigue andando hablando ahora con la que parece ser su hija. Casi chillando. Se queda a pocos metros de mí y la conversación continua un buen rato. No la oigo bien, pero los chillidos que emiten me distraen. Vuelvo a mirar el paisaje. Madrid me atrapa. Aspiro.

            -“Toby, he dicho que vengas aquí”. Ha vuelto Toby. La joven, bastante enfadada, corre detrás de Toby sin que este le haga mucho caso. “Que te he dicho que te pares. Te vas a enterar. Te vas a quedar sin chuches”. Pero Toby va a lo suyo, llevando en la boca algo, aunque ahora que me fijo bien parece un ratón pequeño, todavía vivo. Delante de mí pasa primero Toby, orgulloso y en forma, y luego la joven, ya un poco asfixiada de tanto correr.

            De pronto, aparece por la derecha una pareja de unos cincuenta años, él más mayor que ella. No tienen pinta ni de runners ni de turistas. Han debido de salir a hacer algunas compras y se han desviado por el lateral del parque. Cuando están a mi altura, deciden sentarse en mi banco. –“¿Molestamos?”. “Por supuesto que no”. “Muchas gracias”. Al rato, me pregunta él: “¿Le molesta que fume?”. “Por supuesto que no”, respondo. Pero veo que no saca ningún cigarro. Vuelve otra vez a dirigirse a mí: “¿Y si me fumo un porro? ¿Le importa?”. “Por supuesto que no”. Y con toda la parsimonia del mundo, prepara el porro con mucho cuidado, lo enciende y le da, él primero, un par de profundas caladas: Luego se lo pasa a ella, que se queda un buen rato con el porro. No hablan nada. Al rato, me dice él: “¿Le apetece una calada?”. “Muchas gracias. Muy amable. No fumo”, contesto educadamente con el libro en la mano.

            Asisto como público a la ceremonia completa, mientras voy aspirando el inconfundible aroma a porro. Me han entrado ganas de irme de este sitio, pero he echado un vistazo por los alrededores y mientras que aquí sigue habiendo sombra, en el resto de bancos ya da plenamente el sol. Seguro que no van a tardar en irse. Y acierto. Se acaban el porro y emprenden la marcha. “Buenos días”. “Buenos días”.

            Sigo leyendo. Ahora Kapuscinski se ha trasladado a Asia Central, al Mar de Aral. Resulta agónica la descripción que hace el periodista polaco de la desaparición, programada, de dos ríos muy importantes que recorren la zona. Los intereses económicos y políticos están por encima de la realidad geológica y fluvial. Y los ríos se acaban secando y desapareciendo, lo mismo que el Mar de Aral. Me pongo un poco triste ante el deprimente espectáculo que estoy leyendo. Cuando me encontraba meditando sobre estas cuestiones geopolíticas, oigo una voz potente que sale de la montaña que tengo más cerca, una de las Tetas donde la gente por la tarde se desparrama por la ladera para contemplar la puesta de sol. Son muchos cientos de personas los que visitan el Parque, pero casi todas a última hora de la tarde, cuando resulta imposible aparcar cerca de casa. 




            Como no veo bien de dónde procede el ruido, decido levantarme para ver mejor. Aprovecho para meter el libro en la mochila para que no se me olvide. Desde donde estoy, veo a un señor mayor que lleva una mariconera en la cintura de Viajes Barceló. Ha subido hasta arriba de la montaña y desde allí, completamente solo, se ha puesto a cantar. Pero no a cantar bajito sino a pleno pulmón. Al principio no entiendo nada de lo que está cantando, pero cuando avanza un poco reconozco la canción y la letra. “Una piedra en el camino”. Pero una y otra vez se equivoca al arrancar con la siguiente estrofa. Como sabe que se está liando, pasa directamente al estribillo: “Y rodar y rodar y rodar”. Tiene buena voz. Cada vez le oigo mejor. Vuelve a empezar: “Una piedra en el camino”. No cambia de canción. Sigue todo el rato con la misma. De vez en cuando, se para en la ladera y echa un vistazo a la montaña. Se para. Vuelve a andar. Se vuelve a parar. “Y rodar y rodar y rodar”. La canción se me está metiendo dentro y luego a ver cómo me la quito de encima. Al rato, cantando como un tenor, pasa por mi lado. “Buen día”, me dice. Y sigue cantando. Veo que pilla uno de los caminos en cuesta que van hacia la colonia de los Taxistas y cada vez le oigo menos. Miro el reloj y decido quedarme un rato más.

            Se acercan un hombre y una mujer con dos perros. Uno es un labrador y el otro un pastor alemán. Hacen buena pareja. Van juntos, a buen ritmo, mientras el hombre y la mujer caminan detrás de ellos. “Ten cuidado, Luna, no corras tanto”. “Pues yo estoy muy preocupado con Lennon. La caca de esta mañana era rala. Debe estar suelto. Algo que le ha sentado mal”. “Pues si sigue así le tendrás que llevar al veterinario”. “No me gustaría. Cada vez que le llevo me pegan un buen palo y el pobre Lennon lo pasa fatal. Se pone muy bruto”. “A Luna, sin embargo, le encanta que la lleve. Se lleva muy bien con la veterinaria y hace con ella lo que quiere”. “¿Y a qué veterinario vas?”. “Ahí, en Moratalaz, en la calle Marroquina, más o menos a mitad de la calle”. ¿Y tú?”. Es un veterinario amigo que está por Pablo Neruda, cerca del Tirso de Molina, ¿Lo conoces?”. “No me han hablado muy bien de él. A un amigo casi le mata un gato por hacer experimentos con las pastillas”. “A mí me va bien. Aunque es verdad que me parece un poco caro”. Los dos estaban parados desde hace un rato justo delante de mí. Ahora deciden emprender la marcha y cada vez oigo de manera más amortiguada su conversación. “Luna, no corras tanto a ver si vas a coger una insolación”.

            Antes de volver a ponerme a leer, decido esperar un rato, por si vuelve a pasar alguien. Pero no. Son unos minutos únicos, esplendorosos. Miro al cielo. Miro a Madrid. Vuelvo a aspirar. Me siento pleno. De pronto, siento en mi interior una ráfaga de bucolismo, de pasión por el beatus ille, de esponjamiento sentimental. Son unos minutos que decido estrujar al máximo. El silencio me envuelve. Incluso corre una liviana e inesperada brisa. Satisfacción total. En ese momento, decido emprender la lectura, darle otro mordisco a El Imperio, que me está entusiasmando, aunque entre unas cosas y otras apenas he leído diez páginas desde que llevo aquí, en este banco, fundiéndome con el parque y con el exuberante Madrid que se levanta ante mis ojos. Cuando llevo apenas dos párrafos, noto un clic cerca de mi banco y los aspersores que lo rodean comienzan a lanzar agua por todos los lados. También al banco. Ya empapado, guardo el libro en la mochila y decido afrontar la situación con un relajado estoicismo, también de raíces clásicas, como el bucolismo. No me rebelo. No me voy. No tiro la toalla. El agua corre por mis mejillas y por mis cabellos. No estoy dispuesto a que nada ni nadie estropee este momento de lucidez y de plena felicidad. 




            

miércoles, 9 de julio de 2025

"Almenara", de Miguel Ángel Ruiz

 

        Resulta curioso. Me he leído bastantes libros en estos últimos meses. He hecho muchas listas de libros. Y, cada vez que me piden alguna recomendación personal, me viene siempre a la cabeza este libro de Miguel Ángel Ruiz (Murcia, 1969) que me leí hace ya unos cuantos meses. No contiene ninguna historia insólita. No tiene una trama superoriginal. No es un best-seller repleto de intriga y de acción. Es un libro sencillo, pegado a la realidad del protagonista y narrador.

Y, sin embargo, tengo que reconocer que Miguel Ángel Ruiz ha tocado en Almenara algunas teclas esenciales sobre los modos de vida actuales y los deseos que compartimos con el autor de vivir una vida más plena y auténtica, más primaria y básica. Por eso resulta muy acertado su subtítulo: “Diario sobre la naturaleza y la familia”.

            El autor cuenta en él, de manera detallada y periodística, cómo entre 2018 y 2019 se lanzó a una empresa con la que había soñado desde hace ya muchos años: adquirir una casa en la que retirarse y apartarse, en silencio, del mundanal ruido. Una casa diseñada con criterios muy estrictos y muy elementales donde “reconectarse con la naturaleza y el paisaje” y donde desconectar de su vida profesional, sometida a la burbujeante actualidad del periodismo.

 “Me considero parte de esta naturaleza cercana y pequeña donde los bancales de almendros y olivos encajan con armonía entre los pinares”. En ese contexto, su tierra murciana, la sierra de Almenara, quiere el autor pasar todo el tiempo que le permitan sus circunstancias. La posibilidad de hacer realidad el sueño surge cuando, en sus frecuentes paseos en bicicleta, descubre una casa abandonada, en ruinas. Consigue hacerse con los terrenos y encarga a unos amigos arquitectos el original diseño al que tantas vueltas le había dado..

            El libro habla de este proyecto, de la relación con los albañiles, de la ayuda de sus familiares, de cómo también colabora su mujer. También introduce historias secundarias que hacen más agradable la lectura, con escenas familiares y otras que proceden de su trabajo en el periódico. Y, en todo momento, está presente su principal objetivo: construir una casa para unirse a un paisaje concreto, leer y apartarse de la realidad con el fin de estar más cerca de la elemental felicidad.



Almenara

Miguel Ángel Ruiz

Xordica. Zaragoza (2024). 

268 págs. 19,95 €.