Hoy día, la figura de Stalin sigue despertando admiración entre ciudadanos rusos y de las antiguas repúblicas soviéticas que añoran nostálgicamente los años del Imperio de la URSS y el entusiasmo que suscitó la figura de Stalin tras la derrota de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto, esta nostalgia se olvida de los años de terror, de las purgas, de las deportaciones y de las muertes. Muchos de estos “admiradores” ponen el acento exclusivamente en las transformaciones económicas que sufrió el país, que pasó de la autocracia y pobreza zarista a convertirse en potencia mundial. Eso sí, “esta transformación -como destaca Hoffmann- tuvo lugar mientras se aplicaba una violencia de Estado masiva, un verdadero baño de sangre”.
El historiador norteamericano sitúa la novedad de la Revolución soviética en su contexto histórico, en una época de auge de las utopías socialistas, la política de masas y la reivindicación de las condiciones de los trabajadores. Estas ideas se encontraron con la fuerte oposición de los zares, que apenas movieron ficha para introducir cambios, y cuando los tomaron fue demasiado tarde. Hoffmann describe de manera muy crítica los últimos años del régimen zarista, con unos zares, como Nicolás II, desbordados por las circunstancias.
El golpe de estado de los bolcheviques inició una guerra civil que, curiosamente, se convirtió en un suceso “formativo” para el nuevo régimen. Las políticas de estado militares, económicas y sociales no se desmontaron al finalizar la guerra civil sino que siguieron en vigor y moldearon las instituciones estatales y la cultura política y la mentalidad de los líderes bolcheviques. Y más todavía a partir de 1928, cuando Stalin, ya dueño del poder absoluto del Partido Comunista y del Estado, decidió desmontar las medidas de la Nueva Política Económica (NEP) y aplicar sus drásticas medidas para industrializar el país, que pasaban por la revolución agraria, la colectivización forzosa, la persecución de los kulak y la aprobación de los planes quinquenales. A partir de ese momento, el Estado se hizo cargo “de la economía y estableció normas férreas para el desarrollo de la industria”. Este nuevo camino solo podría llevarse a cabo con un control absoluto también de la población y la persecución contra los enemigos de la seguridad del Estado. Esta política justificó los años de terror, las purgas y la extensión de los Gulag.
Los años 40 están marcados por la Gran Guerra Patriótica, que dejó millones de muertos en la URSS. La victoria no supuso cambios en las políticas de la URSS. La muerte de Stalin en 1953 trajo consigo, años después, ya en la época de Kruschev, una denuncia de los abusos de poder de Stalin y de los excesos del culto a la personalidad, pero las décadas siguientes siguió activo el estalinismo, pues no hubo cambios políticos.
El libro resume muy bien todos estos acontecimientos a la vez que describe las líneas maestras del estalinismo, que pasaban por el dominio absoluto del Estado de todas las esferas, tanto en el plano individual como en el colectivo, en el económico y cultural y hasta en todo lo relacionado con el ocio y las relaciones personales. Este modelo, además, fue el que se extendió al resto de países del Telón de Acero.
David L. Hoffmann
Rialp. Madrid (2020)
272 págs. 20 €
T.o.: The Stalinist Era.
Traducción: David Cerdá.
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