Fiel
a su cita anual, vuelve Andrés Trapiello a publicar un nuevo volumen de sus
diarios, el número veintiuno, a los que ha dado el título genérico de Salón de pasos perdidos. Los lectores
habituales de estos diarios vuelven a encontrarse con las ya previsibles
vicisitudes de su personaje protagonista: episodios domésticos y familiares,
visitas al Rastro, conferencias y presentaciones de libros, lecturas y
artículos, las periódicas estancias en Las Viñas, ataques de hipocondría, la
relación con sus hijos, encuentros inesperados, sus amigos… En definitiva, esa
atmósfera vital que precisamente buscan sus lectores, pues a estas alturas no
se leen estos diarios para encontrar sorpresivas revelaciones ni grandes
aventuras. Lo que se desea es reencontrarse con ese escritor-personaje que es
capaz de convertir en literatura su propia vida.
“Escribir como se vive”, dice
Trapiello casi al final de estos diarios. Y puede ser un buen resumen de su ya
monumental empresa literaria: atrapar la vida “sin destruir las sombras” ni
destruir “la luz”. De todo un poco o todo a la vez. Esto lo hace en cada una de
estas páginas -y es lo que me parece que más hay que destacar- con una
polivalente calidad literaria: en los diarios –unidos por el carácter de su
protagonista- aparecen todos los registros literarios posibles: momentos
líricos, prosa cotidiana, descripciones prolijas, reflexiones íntimas,
aforismos, crítica literaria, observaciones agudas e ingeniosas, comentarios
mordaces, mucho sentido del humor… Todo ello contado con gran naturalidad, sin
imposturas, con un estilo sólido que es el resultado de muchos años de escarbar
en las palabras para encontrar la más justa y apropiada y de huir de los
tópicos para dar forma a los matices de tantos sentimientos. Desde el punto de
vista literario, Trapiello saca el máximo partido al multiforme género
diarístico. Sin lugar a dudas, es ya una indiscutible referencia en este género.
Personalmente, siguiendo con esta
idea, destacaría su capacidad para hacer retratos. Uno de mis favoritos aparece
en la entrada en la que después de trabajar en un estudio entra a un bar.
Escribe: “vimos allí a una mujer única. Entre sus ochenta años y la gente había
extendido una cortina de maquillaje, pintalabios y sombra de ojos que tenía el
único propósito de hacer que aparentara cuarenta, con el resultado
desafortunado de que se le echaban lo menos cientoveinte. ¿Quién era, o mejor,
quién había sido? Su no-pelo, teñido de rojo granada, estaba cardado de tal
modo, que subía sus buenos treinta centímetros. No obstante su volumen
engañoso, era tan escaso que se le veía la forma de la calavera y se le podía
contar pelo por pelo. Más que cabellera, se parecía a un plantío forestal. Cómo
había logrado meter su cuerpo en aquella falda de plexiglás rojo era uno de
esos misterios que saben guardar para sí las mujeres coquetas. La blusa, sin
mangas y no menos ceñida, dejaba al aire dos magníficos perniles blancos y para
mostrarlos altanera al mundo, se había subido a unos coturnos de un palmo”.
También destaco sus personales opiniones
literarias, expuestas con agudeza y mucha originalidad. Por ejemplo, para él
“las novelas históricas lo peor que tienen es que suelen acabar mal, porque
empiezan siendo historia pero no acaban siendo novela, y al revés”. O su
impresión después de dedicar unas horas a releer Cien años de soledad, de García Márquez, escritor que aparece en
estas páginas a propósito de un desternillante relato de su estancia en un
Congreso en Colombia, al que dedica no pocas páginas: “A las dos horas
compruebas que estás extenuado de tanta magia y hechos insólitos y, como sucede
con los culturistas, la prosa tratada con anabolizantes admira tanto como
repele”.
Y luego están sus opiniones sobre
Proust y Francisco Umbral. Y sobre Josep Pla, Baroja, Galdós, escritores
habituales en sus diarios. También, rápidos y sarcásticos comentarios a
propósito de un encuentro con Antonio Gala en la Feria del Libro de Madrid, las
esculturas de Botero en Colombia, un libro sobre la Movida madrileña…
Sorprendentes aforismos: “El día de mañana está muy sobrevalorado, porque el
día de mañana, no hay que engañarse, no va a llegar nunca (Zenón de Elea)”.
Hay páginas memorables con
observaciones muy minuciosas sobre su estancia en el Congreso de Colombia, uno
de los platos fuertes de este volumen, donde vuelve a demostrar su capacidad de
observación, a veces mordaz, para sacar partido a los actos oficiales,
recepciones, comidas y eventos a los que asiste. También me han parecido muy
brillantes las páginas que dedica a acompañar a su hijo fotógrafo a una capea
en un pequeño pueblo extremeño de la España profunda.
¿Qué busca uno, como lector, en
estos diarios? Cada uno seguro que buscamos cosas distintas. En mi caso, y ya
que se le conocen las reacciones, los sentimientos y hasta las manías, acompañar
como la sombra a su protagonista en los diferentes y variados pliegues de su
vida, nada espectacular sino más bien rutinaria, que él asume y aborda de
manera muy literaria: convierte todo lo que le pasa en un momento único e
irrepetible, sea este reparar una avería en su casa de Las Viñas, visitar una
librería de viejo, dar una conferencia, ir de compras o asistir al insólito
concierto de guitarra clásica de unos amigos. O sea, literatura en estado puro.
Mundo
es
Andrés Trapiello
Pre-Textos. Valencia (2017)
448 págs. 29 €.
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