Miguel del Rey y Carlos Canales, experimentados
autores de libros de divulgación histórica, realizan en este volumen “un
pavoroso recorrido por la iniquidad, infamia y depravación humanas”. Uno
pensaba que ya ha había leído suficientes testimonios de hasta dónde llega el
ser humano en su histeria para dominar a sus semejantes, pero me había quedado
muy corto. Los autores reúnen este libro, centrado en el siglo XX, un variado y
espeluznante muestrario sobre cómo los diferentes estados han utilizado la
violencia y la fuerza del poder para exterminar a los enemigos. Los ejemplos
son tan abundantes que a uno le puede entrar el escepticismo de pensar que nada
tiene solución ya que cíclicamente se repiten en la historia escenarios igual
de terribles donde el hombre, como si tal cosa, se convierte en un lobo para el
hombre. Y no estamos hablando de la Edad Media.
Es
en el siglo XX cuando empiezan a sofisticarse los métodos de represión de
masas. Como escriben los autores, “a lo largo del siglo XX, los campos fueron
usados para la detención y eliminación de presos políticos o comunes y para
eliminar y exterminar a minorías étnicas, disidentes políticos, homosexuales,
grupos religiosos, personas con discapacidad o cualquier tipo de colectivos a
quienes se pudiesen atribuir los habituales delitos de traición, sedición o
rebelión”.
Los autores
comienzan su libro en Cuba, en su guerra de independencia. A continuación, el
viaje por la “geografía del mal” se traslada a Filipinas, Sudáfrica, Namibia,
Austria e Italia. En todos estos lugares, bajo la excusa del control del
enemigo, se realizan auténticas salvajadas, muchas de ellas desconocidas para
el gran público, como lo sucedido con el pueblo herero, en Namibia, que albergó
en su temida Isla del Tiburón, entre 1904-1908, el que se considera el primer
campo de exterminio del mundo, puesto en funcionamiento por los alemanes.
Los
autores dedican a continuación un largo capítulo dedicado al Holocausto, en el
que se sintetiza todo lo que ya se conoce sobre el diseño y preparación de una
industria especializada en la muerte y la aniquilación. Luego hablan de las
atrocidades cometidas por los japoneses en las guerras en las que se vieron
envueltos.
Otro
interesante capítulo está dedicado al Gulag, los numerosos y eficaces campos de
concentración de la URSS desde el inicio de la Revolución. Ya en 1918, el
polaco Félix Dzerzhinsky, jefe del Directorio Político Unificado del Estado (la
OGPU), dijo estas palabras: “Defendemos el terror organizado, hay que admitirlo
francamente. El terror es una necesidad absoluta en los periodos
revolucionarios. Aterrorizamos a los enemigos del poder soviético con el
propósito de cercenar el crimen de raíz”. Toda una declaración de intenciones
que se hizo realidad durante los muchos años de dictadura comunista. Lo que
cuentan los autores sobre los Gulag, al ser menos conocido, resulta muy
interesante, pues el terror se convirtió en uno de los fundamentos estratégicos
de la URSS.
Y
seguimos el viaje por Vietnam, tela marinera, hasta llegar a la Camboya de los Jemeres Rojos: lo peor de lo
peor. No lo digo yo, copio esta cita: “Con un aparato del partido siempre fiel
a un líder fuerte, y un control militar de líderes en condiciones prácticamente
de esclavitud, se iniciaba el camino al más sorprendente y aterrador
experimento de ingeniería social que el mundo recuerda”. Según las fuentes,
millón y medio, dos millones y hasta tres millones de asesinados. “Sin duda
–concluyen- se trató de uno de los mayores horrores de la historia”.
Pero
sin alcanzar estas magnitudes de paranoia, pero con una crueldad y un odio
inusitados, también se habla del “terror de los Balcanes”. De lo que escriben
los autores, rescato una escalofriante “anécdota”: “Los últimos días del verano
de 1942, cuando unos 10.000 campesinos serbios fueron deportados al campo,
cuatro guardias –Petar “Pero” Brzica, Ante Zrinusic, Mile Friganovic y un tal
Sipka-, establecieron un concurso que consistió en cortar el cuello al mayor
número de prisioneros. Lo ganó el teniente Brzica, antiguo estudiante de la
facultad de Derecho de Zagreb, que de la mañana a la noche del sábado 29 de
agosto asesinó a 1.360 prisioneros con su srbosjec
(un cuchillo típico). Luego disfrutó de su premio: un reloj de oro y unos
cubiertos de plata robados, un cochinillo asado y vino”. Con estos precedentes,
no es de extrañar la violencia que se desató a comienzos de los noventa.
El
penúltimo capítulo está dedicado a la locura de Corea del Norte, donde siguen
existiendo campos de concentración, como demuestran numerosos testimonios. Y
acaba el libro con lo sucedido recientemente en Basora y lo que sucede en
Guántanamo.
En
fin, un duro, durísimo descenso a los infiernos, pero necesario, pues si se
conociesen mucho mejor todas estas atrocidades, lo más seguro es que alguna
conclusión positiva sacaríamos.
Campos de muerte
Miguel
del Rey y Carlos Canales
Edaf.
Madrid (2016)
328
págs. 22 €.
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