En
las primeras décadas del siglo XX, John Reed (1887-1920) se convirtió en un periodista de prestigio internacional. Su
intensa actividad periodística corrió pareja a su activismo político. Hijo de
una familia burguesa, estudió en Harvard y al acabar sus estudios se dedicó al
periodismo. Primero fue corresponsal en México, en momentos de mucha tensión
revolucionaria. Como uno más, conviviendo con sus soldados, acompañó a Pancho
Villa por el norte del país. Reunió sus crónicas en un libro, México insurgente, en el que el autor,
como hará a partir de ahora, se implica en la narración de los hechos, siempre desde
una perspectiva de izquierdas. Lo hizo también en los reportajes que escribió
sobre las huelgas de los mineros de Colorado en 1911. Después, fue enviado a
Europa para cubrir la información sobre el desarrollo de la Primera Guerra
Mundial, artículos que aparecieron en La
guerra en el este de Europa. Es en esos años cuando conoce Rusia y descubre
la efervescencia revolucionaria que se está incumbando en un país abatido por
los problemas internos y por las consecuencias que estaba teniendo su
participación en la Gran Guerra.
Con su mujer Louise Bryant, se
trasladó a Petrogrado en 1917 para informar en directo sobre la marcha de los
acontecimientos y escribir Diez días que
sacudieron el mundo[1].
Reed conoció a Lenin (es el autor de la introducción del libro que publicaría
en 1919), se entrevistó con políticos de todos los colores y describió el
creciente ambiente revolucionario que se estaba apoderando de todos los
espacios. Eso sí, cuando llegó a Petrogrado ya eran conocidas sus simpatías
políticas hacia el Partido Bolchevique, fascinado por la radicalidad del
mensaje revolucionario de sus líderes, de manera especial por Lenin. Como
cuenta la periodista Helen Rappaport en Atrapados
en la Revolución rusa, libro del que también hablaremos sobre cómo vivieron
los extranjeros de Petrogrado aquellos convulsos días, algunos colegas consideban
a John Reed “un juguete en manos de la máquina propagandística bolchevique”.
Para Lenin, el testimonio que
describe Reed “ofrece una verídica y muy vívida exposición de los hechos que
son tan importantes para comprender debidamente lo que es la revolución
proletaria y la dictadura del proletariado”, palabras que demuestran que lo que
cuenta Reed están muy en sintonía con el mensaje propagandístico del Partido
Bolchevique. Para Reed, su libro “no pretende ser más que el relato detallado
de la Revolución de Noviembre, cuando los bolcheviques, al frente de los
trabajadores y soldados, tomaron el poder estatal ruso y lo pusieron en manos
de los sóviets”.
Llama la atención de su estilo la
pasión y la inmediatez a la hora de narrar los hechos y que lo que cuenta lo
vivió en primera persona, lo que da a sus narraciones una sobredosis de
autenticidad. Y en fecha tan temprana también sorprende que Reed tuviera la
clara conciencia de la trascendencia de estos hechos: “Al margen de lo que se
piense sobre el bolchevismo, es innegable que la Revolución rusa es uno de los
grandes acontecimientos de la historia humana, y el surgimiento de los los
bolcheviques, un fenómeno de importancia mundial “.
Su libro comienza situando la
Revolución como la histórica respuesta del pueblo a una negativa cadena de
acontecimientos. Explica los antecedentes y detalla los errores que se tomaron
y que agravaron la situación económica, social y política. Luego, abrumado y
extasiado por lo que ve, escribe unas crónicas vivas, documentadas y exaltadas (“A
su alrededor y en todas partes, la gran Rusia estaba de parto, alumbrando un
mundo nuevo”) en las que de manera cronológica describe los avances
revolucionarios. Entrevista, como hemos dicho, a muchos de sus protagonistas,
como a Lev Kamenev, uno de los líderes revolucionarios, “un hombre de barba
pelirroja y puntiaguda y gustos afrancesados”, con quien Reed habló en los
pasillos del Instituto Smoly. Consigue transmitir dinamismo al formar él mismo
parte activa de los hechos: “Cuando llegamos –escribe en el capítulo “La caída
del Gobierno provisional”-, la enorme fachada del Smolny resplandecía y una
oleada de formas borrosas emergía en la penumbra desde todas las calles”. Reed
reproduce artículos de prensa, documentos oficiales, declaraciones, discursos, comunicados,
proclamas, con las que va confirmando el rápido y diario avance de los hechos.
Y todo con un ritmo rápido, pues la Revolución se hace a toda velocidad: “Entramos
en la gran sala de reuniones, abriéndonos paso entre el gentío vociferante
agolpado en la puerta. En las filas de asientos, bajo las lámparas blancas,
inmóviles y apretujados en los pasillos y a los lados, encaramados en cualquier
alféizar y hasta en el borde del estrado, los representantes de los obreros y
soldados de toda Rusia esperaban con angustiado silencio o enorme expectación
el toque de campanilla del presidente. En la sala no había más calefacción que
el calor sofocante de los cuerpos desaseados”.
Su relato tiene, en ocasiones, un tono propagandístico, como
cuando escribe: “El torbellino de la insurrección se extendía por toda Rusia
con una rapidez que superaba cualquier capacidad humana (…). La inmensa Rusia
se estaba desintegrando. El proceso había empezado en 1905. La Revolución de
Marzo simplemente lo había acelerado y había engendrado una especie de anticipo
del nuevo orden, pero había acabado perpetuando la estructura hueca del antiguo
régimen. Sin embargo, los bolcheviques habían desbaratado esa estructura en una
sola noche, como si fuera humo. La vieja Rusia ya no existía. La sociedad
humana se había fundido en un fuego primigenio, y del agitado mar de llamas emergía
la lucha de clases, rigurosa e implacable, y la frágil corteza de los nuevos
planetas, que iba enfriándose poco a poco”.
Junto con el relato de la constitución del Estado revolucionario
aparecen también algunos síntomas de debilidad, propiciados por la
contrarrevolución, los kadetes y los mencheviques, que anticipan lo que será el
posterior enfrentamiento armado. También Reed acompaña a los revolucionarios a
Moscú, donde “íbamos a conocer los verdaderos sentimientos del pueblo ruso
hacia la revolución. La vida allí era más intensa”. Y sigue introduciendo en el
relato valoraciones personales que alaban los fines de los revolución: “De pronto,
comprendí que el devoto pueblo ruso ya no necesitaba curas para llegar al
cielo, porque estaba construyendo en la tierra un reino más esplendoroso que
cualquier cielo, un reino por el cual era glorioso morir”.
Reed permaneció en Petrogrado hasta que la Revolución se
estabilizó. A su regreso a Estados Unidos, publicó su famoso libro y fundó el
Partido Comunista. Sin embargo, acusado de espionaje, se vio forzado a
abandonar su país y regresar a Rusia, donde murió de manera inesperada en 1920
cuando estaba escribiendo un nuevo libro: De
Kornilov a Brest-Livosk.
Basándose en Diez
días que sacudieron el mundo, Warren Beatty dirigió la película Rojos, de 1981, interpretada por el propio Beatty y Diane Keaton en
el papel de la también periodista Lousie Bryant, mujer de Reed. También de 1981
es la película Campanas rojas, en la
que se cuenta su vida en dos partes: la primera, México en llamas, sobre su estancia en la revolución mexicana, fue
dirigida por el mexicano Paul Leduc; la segunda, Rusia 1917, centrada en la vida de Reed en Rusia, la dirigió Sergei
Bondarchuk.
[1] John Reed. Diez
días que sacudieron el mundo. Nórdica. Madrid (2017). 440 págs. T.o.: Ten days that shook the world.
Traducción: Iñigo Jáuregui. Ilustrado por Fernando Vicente.
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