Manuel Leguineche (1941-2014) es conocido
sobre todo por su faceta de periodista y corresponsal de guerra. Ha escrito
muchos libros relacionados con su actividad profesional. Por eso, en su
momento, cuando se publicó en 1999, sorprendió la calidad literaria y los temas
de este libro, La felicidad de la tierra,
en el que en forma de crónica y de diario habla de sus estancias en su casa
alcarreña de El Tejar de la Mata, muy cerca del pueblo de Cañizar y de Hita y
Torija. Ahora se publica en una nueva editorial, un año después de la muerte
del autor, sin lugar a dudas uno de sus libros más auténticos y personales.
Pero esta nueva edición, y es triste decirlo porque no es lo habitual, es una
absoluta chapuza, pues contiene cientos de errores tipográficos fruto de un
descuidado proceso de edición.
Durante
más de diez años, Leguineche fue anotando sus impresiones sobre la vida en este
lugar apartado que no tiene ni luz. Le compró la casa a un inglés excéntrico y
él mantuvo la costumbre. Su deseo es la búsqueda de la paz y del silencio, un
claro contraste con sus viajes y su agitada actividad periodística, que salen
de pasada en estas memorias.
Pero también
Leguineche quiere experimentar la vida en un pueblo con todas las consecuencias.
No vive, por eso, aislado, sino que convive con sus paisanos como uno más. Es
este uno de los principales ingredientes del libro. El autor reproduce
conversaciones en el bar, gestiones que hace con ellos, nos presenta a sus
vecinos más sorprendentes y originales. Leguineche los trata de tú a tú. Y
habla de ellos con cariño y mucho respeto. Tras meses y meses de conversaciones
y de asiduo trato, afirma que sus convecinos son “curiosos y observadores”; “no
perdonan la pretenciosidad”; les “interesa lo más próximo”; viven con mesura,
sobriedad y templanza, sin alardes.
En el pueblo,
“se valoran las pequeñas y apasionadas cosas, el ardor con el que cada
testarudo defiende sus tesis y sus manías”. En las conversaciones en el bar y
paseando por el pueblo y por el campo “se habla de los primores de lo vulgar,
la caza que acaba de cerrarse o de la que va a abrirse, de los cantos de la
codorniz en los húmedos pastizales, de las promesas de buenas percas, de la
mili, de trileros, de aquel hombre al que le engañaron en la feria de San Antón
en Cifuentes y se murió del disgusto, de la pérdida de memoria, de la buena
cosecha del año pasado”.
A la vez,
explica su descubrimiento de la vida en el campo, de los distintos pájaros que
visitan su casa, de su relación con sus perros… Hay frecuentes digresiones a
propósito de algún sucedido en su casa. También acude la nostalgia y los
recuerdos de la infancia. Se comenta la buena comida alcarreña.
Especial
interés tiene el uso del lenguaje. Leguineche comparte la pasión por los
nombres de las cosas más menudas, recupera expresiones y dichos, copia
refranes, comenta supersticiones populares. Se esmera en emplear la palabra
justa, medida, apropiada. Deja hablar a Julia, la mujer que cuida su casa,
quien de vez en cuando se deja llevar por sus recuerdos de la guerra civil, su
matrimonio, los negocios que tuvo, las enfermedades… También hay sitio para las
estampas poéticas, para la recuperación de citas de sus autores más leídos,
para las observaciones que le prestan los amigos que visita su casa. Leguineche
visita los pueblos vecinos, acude a los toros y a las ferias, participa en las
fiestas.
El
libro, totalmente cervantino, es un monumento a la sencillez de vida.
Leguineche descubre los placeres de la vida retirada y alaba los valores
humanos de tanta gente que lleva una vida totalmente alejada de las
preocupaciones del histérico éxito y del triunfo, tal y como se entiende en las
ciudades. El libro, por eso, rebosa humanidad de la buena. Una sorpresa. Como
lo fue en su momento Historias de La
Alcarama y, entre otros, El canto del cuco, los dos de Abel Hernández, libros que son un gran homenaje a la vida
en los pueblos y a sus costumbres y tradiciones.
La felicidad de la tierra
Manuel
Leguineche
Stella
Maris. Barcelona (2015)
440
págs. 17 €.
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