En
la editorial Libros del Asteroide, con la traducción de Selma Ancira, se
publica la mejor novela del escritor ruso Izaíl Métter (1909-1996), editada en
Lumen hace diez años. Posteriormente, en 2001, se publicó el volumen Genealogía
y otros relatos, conjunto de narraciones de tono autobiográfico marcadas
por el origen judío de este autor ruso que trabajó como profesor de
matemáticas.
Genealogía...
contiene un prólogo de Ricardo San Vicente, responsable también de la
traducción de los relatos, que analiza el papel de Métter en la literatura rusa
del siglo XX. Si bien escribió guiones cinematográficos y obras de teatro
después de la Segunda Guerra Mundial y publicó algunas exitosas novelas durante
el periodo soviético (como Mukthar, de 1960), las más importantes, y las
más auténticas y de más calidad –como La quinta esquina (1989) y Genealogía...
(1992)-, se publicaron después de la caída de la URSS. En ellas, Métter
muestra su visión desesperanzada del comunismo, que ahogó para él todas las
libertades. “Mi patria, Rusia –escribe Métter en una entrevista que forma parte
de este interesante prólogo-, es un campo de pruebas donde la historia realiza
sus experimentos sociales, y donde además no tiene en cuenta el destino de cada
uno de los hombres aislados. El individuo se enreda entre las patas de la
historia y ésta pasa por encima de él y lo convierte en polvo, y por muchas
veces que el hecho se produzca, sólo llegamos a comprenderlo, preparados ya
para una nueva espiral de errores”.
Y sobre el
antisemitismo que tuvo que padecer en la URSS durante muchos años,
especialmente en su juventud y en sus inicios como escritor, escribe: “Desde
niño me he acostumbrado a percibir el aliento pestilente del antisemitismo a
mis espaldas. Tal vez suene terrible, pero ¿se puede uno acostumbrar a la
inmundicia? En cualquier caso, el complejo de inferioridad nacional es algo que
me han infundido la calle y el Estado (...). El problema del antisemitismo en
Rusia no se ha disuelto en el pasado. Hoy sigue vivo, y aunque de manera más
velada que antes, representa una amenaza siempre poderosa”. También en esta
entrevista destaca que más peligroso todavía que el antisemitismo es “el
resurgir del comunismo”. “Stalin -dice Métter- mentía en todo cuanto hacía.
Stalin logró, de un modo que hasta hoy me resulta incomprensible, no sólo
esclavizar a un pueblo, sino además infundir a esos esclavos un amor
incondicional hacia su verdugo”.
En La
quinta esquina, su gran obra, aparecen de alguna manera estos temas
envueltos en una trama centrada en el peso de la memoria, para la que se sirve
el autor de su propia biografía. Fue escrita en la década del 60 y en 1964
apareció una edición de la novela bajo el título de Katia en la que
habían sido suprimidos todos los pasajes políticos. La edición completa de la
novela apareció en Rusia en 1989. El manuscrito de la edición íntegra lo tuvo
escondido Métter por distintos rincones de su casa para que no fuese
descubierto por el KGB. Tanto miedo tenía Métter a que lo descubriesen, que
nunca entregó el manuscrito a una mecanógrafa, sino que “el texto lo picó con
un solo dedo mi mujer y además en un único ejemplar”. Además de escritor, autor
de una veintena de libros, Métter fue también profesor de matemáticas, como el protagonista
de esta novela.
Un
inesperado intercambio epistolar con Zinaída Borísovna, la mujer de uno de sus
grandes amigos de la infancia, Sasha Beliavski, muerto el primer año de la
guerra contra Alemania, provoca un cataclismo personal en Boris, un maestro
ruso jubilado y escritor aficionado. A partir de ese momento, de una manera
fragmentada, sin un orden cronológico claro, el narrador, consciente de su
insignificancia, recupera la época de su juventud, el trato con sus padres y
amigos, sus relaciones laborales y destinos en diferentes ciudades soviéticas,
el peso del estalinismo en su vida y, especialmente, su absoluta y absorbente
pasión por Katia Golovánova, cómplice de una intensa, idealizada, imposible y
problemática relación amorosa, el auténtico eje de la narración. Boris la
conoció a los diecisiete años, cuando impartía clases particulares de Física.
Desde ese momento, y durante más de quince años, “me quedé ciego y mudo de
amor”.
Junto con el
relato deslavazado de su insólita historia amorosa y de su complicada vida,
víctima de la represión soviética por ser hijo de comerciante privado antes de
la Revolución, lo que le ha condenado a pertenecer a la “quinta categoría”, sin
apenas derechos sociales, Boris salpica su relato de inteligentes y valientes
reflexiones sobre la vida en un estado comunista, como ésta: “Durante años y
años, en nuestro país, hemos luchado por obtener el derecho a relatar en
primera persona los hechos históricos de los que hemos sido testigos”. Tarea
imposible en un país donde se controlaba absolutamente todo, desde la libertad
de pensamiento hasta la manera de escribir literatura.
La novela se basa en los recuerdos, aunque en todo
momento el propio narrador sabe que esos recuerdos están contaminados por la
rutina de la propia vida. “Lo más difícil –escribe Metter-, cuando se recuerda
la juventud, es limpiarse los pies en su umbral y entrar en ella desnudo,
desprovisto de la experiencia y de los pensamientos actuales”. Para Boris, el
amontonamiento de imágenes y sucesos del pasado y de su vida cotidiana, los
recuerdos de sus amigos y familiares (es magnífico lo que escribe sobre la
muerte de su madre), y el relato de sus convulsos e intermitentes reencuentros
con Katia, le llevan también a enfrentarse críticamente con algunos aspectos de
la dolorosa realidad soviética. El narrador, víctima de la paranoia de un
régimen cada vez más totalitario, critica el endiosamiento de su líder, Stalin,
su ascendiente sobre el pueblo, que lo ha convertido en un poderoso mito, y la
negativa transformación de sus compatriotas en cómplices de la degeneración del
régimen: “Él lo veía y lo oía todo, con los ojos y los oídos de los delatores.
De ser una ocupación secreta y vergonzosa , la delación pasó a convertirse en
un honorable deber cívico”.
Las palabras de Boris son especialmente emocionantes
cuando describe el fatal final de algunos personajes cercanos a él, víctimas de
la represión. Una de esas víctimas fue la propia Katia, detenida en 1949 por el
KGB. El título de la novela hace referencia a la macabra práctica de los
torturadores estalinistas contra sus víctimas, que consistía en encerrarlas en
una habitación cuadrada y pedirles que buscasen la quinta esquina mientras las
golpeaban brutalmente.
“Devolvedme al Járkov de mi pasado (...). La verdad
que yo conocía. La fe en la que creía”. Esa es la máxima aspiración del
protagonista, que ya anciano se refugia en el doloroso ejercicio de rememorar
su vida para encontrar un asidero a la demencia sociológica que observa a su
alrededor. Pero ya nada le satisface porque su destino se ha reducido a errar
“entre tumbas imposibles de encontrar”. Y es que el régimen soviético consiguió
durante décadas controlar todo, hasta los más ocultos pensamientos. Como
escribe Boris, “el destino de las personas dejó de ser individual”. El Estado,
insaciable, lo engulló todo.
La quinta esquina
Izraíl Métter
Libros del Asteroide. Barcelona (2014)
216 págs. 17,95 €. (papel) 10,99 €. (digital).
T.o.: Piatyi ugol.
Traducción: Selma Ancira.
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