Juan Manuel de
Prada (1970) ambientó su anterior novela, Me hallará la muerte en la
posguerra española, de manera especial en la campaña de la División Azul en la
URSS durante la Segunda Guerra Mundial. Su nueva novela, mucho más histórica,
está inspirada en las aventuras y desventuras de los denominados “últimos de
Filipinas”.
La
novela abarca varios años de finales del siglo XIX, desde 1897 a 1899, cuando
España pierde su última colonia americana Cuba y, poco después, Filipinas. En
los dos casos aparecen los intereses estratégicos de Estados Unidos tanto en
tierras americanas como en las islas que forman parte de Filipinas. Por otra
parte, a finales del siglo XIX se extiende en España un generalizado pesimismo
y una actitud crítica hacia la política que dará paso a los escritos de buena
parte de los autores que forman parte de la Generación del 98. Con este
contexto nada estimulante, lo sucedido en Filipinas es una buena metáfora para
explicar la situación agónica en la que se encontraba aquella España.
La
novela se centra en la resistencia en la localidad filipina de Baler de un
destacamento de soldados españoles. Mientras en la capital, Manila, las tropas
españolas fueron derrotadas, en Baler resisten como pueden recluidos en una
iglesia al el asedio de los insurrectos. Como escribe el autor en una nota
final, los hechos que se cuentan están apoyados en la realidad, tanto en los
testimonios de algunos de los militares que vivieron aquellos sucesos como en los
libros de historia que los han investigado. Juan Manuel de Prada transforma la
materia histórica en los ingredientes literarios de un libro muy trabajado y
excelentemente ambientado en sus elementos militares, humanos, gastronómicos,
paisajísticos...
Los
principales protagonistas son este grupo de soldados al mando del capitán Las
Morenas y el teniente Martín Cerezo. A estos hay que sumar el cabo González
Toca y los soldados Chamizo, Calvete, Santamaría y Menache, por citar solo a
los más nombrados. Junto a ellos, sor Lucía, una hermana de la Caridad que
decide unir su futuro al de los habitantes de Baler, donde ejerce su labor
religiosa y humanitaria; y fray Cándido, un fraile campechano que decide
compartir su futuro con las tropas españolas. Pero la obra, y este es uno de
sus grandes aciertos, no cae en un fácil maniqueísmo, pues también se destaca
positivamente el carácter de algunos filipinos, como Teodorico Novicio, el
artífice del asedio contra el ejército en Baler. El autor también da su protagonismo
a los indios ilongotes, que conservan sus costumbres y hábitos indígenas al
margen de la colonización española. Otros personajes destacados son la joven
Guicay, hija de padre español y de madre filipina. Y un personaje sobre el que
el autor carga las tintas más negativas, el holandés Rutger Van Houten, masón y
traficante de armas.
Cada
uno de estos personajes tiene su historia personal, con sus grandezas y
miserias. Y entre ellos surgen inesperadas relaciones, como la que se da entre
sor Lucía, uno de los personajes más complejos de la novela, con Teodoro
Novicio y con el capitán Las Morenas. O entre el soldado Chamizo, maestro
rural, y la joven Guicay. La novela es larga y el autor aborda con morosidad
estas relaciones y las vidas de cada uno de ellos. A la vez, el autor sitúa
estos hechos en el devenir de la guerra en Filipinas, primero con el falso
armisticio de Biacnabató, la salida del país del líder Emilio Aguinaldo, la
soberbia y en parte ignorante actitud del Gobernador de Filipinas, el general
Primo de Rivera; las maniobras de los americanos; la organización de los
sublevados y el papel que desempeñaron asociaciones secretas como la Katipunam,
de origen masón. Hay referencias a la política, la historia y hasta la
literatura filipina, donde se destaca la obra de José Rizal, escritor que se
convirtió en un icono para los revolucionarios tagalos. Prada introduce
numerosos diálogos sobre los errores de los políticos y militares españoles a
la hora de gestionar las colonias, digresiones sobre la religión, los valores
patrióticos, el destino de España, el imperialismo yanqui, etc. Los personajes
que le dan a la novela un plus de profundidad son el capitán Las Morenas,
Teodoro Novicio, sor Lucía, Chamizo y Guicay, Ramón Garzón (el padre de
Guicay), fray Cándido... En estas conversaciones se abordan temas de gran
calado, similares en parte a las habituales preocupaciones “periodísticas” de
Juan Manuel de Prada; pero algunas intervenciones suenan a muy elaboradas, son
poco naturales y aparecen un tanto infladas, como cuando el capitán Las Morenas
afirma proféticamente: “Esta guerra será nuestra perdición. España va al
abismo. Sospecho que no levantaremos cabeza en varios siglos”. En este sentido,
el personaje más falso de todos es el holandés Van Houten, compendio de los
peores vicios morales y políticos. Y hay también su peaje a lo políticamente
correcto, con la actuación en el tramo final de la novela de los indios
ilongotes en favor de fray Cándido.
El
asunto más espinoso de esta ambiciosa e inabarcable novela es el estilo. Prada
sigue sin renunciar al uso barroquizante de la lengua, que se manifiesta en la
selección de sustantivos en desuso, poco naturales y coloquiales, y en el abuso
de una adjetivación que, por su reiteración en la trayectoria del autor, parece
que quiere ser su principal seña de identidad estilística. Con demasiada
insistencia, Prada escora sus definiciones y descripciones hacia un tremendismo
fisiológico que destaca con mucho detalle los aspectos más sórdidos de los
personajes, rebuscando los términos para conseguir una plasticidad que se nos
antoja en ocasiones cargante. Hay como una delectación en mostrar los aspectos
más lascivos y degradantes de algunos personajes (la palma se la llevan el
holandés Van Houten y el teniente Martín Cerezo). En muchas ocasiones, y no
sólo sobre el estilo, también en las relaciones humanas y cuando muestra
algunas pasiones, se impone una mirada solanesca de la realidad que la
transforma en una caricatura. Son muchos los ejemplos de este insólito, singular
y obsesivo manejo del lenguaje que, como en novelas anteriores, es
especialmente intenso en la primera parte de la novela (aquí en la larga
presentación de los principales protagonistas), para perder fuerza a medida que
la atención pasa al desarrollo de las aventuras. Las murallas son “leprosas”;
el aspecto “cuchilitresco”; las encías, “gelatinosas, casi genitales”, las
manos “mantecosas”. Este rebuscamiento se da en las descripciones de personajes
(“le alargó una de sus manos blancurrias como bodigos mal cocidos”), de cosas
(“lo siguió a través de un pasillo rumoroso de intrigas o de rezos, con óleos
tenebristas en las paredes de santos degollados, decapitados, desmembrados o
poseídos por una meningitis mística”) y de paisajes (“por la única ventana del
despacho se veía un trozo de cielo calinoso y amarillento, como vómito de un
enfermo de paludismo”).
Esta
querencia solanesca se traslada también a la presencia de sucesos
sórdidos, como la violación de una prostituta por uno de los soldados
españoles; o las pasiones pedófilas de Van Houten. También se entretiene el
autor en mostrar las debilidades heterodoxas de algunos de sus protagonistas
con el fin de destacar su originalidad moral o su rechazo de las etiquetas.
En
fin, en esta voluminosa novela vuelven a repetirse los aciertos de la
literatura de Prada y las sombras que pueden empañar su personal propuesta
estética y literaria. Un poco de contención en los objetivos estilísticos e
históricos seguro que hubiese repercutido positivamente en el resultado final
de esta ambiciosa novela.
Morir bajo tu cielo
Juan Manuel de Prada
Espasa. Barcelona (2014)
750 págs. 23,90 €.
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